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Antón Castro

ACERCA DEL NARRADOR EDUARDO VALDIVIA

Zaragoza siempre tuvo sus arrebatos de modernidad. Incluso cuando la vanguardia parecía sondormida, vacilante o tal vez olvidada. El café Niké, donde se daba un riquísimo café con churros y chocolate con nata, era el santuario de un pelotón de desasosegados que consumían con fruición las novedades artísticas. Daba lo mismo que se tratase de los poemas de Vicente Aleixandre, que era un maestro al que se visitaba de tarde en tarde en su casa de Velintonia, José Luis Hidalgo o las obras de César Vallejo y de Pablo Neruda. O la narrativa neorrealista italiana y los autores de la “Generación Perdida”. Por allí, cuando llegaba la noche, se dejaban caer autores, pintores, críticos, lectores más o menos empedernidos y a su modo, a su constante modo, emprendedores.

El tiempo ha hecho del café Niké un mito. O un punto de referencia. Lo cierto es que al arrimo de uno de sus pontífices, el orondo y expresionista Miguel Labordeta, se hacían muchas cosas: se fundó una quimérica y casi surrealista Oficina Poética Internacional y se creaban revistas constantes -desde “Orejudín” a “Papageno”, desde “Ansí” o “Ámbito” a “Despacho literario”- y también algunas editoriales de mérito: pensamos en Coso Aragonés del Ingenio o una de las mejores colecciones de poesía que existían en el país, como Javalambre, el proyecto que alimentó con mimo Julio Antonio Gómez y fotografió Joaquín Alcón, que era uno de los retratistas más creativos del país. Y más innovadores.

La lista de nombres era bastante amplia. Abarcaba, desde los primeros 50, a gentes como Ildefonso-Manuel Gil, José Manuel Blecua o Francisco Ynduráin, en menor medida, hasta autores más jóvenes, irreductibles de su época: Labordeta, Manuel Pinillos, Luis García Abrines, que tenía algo de nuestro Pedro Luis de Gálvez (por su afición a coleccionar anécdotas de todo tipo), el citado Julio Antonio Gómez, que igual hacía fotos que editaba primorosamente, que igual buscaba muchachos de alquiler que navegaba la noche entre exabruptos y canciones de Leo Ferré. Y también Manuel Rotellar, José Antonio Rey del Corral, Guillermo Gúdel, Rosendo Tello, Ignacio Ciordia, Emilio Gastón, Luciano Gracia, Miguel Luesma, Fernando Ferreró, Pío Fernández Cueto, Antonio Fernández Molina, José Antonio Labordeta, Emilio Alfaro (que aglutinaba en su inquieta vocación la necesidad de ser guionista, dramaturgo, pintor, periodista, cineasta, escritor de novelas policiacas y médico).

Y entre ellos, sobre todo en la década de los 50, también se movía un hombre enjuto, hijo de militar y narrador, nacido en Écija en 1929: Eduardo Valdivia, que había tenido una existencia itinerante, pero finalmente recaló en aquella Zaragoza donde el Grupo Pórtico -reducido ya a un trío mágico: Santiago Lagunas, Eloy Laguardia y Fermín Aguayo- ponía fin a su esplendor y a su pionera labor en el arte de la abstracción y donde Miguel Labordeta, el hombre solitario que sesteaba en los tranvías con el nombre de un joven amor encendido en el pecho, ultimaba “Oficina de Horizonte”, esa síntesis de toda su obra. Valdivia tenía el corazón preñado de sueños de escritor: tanteaba en la narrativa y en el teatro, agrupado en una serie de textos de textura poética y alegórica, “Los dramas azules”, y también hacía sus escarceos en la pintura. Se licenció en Geografía e Historia y luego en Derecho.

Según nos ha contado Joaquín Aranda, algunos de los más jóvenes iban a veces a su modestísima casa y allí escuchaban buena música. En los años 60, pareció tener más consolidada su vocación: se dedicaría a la narrativa y en particular al relato breve. Un relato breve, dicho sea así sobre la marcha, que partía de la literatura oral, del poder de una historia en sí misma y de la necesidad de que tuviese personajes, criaturas un tanto pintorescas, amputadas en algunas ocasiones, bordeando alguna forma de marginalidad. Sus maestros o referentes eran Pío Baroja (al que le intentó dedicar una tesis doctoral que quedó inacabada), que siempre sería su modelo de novelista, William Saroyan, hoy casi olvidado, o un cuentista incuestionable como Antón Chejov.
Y así, vinculado como estaba a Coso Aragonés del Ingenio y Javalambre (en cuya creación intervino de alguna manera), aparecieron sus libros de ficción: “El espantapájaros y otros cuentos” (1960), que debió coincidir con su traslado a Ceuta, tras ganar la oposición de profesor adjunto de Geografía e Historia, “Las cuatro estaciones” (1967) y “Cuentos de Navidad” (1968), ambos aparecidos poco después de su traslado desde Teruel, desde el colegio San Pablo, a la Universidad de la Laguna de Tenerife. De ella regresó en 1971 como director al Instituto de Enseñanza Media Castilla, en Soria, donde fallecería demasiado joven en 1972. Dejaba muchos textos inéditos, cuentos, apuntes teatrales, novelas -en particular, una, “¡Arre, Moisés!”, que fue finalista en ese mismo año del premio Alfaguara y quedó finalista- y algunos borradores para un libro que, según su máximo estudioso Jesús Rubio Jiménez, pensaba publicar con el título de “Leyendas de Teruel y Albarracín”.

