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Antón Castro

'MOSQUITOS' DE WILLIAM FAULKNER

'MOSQUITOS' DE WILLIAM FAULKNER

La editorial Alfabia, que dirige Diana Zaforteza, entre otros, acaba de publicar ‘Mosquitos’, la novela de William Faulkner, en traducción de Daniel Gascón (Zaragoza, 1981), que también acaba de traducir a Christopher Hitchens. Le pido un fragmento del libro y aquí está.

 

William Faulkner, visto por Henri Cartier-Bresson.

[La señora Maurier –una rica aficionada a las artes de Nueva Orléans- y su sobrina adolescente van con el señor Talliaferro –un seductor sin suerte, vendedor de ropa de señoras, que imposta un acento cockney y se ha cambiado un poco el nombre para darle más clase- al estudio del escultor Gordon: quieren que los acompañe en la excursión en el yate de la señor Maurier.]

 

Circularon despacio, pasaron bajo farolas espaciadas y por esquinas estrechas, mientras la señora Maurier hablaba constantemente de su alma, de la del señor Talliaferro y de la de Gordon. La sobrina iba sentada en silencio. El señor Talliaferro era consciente de su olor limpio y joven, como el de los árboles jóvenes; y cuando pasaban bajo las farolas podía ver su forma esbelta, la revelación impersonal de sus piernas y sus rodillas desnudas y asexuadas. El señor Talliaferro se deleitaba, agarraba su botella de leche y deseaba que el paseo no terminase. Pero el coche volvió junto a la acera, y debía bajarse, por mucho que le pesara.

            -Entraré y lo traeré –sugirió con tacto premonitorio.

            -No, no, subimos todos –objetó la señora Maurier-. Quiero que Patricia vea cómo es el genio en casa.

            -Vaya, tía, ya he visto esos antros –dijo la sobrina-. Están por todas partes –dobló su cuerpo sin esfuerzo, rascándose las rodillas con sus manos morenas.

            -Es muy interesante ver cómo viven, querida. Te encantará –el señor Talliaferro protestó de nuevo, pero la señora Maurier se impuso con meras palabras. Así que, a su pesar, encendió cerillas para ellas y las llevó por las escaleras tortuosas y oscuras, mientras sus tres sombras los imitaban, subiendo y cayendo monstruosamente sobre la pared antigua. Mucho antes de que llegaran al último piso, la señora Maurier jadeaba y resoplaba: el señor Talliaferro sintió una pueril alegría vengativa al oír su respiración trabajosa. Pero era un caballero y apartó esa sensación, reprendiéndose a sí mismo. Llamó a una puerta, le dijeron que entrara, abrió.

            -¿Ha vuelto? –Gordon se sentó en su única silla, mientras masticaba un sándwich, con un libro entre las manos. La bombilla desnuda refulgía salvajemente sobre su camiseta interior.

            -Tiene visita –el señor Talliaferro ofreció su tardía advertencia, pero el otro ya había visto tras su hombro el rostro interesado de la señora Maurier. Se levantó y maldijo al señor Talliaferro, que había empezado de inmediato su infeliz explicación-. La señora Maurier insistió en venir…

            La señora Maurier lo derrotó de nuevo.

            -¿Señor Gordon? –irrumpió en la habitación, con su cara de feliz asombro como un plato redondo apoyado sobre un borde-. ¿Cómo está? ¿Podrá alguna vez perdonarme por importunarle así? –continuó, con sus cursivas demasiado afectuosas-. Acabamos de encontrarnos con el señor Talliaferro en la calle, llevaba su leche y hemos decidido enfrentarnos al león en su jaula. ¿Cómo está? –le puso encima su mano efusiva, miró atentamente a su alrededor con alegre curiosidad-. Así que aquí es donde trabaja el genio. Es precioso. Muy… muy original. Y eso… -indicó una esquina tras un biombo de harapienta tela ribeteada- es su dormitorio, ¿verdad? ¡Qué agradable! Ay, señor Gordon, cómo envidio su libertad. Y una vista. También tiene una vista, ¿verdad? –le cogió de la mano y miró extasiada a una ventana alta e inútil, que enmarcaba dos cansadas estrellas de cuarta magnitud.

            -La tendría si midiera dos metros y medio de alto –corrigió él. Ella volvió la vista hacia él rápidamente, feliz. El señor Talliaferro rió con nerviosismo.

            -Eso sería encantador –respondió con entusiasmo-. Tenía tantas ganas de que mi sobrina viera un estudio de verdad, señor Gordon, en el que trabaja un artista de verdad. Querida –se detuvo, sin dejar de apresar su mano, mirando por encima del hombro- querida, voy a presentarte a un escultor de verdad, del que esperamos grandes cosas… Querida –repitió más alto. La sobrina, a la que las escaleras no habían molestado, había caminado sin rumbo tras ellos y ahora estaba frente a la pieza de mármol-. Ven a hablar con el señor Gordon, querida –bajo la modulación de sacarina de su tía había un rastro de algo que, después de todo, no resultaba tan dulce. La sobrina volvió la cabeza y asintió ligeramente sin mirarlo. Gordon liberó su mano.

