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Antón Castro

PATRICIO JULVE Y OTROS FOTÓGRAFOS IMAGINARIOS

Durante algunos años, más allá de la medianoche, instalaba mi ampliadora portátil, encendía la radio, en concreto el programa de “El Loco de la colina” de Jesús Quintero, y empezaba a revelar carretes y a positivar. Entonces llegaba un cuaderno de trabajo, donde a veces anotaba, “Javier Tomeo tiene un perfil terrible de boxeador apaleado. Su mejor lado es el izquierdo”, y también un “Cuaderno de contactos”, donde anotaba cifras básicamente: f16 y 23 segundos, 21 grados. O cosas así. Enmarcaba, seleccionaba fragmentos, buscaba en vano la foto perfecta, un intuitivo e imposible sistema de zonas. Entones, entre 1981 y 1984, escribía mis primeras ficciones en gallego y castellano: escribía del mar que había dejado atrás, de la fronda sibilante, de las mujeres que llegaban con la lluvia y de un ladrón de caballos llamado Tristán Fortesende. En aquellas piezas, que acabarían titulándose “Mitologías” y luego “Vida y muerte de las ballenas”, no había ningún fotógrafo.
Ni lo hubo luego en “Los pasajeros del estío” (1990), un libro que era como la selección de un artista de sus retratos: una colección de seres atrapados a un pueblo del Javalambre, Camarena de la Sierra, un álbum de rostros con sus peripecias a cuestas, “hombres del siglo XX”, como habría dicho August Sander. Todos ellos venían a contarme sus existencias a mi casa: yo tenía una ventaja, era el marido de la médico del pueblo y eso da mucha confianza. La fotografía me interesaba mucho –Henri Cartier-Bresson, Robert Capa y Juan Rulfo eran mi triada de dioses. Conocí en Tarazona al hijo del escritor, Juan Carlos Rulfo, ahora cineasta, que me habló muchísimo de su padre y de su madre, Clara-, pero aún no había encontrado el momento de inventar un fotógrafo y de trasladarlo al papel.
En 1992, me marché a vivir a un lugar del Maestrazgo, Cantavieja: llegamos mi familia y yo, nos alquilaron una casa solariega, instalé el ordenador y empecé a contar los amores del general Cabrera, el general carlista, uno de esos increíbles personajes, sanguinarios y entusiastas, protectores de la tropa y crueles con el enemigo, que había tenido su morada en Cantavieja e incluso, en su huida, había llegado a quemar la ciudad sitiada.
El lugar era ideal para las fabulaciones. Quería saberlo todo: buscaba relatos, ficciones, sueños ajenos para mezclarlos con los míos. Y un día, un enterrador sordo me llevó al cementerio. O era yo quien solía frecuentarlo porque era bellísimo y enfrentaba una vaguada inmensa bajo un celaje de viajeras nubes; en el extremo se veía el torreón de la fábrica de pólvora del general Cabrera. Estando allí, entre los surcos y las terrazas, me dijo el enterrador, que se llamaba Basilio: “Las fotos en las lápidas empezaron a ponerse a partir de 1953. Vinieron dos o tres fotógrafos un tiempo, hicieron fotos de carnet y de grupo, que luego se aprovecharon para las cruces”. Basilio también me dijo que al atardecer se levanta un viento dulzón que gime por los campos y es el aire empapado del sabor a muerto. Volví a casa y escribí junto al nombre de Margarita Urbino, la fogosa amante inventada del general Cabrera, el de Patricio Julve, y sólo le puse al lado un sustantivo. Fotógrafo. Me puse a trabajar en un libro que iba a llamarse “El testamento de amor de Patricio Julve”, que es un cuento donde aparece no tanto el fotógrafo como una colección de fotos que le había hecho a una bellísima muchacha, Raquel, que parecía ninfa y actriz de cine o diosa de amor donde vencerse. Un funcionario encuentra las fotos y se queda perplejo: las repasa, las estudia, los planos medios, cortos o largos, la textura de la piel, la lisura del cabello, aquella mirada entre desafiante y abatida, y enferma de amor por la joven. Y enferma aún más cuando se entera de que vive no muy lejos de allí, en una masía solitaria, sometida a toda suerte de ultrajes por parte de sus dos hermanos que son delincuentes. La usan de cebo para estafas, la martirizan, la pervierten, la obligan a entregarse a alguien más o menos rico o rijoso que se ha interesado por la hermosura de la joven, que tiene algo de Claudia Cardinale o de odalisca. Eso es lo que le dice al funcionario enamorado un paisano de Cantavieja. Y ahí empieza una nueva historia. La busca, la encuentra, la besa, se amarán en vano. Y no les aventuro ni un fragmento del desenlace. Las fotos de Patricio Julve obran el primer milagro del libro.