El profesor Rubio -especialista, como se sabe, en estudios teatrales del XIX y XX y uno de los máximos expertos en Gustavo Adolfo Bécquer- ha rastreado la huella de Eduardo Valdivia en los seis años que estuvo en Teruel, con personajes tan importantes como J. A. Labordeta, José Sanchís Sinisterra, Federico Jiménez Losantos, Gonzalo Tena, Manuel Pizarro, Carmen Magallón, Joaquín Carbonell o una jovencísima Pilar Navarrete, entre otros.
Y recuerda los constantes trabajos que hizo. Merecen destacarse títulos como “Estudio del Arte Mudéjar de Teruel”, “Catálogo de los pergaminos de los archivos de Cella (municipal o eclesiástico)” o un trabajo que será determinante para su carrera de novelista, sobre “La primera guerra carlista en el Bajo Aragón”, en 1967.

Ostentó cargos, adoctrinó a los alumnos, dio muestras de algunas rarezas que han sido glosadas por diversos estudiosos del periodo como Javier Lacruz, José Antonio Labordeta (que tiene varios libros muy significativos de ese momento: “Tierra sin mar” y “Los amigos contados”, ambos publicados en Xordica) y debió concebir y escribir su única novela édita. Nos referimos a la ya citada “¡Arre, Moisés!”, que acaba de aparecer en la Colección Larumbe, que dirige Antonio Pérez Lasheras, bajo el patrocinio de la Universidad de Zaragoza, el Gobierno de Aragón y el Instituto de Estudios Altoaragoneses. Jesús Rubio es el encargado de realizar la edición y de analizar un libro que tiene dos inequívocos parentescos aragoneses: la novela “Réquiem por un campesino español” de Ramón José Sender, reedita hace muy poco por Destino, y “El cura de Almuniaced” de José Ramón Arana, que ofrecen dos visiones contrapuestas de la posición de los sacerdotes durante la Guerra Civil.

El libro ofrece una mirada distinta a las de ambos. Y, como recuerda Jesús Rubio (que le dedicó su tesina a Eduardo Valdivia en 1977), el escritor se inspiró en un manuscrito de un capellán carlista, “Últimos sucesos de la campaña de Aragón, Valencia y Murcia, por el ejército del general Cabrera” (1840), que éste redactó durante su presidio en Cádiz, una vez que el general Ramón Cabrera perdió Morella o se vio obligado a abandonarla en medio de una extraña enfermedad que inspiró “Las Historias Naturales” al recién fallecido Juan Perucho.

Ambos libros tienen una mezcla de diario y memorias; en cualquier caso, Eduardo Valdivia empleó un procedimiento similar para contar la historia de un sacerdote, Mosén Alberto, que tiene dos antagonistas o replicantes: un profesor de Historia y un rentista, aunque su verdadero antagonista es un comandante mucho más peligroso. Mosén Alberto no acabará demasiado bien, pero en ese trayecto que le conduce hacia un escabroso final, Valdivia hace un retrato de la situación que entrevera el humor y la tragedia, el esperpento, el gusto por la participación de personajes maltratados por la naturaleza y la historia, y traza la historia del Regimiento de San Martiniano (lleno de cojos y mancos y tuertos).

Jesús Rubio, que ha manejado el texto del capellán carlista y que ha podido revisar uno a uno los papeles de Valdivia y sus 160 cuentos, nada menos, establece otros parentescos con la obra carlista, que no fue sino una plantilla de partida. La novela de Eduardo Valdivia reslta un tanto irregular: el punto de vista omnisciente cede en ocasiones a un relato dialogado, rápido y casi esquemático, o a un regusto excesivo por la descripción de la naturaleza. Pero lo cierto es que el libro, con sus gotas de humor gruesa, con su narratividad vertiginosa, con sus tránsitos a lo largo de la geografía aragonesa, acaba siendo un texto sobre el exterminio, la guerra entre hermanos, la frágil condición humana y a la postre sobre la inocencia. Mosén Alberto había escuchado su sentencia de muerte con serenidad.
Eduardo Valdivia, en el otro confín de la sombra, resucita felizmente en una edición muy recomendable y necesaria.

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