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Antón Castro

EL TESTIGO LÚCIDO DEL SIGLO XX

Henri Cartier-Bresson ha llegado a Barcelona, a Caixaforum, con la muestra más completa y ambiciosa que habíamos visto jamás en España: 350 piezas distribuidas entre 250 fotos, 50 tirajes originales (denominados “vintages”), 28 dibujos, así como daguerrotipos familiares y algunos objetos personales. Y recordamos que en 1993, Ibercaja recogió una muestra de fotos, pinturas y dibujos del artista normando, “inconformista, anarquista y budista”, que tiene 95 años. Hace no demasiados meses, Cartier-Bresson fue reconocido ampliamente en Francia con una muestra muy completa en la Biblioteca Nacional de París, con la creación de su fundación y con la publicación de un vasto catálogo de casi 500 fotos, editado en España por Lunwerg con el título “¿De qué se trata?”. Y con la publicación en España de una excelente biografía de Pierre Assouline;: “Cartier-Bresson. El ojo del siglo” (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg). Además, su retrospectiva en Barcelona se completa con la muestra “Al gusto de Cartier-Bresson”, que recoge 93 fotos de los fotógrafos que más le han conmovido y que él mismo ha elegido. Entre maestros indiscutibles como Alfred Stieglitz, Man Ray, Robert Capa, Inge Morath, Richard Avedon, etc. (a todos los ha retratado), figuran tres españoles: la fotógrafa manchega Cristina García Rodero, el catalán Ricard Terré y el pintor gallego Verxilio Vieitez, un modesto retratista de aldea que estremeció al mundo cuando se vieron sus fotos en Madrid, en Santiago y en París.
¿Por qué es Cartier-Bresson el fotógrafo más famoso la historia, más que Robert Capa tal vez? Quizá porque ha sido capaz de desplegar, en su vasto archivo, un completo álbum gráfico de los grandes acontecimientos y de los grandes personajes del siglo XX. Nacido en Chanteloup en 1908, en el seno de una familia acomodada que producía las famosas bobinas de algodón Cartier-Bresson, se educó en el Lycée Condorcet de París. Al principio, se inclinó por la pintura y llegó a estudiar con el maestro cubista André Lhote, que le enseñó los secretos de la composición y de la geometría, algo que iba a marcar rotundamente su obra fotográfica. Desde muy joven decide algunas cosas esenciales: no recorta jamás ningún negativo, ni recuadra ni utiliza el flash. De niño y adolescente contaba con una Kodak Brownie, pero la cámara que le haría famoso sería la manejable Leica, de paso universal y muy rápida, que compró en Marsella en 1932. Dijo: “La Leica es una máquina tan ligera y perfecta que se convirtió en la prolongación de mi ojo, y ya nunca más me separé de ella”.
En 1930, Henri Cartier-Bresson comenzó a realizar tomas, espoleado por una de sus fotos preferidas: “Niños jugando en la orilla del lago Tanganika”, tomada por Martin Munkacsi en 1931. Una foto que él definió como imprescindible. Por aquella época realizó un viaje por África como cazador en Costa de Marfil, donde se salvó de la muerte de puro milagro, gracias a un hechicero que conocía los secretos de la hierbas y que había envenenado a una mujer blanca por “ser demasiado arrogante”. De regreso a París contactó con los surrealistas –a los que se sintió afín en algunas cosas-, realizó un viaje por Europa con Pieyre de Mandiargues y con Leonor Fini, y acabó en España, que sería con Francia y México su país de adopción. Le gustó la gente, la atmósfera mediterránea, los prostíbulos, la alegría, pero también padeció los lentos trenes de tercera y los chinches incansables de tantas fondas de Madrid y otras provincias. Entre sus fotos de entonces –de Barcelona, Madrid, Alicante, Sevilla, etc.-, no conocemos ninguna de Aragón pero sí existe una posterior de Ariza de 1953. En 1934, “cuando era todavía un artista en busca de su instrumento” como ha escrito Asouline, partió a México. Allí vivió experiencias increíbles como hombre (tuvo amores convulsos y destructores con una mujer casada) y como artista. De vuelta, entró en contactos con personajes del cine como Jacques Becker, Jean Renoir (del cual será ayudante de director en “Una partida de campo”, también fue figurante ocasional con Georges Bataille, y “La regla del juego”), o el mismo Luis Buñuel, pero también personajes como René Crevel, Paul Nizan, André Breton o la bailarina de origen indio Ratna Mohini, su primera esposa, con la cual estuvo en Madrid durante la Guerra civil española.
Sin soflamas políticas ni un compromiso expresado en términos demagógicos al uso, Cartier-Bresson hizo una constante defensa de la libertad con la cámara al hombro y con un manifiesto que lo define: el instante mágico, el instante decisivo. “Lo único que me interesa de la fotografía es la puntería al enfocar -le confesaría octogenario ya a John Berger-. La fotografía no es sino apretar un disparador, bajar el dedo en el momento apropiado”, frases que son una ampliación muchos años después de otros pensamientos esenciales: “Cuando miras por una cámara y disparas, todo ocurre en un momento; lo que quieres fotografiar está ahí, componiéndose en un instante”. Jamás, ha dicho, manipuló una situación ni violentó a ningún sujeto. Quiso ser, como su amigo Capa, el testigo invisible. Tal vez por eso dijo: “La fotografía es una lección de amor y odio al mismo tiempo. Es una metralleta pero también es el diván del psiquiatra. Una interrogación y una afirmación, un sí y un no al mismo tiempo. Pero sobre todo es un beso muy cálido”.
Y ese beso cálido, con su objetivo, lo dio alrededor del mundo. Durante la II Guerra Mundial fue capturado y estuvo en un campo de concentración alemán durante 35 meses. Realizó tres intentos de fuga y por fin logró huir a París, donde trabajó con la resistencia francesa. Tomó fotos de momentos importantes de la larga contienda, como la liberación de París, y realizó algunas de sus mejores series de fotografías de artistas: ahí están sus trabajos sobre Matisse, Braque, Pierre Bonnard, Picasso o su viejo amigo Alberto Giacometti, al que captó bajo la lluvia o en su taller desapacible rodeado de gatos y de alargadas esculturas. Luego empezó a dar larga y fructífera vuelta al mundo: sus viajes a Estados Unidos (impresionante colección de fotos de todos los ámbitos: esa obra resume a Weggee, a Walker Evans, a su admirado Lewis Hine o la perturbadora Diane Arbus), a Rusia (donde captó al Stalin ya final), India (presenció las actitudes pacifistas de Gandhi), China (atrapó la victoria de los comunistas), Indonesia, Birmania. En medio, tuvo tiempo de hacer muchas cosas: dirigió en 1945 el documental “El retorno” sobre los prisioneros de la II Guerra Mundial, fundó con Capa, David Seymour y George Rodger la agencia Mágnum, en la cual se integró años después su segunda esposa Martine Franck, expuso en el MOMA de Nueva York y fue el primer fotógrafo que expuso su obra en el Louvre en 1955.
A mediados de los 70 abandonó la fotografía. Retomó de nuevo los carboncillos, los lápices, los óleos, las acuarelas, y se centró en el dibujo y la pintura. Para entonces se iniciaba la espiral de la leyenda: en Barcelona puede verse la obra monumental del fotógrafo vivo más famoso del mundo.

-Este artículo apareció en HERALDO de Aragón durante la muestra de Cartier-Bresson en Barcelona. Expuso en Ibercaja en 1993.

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