Ah, pero ¿quién es exactamente Patricio Julve? ¿Cómo es, quién lo ha visto, quién lo recuerda, dónde ha nacido, cuánto tiempo anduvo por el Maestrazgo, dónde murió, qué cámaras usaba? El libro nos va a seguir dando nuevos indicios, aunque la atmósfera es imprecisa, parece atrapada en el dilatado abanico del tiempo. En otro cuento se nos dice que era ciego del ojo izquierdo y cojo de una pierna, que tenía una bicicleta semiautomática, adquirida en París, y que a veces se hacía acompañar por acémilas. También viajaba en el microbús “Caimán”, que serpenteaba a tumbos las ariscas serranías del Maestrazgo: Ejulve, Montoro, Pitarque, Villarluengo, La Cañada, etc. Poco a poco, en medio de una nebulosa atmósfera, insisto, se iban sabiendo más cosas de Patricio Julve: parecía tener una edad intemporal y ser más que un ser de carne y hueso una sombra. Por ejemplo, sabemos que le encargaron a principios de la posguerra –el encargo bien podría habérselo hecho el cartero del pueblo- que tomase fotos de la Casa del Bayle, en la cual había morado Cabrera durante la I Guerra Carlista: la cama con dosel, los cuadros, la cocina, las vigas del techo que se vendían como madera para Valencia, algunas capas que dejó. Uno de los que habrían sido de los mejores amigos de Patricio Julve, Juan Balfagón, se prestaba a jugar a la ficción y dijo: “Nunca he sabido del todo si era un hombre o una aparición”.
Por aquellos días, el realizador Ken Loach se desplazó al Maestrazgo, en concreto a Mirambel, Cantavieja y Morella, para rodar “Tierra y libertad”. Se comportó como un hombre educado y afable, extraño, vegetariano y un tanto impredecible. Los actores y las actrices copulaban por la noche y algunos perdían su ropa interior en camas ajenas, incluso recibían llamadas de sus maridos o esposas mientras navegaban otra piel. Eso sí, sólo sabían el guión que debían interpretar unas horas antes de trasladarse al lugar de rodaje.
Bien, pues bromas aparte, un día pensé que sería bonito que Ken Loach, un tipo de carne y hueso, conocido por todos, real como las piedras del Maestrazgo, premio “César” a la mejor película por “Tierra y libertad” un tiempo después, hubiese interrumpido el rodaje durante unos días porque se quedó sojuzgado con una serie de fotos que hay en las paredes del hotel Balfagón donde pernoctaba. Eran fotos de las fiestas, del toro de fuego, del tiro de la cuerda, del juego de la morra, de la verbena amenizada por una orquesta en la que cantaba la niña Irene Berbegal, de la pirotecnia. Se quedó hechizado y preguntó al dueño del hotel de quién eran las fotos. De Patricio Julve, claro. “Who is Patricio Julve?”, inquirió Loach. Mariano Balfagón, joven, no sabía casi nada de él ni nadie. Y Ken Loach inició sus propias pesquisas: buscó de masía en masía, revolvió Roma con Santiago, encontró más fotos y pudo ensanchar un poco la biografía de Patricio Julve: era de Zaragoza, tenía su estudio cerca de San Juan de los Panetes, había descubierto la fotografía casi de niño, había trabajado con Juan Mora Insa (que curiosamente era cojo de una pierna), un fotógrafo documentalista de Aragón, y era un experto en arte postal y había estado en París donde había conocido a Eugene Atget. El relato que contaba toda esta historia se llama “El hombre invisible” y cierra el libro con lo cual podríamos tener la sensación de que cada cuento o cada personaje o cada situación son las fotos de Patricio Julve, que cobran vida. O eso me dijeron. Un historiador aragonés de la fotografía, que no fue Antonio Ansón, me escribió: “No conocía a ese fotógrafo. Es sensacional. ¿Has pensado en organizarle una exposición?”. Los críticos literarios decían casi siempre que el mejor personaje del libro, el más real, era Patricio Julve.