            -El señor Talliaferro me cuenta que tiene usted un encargo –la voz de la señora Maurier había vuelto a ser miel atónita y feliz-. ¿Podríamos verlo? Sé que a los artistas no les gusta enseñar una obra inacabada, pero, entre amigos… Los dos saben lo sensible a la belleza que soy, aunque se me haya negado el impulso creador.

            -Sí –dijo Gordon, observando a la sobrina.

            -Hacía mucho que tenía intención de visitar su estudio, como prometí, seguro que lo recuerda. Así que aprovecharé esta oportunidad para echar un vistazo. ¿Le importa?

            -Adelante: Talliaferro puede enseñarle cosas. Perdone -se tambaleó de una manera característica entre los dos y la señora Maurier canturreó:

            -Sí, es cierto. El señor Talliaferro, como yo misma, es sensible a lo hermoso en el arte. Ah, señor Talliaferro, ¿por qué se nos dio a usted y a mí el amor por lo bello y se nos negó la capacidad de crearlo a partir de la piedra y la madera y la arcilla…?

            Su cuerpo, enfundado en su vestido breve y sencillo, estaba inmóvil cuando él se acercó hasta ella. Después de un rato dijo:

            -¿Le gusta?

            De perfil, su mandíbula era pesada: había algo masculino en ella. Pero de frente no resultaba pesada, sólo tranquila. Tenía labios gruesos y descoloridos, sin pintar, y sus ojos eran opacos como el humo. Ella afrontó su mirada, percibió el azul gélido de sus ojos (como los de un cirujano, pensó) y volvió a mirar el mármol.

            -No lo sé –respondió lentamente-. Es como yo.

            -¿Como usted? –preguntó con seriedad.

            No respondió. Después dijo:

-¿Puedo tocarla?

            -Si quiere –contestó, examinando la línea de su mandíbula, su nariz firme y breve. Ella no hizo ningún movimiento y él añadió:- ¿No va a tocarla?

            -He cambiado de idea –dijo con calma. Gordon miró por encima del hombro hacia el lugar en el que la señora Maurier estudiaba algo meticulosa y locuazmente. El señor Talliaferro le daba la razón con pasión contenida.

            -¿Por qué es como usted?

            Ella dijo, como si fuera irrelevante:

            -¿Por qué no tiene nada aquí? –su mano marrón destelló esbelta en la elevada ausencia de énfasis del pecho del mármol, y se retiró.

            -Usted tampoco tiene mucho –ella afrontó su mirada insistente-. ¿Por qué debería tener algo? –preguntó.

            -Tiene razón –asintió con la imparcial amabilidad de una igual-. Ahora lo veo. Por supuesto que no debería. No lo… entendí por un momento.

            Gordon examinó con creciente interés su pecho plano y su vientre, el cuerpo de chico que su desenvoltura y la delgadez de sus brazos ocultaban. Asexuada, aunque de alguna manera vagamente perturbadora. Quizá sólo joven, como un ternero o un potro.

            -¿Cuántos años tiene? –preguntó Gordon abruptamente.

            -Dieciocho, si es asunto suyo –respondió sin rencor, mientras contemplaba la escultura de mármol. De pronto volvió a mirarle-. Me encantaría que fuera mía –dijo, con repentina sinceridad y añoranza, como una niña de cuatro años.

            -Gracias –dijo Gordon-. Eso era bastante sincero, ¿verdad? Pero por supuesto no puede ser suya. Lo sabe, ¿no?

            Ella estaba callada. Él sabía que no podía encontrar ninguna razón por la que no debiera ser suya.

            -Creo que sí –asintió al fin-. Pero he decidido que lo pensaría.

            -¿Para no pasar por alto ninguna oportunidad?

            -Bueno, seguramente mañana ya no la querré de todas formas… Y si todavía la quiero, puedo conseguir algo igual de bueno.

            -Quiere decir –corrigió él- que si la sigue queriendo mañana, puede llevársela, ¿verdad?

            Como si fuera un organismo distinto, la chica alargó la mano y acarició lentamente el mármol.

Esta foto es uno de los motivos del collage de portada del libro de Alfabia. La foto inicial es de Faulkner y Eudora Welty, realizada en 1962.

3 comentarios

diseño en web -

muy buena informacion la que nos compartes y mucha historia de la cual podemos aprender mucho

Hosting Colombia -

El articulo es realmente bueno, me encanta visitar tu blog ya que siempre tengo cosas tan interesantes que leer como estas.

gonzalo villar -

quedé perturbado, Faulkner suele dejarme así.