Patricio Julve ya ha saltado a otros libros e incluso ha aparecido, no sé si por arte de magia o por los prodigios de la impostura literaria, en otros libros míos: “Los seres invisibles”, “El álbum del solitario” o, estos mismos días, en “El Maestrazgo. La invención de una belleza sobrenatural”, volumen en el cual le escribe una carta a un fotógrafo completamente real: Kim Castells. Artista de la luz y del paisaje. Patricio Julve, que lleva mucho más de medio siglo dando tumbos de aquí para allá, más bien de manera inadvertida, le cuenta a Castells los secretos de la abrupta y ruda naturaleza, e incluso le revela una nueva historia de amor. De todos es sabido que un retrato de mujer, desnuda, semidesnuda o vestida, en el fondo tiene algo de episodio de contemplación amoroso, de intercambio erótico entre el ojo que la mira, y que tal vez acabe deseándola, y la piel de la beldad. Julve, lo confiesa, se prenda de esa belleza que se le ofrece a veces un tanto perversamente y quiera captarla para siempre. El fotógrafo es un señor que otorga una vida inmortal, que devuelve a sus seres a la vida y a la memoria incluso después de muertos.

Vayamos a explicarles otras claves sobre Patricio Julve. Cuando lo inventé yo tenía en la cabeza a muchos fotógrafos. A muchos. A Julia Margaret Cameron, a tantos fotógrafos ambulantes anónimos que convertían el acto de retratar en una ceremonia esencial que alteraba la existencia cotidiana de las gentes o de los lugares. Hace poco se publicaba un bellísimo catálogo del artista gallego Virxilio Vieitez, comparado por cierto con August Sander de inmediato, donde se ponía de manifiesto ese ritual: la gente vestida de fiesta para un acto excepcional que trabajaba en la consumación de la memoria. La fotografía es un hecho físico y químico contra el olvido.
Pero los modelos directos que tenía en la cabeza para crear a Patricio Julve no eran tan célebres. Pensé en un modesto fotógrafo local, Juan Mora Insa, cojo, que tenía una bicicleta semiautomática que le permitía acceder a lugares insospechados por su altitud. Mora ha captado todo el paisaje aragonés y sobre todo el patrimonio, y nos ha legado un prodigioso archivo. Y pensé en otro fotógrafo que conocía por sus fotos, pero no en persona. Se trataba del fotógrafo de prensa, nacido en un pueblecito de Teruel, Gerardo Sancho, que inició su carrera en “Heraldo de Aragón”. Entró a trabajar en 1926 con Marín Chivite y con Francisco Martínez Gascón, en un tiempo en que el periódico acababa de perder a otro fotógrafo, un tal Cepero, que había sido asesinado por un marido traicionado. Cepero se entendía con la esposa de un paisano, éste vino y le pegó un tiro. Gerardo Sancho me reveló el día que le conocí que él nunca había visto nada, ya desde niño, del ojo derecho (estuve con él hace una semana y me anunció que muy poco del derecho también) y me narró miles de anécdotas de más de medio siglo de fotografía. Un día vinieron Durruti y Ascaso, en 1934, para que fotografiase a los muertos y heridos que había habido en un accidente de un camión de anarquistas en el puerto de Paniza; otro día me contaba la ya conocida anécdota de una foto que le hizo a Eva Duarte de Perón en el Pilar: la mujer se acuclilló, un canónigo asomó la cabeza y un efecto óptico en la reproducción dio a entender que la primera dama mostraba el culo. El escándalo fue mayúsculo. A la mañana siguiente, Evita, “la madrina de los descamisados”, estaba indignada: Gerardo Sancho –que ha recogido esa foto en un libro que se titula “El ojo del cíclope”- fue a verla al monasterio de Cogullada con la foto. La señora, aquella falsa rubia que era un mito nacional, lo recibió de uñas. Dice él que “parecía una cualquiera”. Se la mostró, le explicó y ella lo entendió, sonrió, y se quedó con la foto. Le dijo que se lo había dicho a Perón y que volvería a llamarlo para explicarle el error. Gerardo Sancho también hizo las últimas fotos de Carmen Amaya y tomó aquella espeluznante toma de una cogida casi mortal de Jaime Ostos en Tarazona, en los años 60. Dice que le tomó varias instantáneas: que estaba amarillo y que salió tanta sangre de su cuerpo que llegó a casa con los zapatos encharcados.
El hecho de que Juan Mora Insa y Gerardo Sancho se hubieran conocido también me pareció un bonito detalle. Así que fundí varios elementos de ambos, de Sancho y Mora Insa, y nació Patricio Julve, que ya tiene vida propia.
Con él me ocurren muy peculiares. Un joven cineasta me ha dicho que quiere rodar la vida del fotógrafo, pero no en el Maestrazgo exactamente, sino en Nueva York, aunque he de confesarles que esa visita yo no la tenía contabilizada, no formaba parte de mis fantasías. Otro narrador como Miguel Mena ya lo ha metido también en una de sus ficciones y lo presenta como corresponsal de la Agencia EFE, algo que yo tampoco tenía previsto. Como se pueden imaginar, son dos ideas que voy a aprovechar para una biografía imaginaria como la que escribió Max Aub de Josep Torres Campaláns o de Luis Álvarez Petreña. A veces me mandan cosas a mi casa para él, y no pueden imaginarse qué problemas tengo en correos: hacen poco le mandaron una postal desde Madeira, en este caso venía firmada por el escritor Enrique Vila-Matas, y hace no demasiado tiempo recibimos un viejo manual de una cámara Roxetta dedicado por un coleccionista de libros de fotos para “Patricio Julve para su biblioteca particular de aventurero y estudioso de las cámaras fotográficas”. Como se habrán imaginado yo tenía una buena colección de libros de fotos, más de mil creo, pero ahora he abierto una sección de libros de características técnicas y de historias de máquinas, que tiene un curioso cartel: “Propiedad exclusiva de Patricio Julve”.

Pero lo más sorprendente me ocurrió hace un par de veranos en la Costa de la Muerte. Concretamente en Muxía, había un fotógrafo que también fue proyectista de cine, se llamaba Caamaño y estuvo aquí en Aragón: en Zaragoza, Huesca y Teruel. Revelaba en las trincheras protegido por la enramada. A este hombre que ponía su tenderete como si fuese un buhonero de las imágenes del pasado y del presente y junto a sus estampas de naufragios, romerías, fiestas y faros, se le podía oír mil y una historias porque tenía una memoria prodigiosa. Entre sus anécdotas contaba la historia de un fotógrafo aragonés, de Zaragoza, que había estado un par de meses o más por allí con el objeto de hacer fotos de algunos naufragios y de ballenas varadas en Galicia. Piensen que durante años en lugares como Caión o Cee y Corcubión se cazaban muchas ballenas. No se acordaba del nombre, ni a mi me importaba. “¿Dónde están sus fotos?”, le pregunté. Me dijo que quizá quedasen algunas en alguna cofradía y que un periódico, tal vez, “El ideal gallego”, había publicado en portada una de sus fotos y otras en páginas interiores.
Desde hace años trabajaba en un libro que se va a llamar “Marinos y mujeres”, que tal vez se publique el año que viene. Uno de sus personajes más significativos es Patricio Julve, que bien podría haber sido ese fotógrafo de ballenas y naufragios en la Costa de la Muerte. Bueno, que bien podría haber sido no, que fue.

De niño yo tenía un fotógrafo familiar o de comarca que se llama Castro. Manuel Castro a secas. Pero yo le he cambiado el nombre un poco y lo he hecho discípulo ocasional de Patricio Julve. En realidad fue Julve, el viajero Julve, quien le ayudó a decidir su vocación. Seara de Castro, que es un fotógrafo con vida propia en mi libro “El álbum del solitario”, estaba destinado al campo: vio pasar ante su casa al fotógrafo cojo, con sus acémilas cargadas, y le siguió. Hablaron, se hicieron amigos, él se convirtió en su colaborador y cicerone de los paisajes gallegos, y le cogió tanto gusto a la fotografía que aprendió el oficio y siguió durante un tiempo los pasos de Patricio Julve. Tanto los siguió que llegó a estar en Aragón y en abruptos parajes del Maestrazgo. Cumplido el aprendizaje, regresó a Galicia, a los paisajes próximos de la Costa de la Muerte y donde iba a tener sus aperos de labranza, instaló su taller. Su esposa Marica Doce se convirtió en su decoradora y su escenógrafa. El nombre de su estudio en una aldea de Arteixo, Campolongo, no deja lugar a equívocos: “Seara de Castro. El hombre y sus paisajes”.
No querría dilatarme en exceso en estas notas. Los fotógrafos me persiguen. Me persiguió Antonio “El Chepa”, que vivió y fotografíó, siempre desde la cama porque estaba inválido, en La Iglesuela del Cid. Alargaba su cuello, metía la cabeza en la caja de la cámara y advertía al retratado: “No te muevas que no te diviso”. Y me persigue Manuel Martín Mormeneo, que debe ser de procedencia gallega, de “una provincia con mar”, y tiene tres obsesiones centrales: le gusta redactar textos en primera persona (hace poco publicó una breve autobiografía suya, “Último tren para Sofía” en un cuadernillo de “Heraldo de Aragón”), realizar tomas de Zaragoza y de sus mudanzas urbanísticas, y captar los paisajes y las fiestas del Bajo Aragón. Residió durante diez años en Urrea de Gaén (Teruel), o eso se dice en los textos que he escrito sobre él, y ahora habita como una sombra invisible en Garrapinillos. Que ha impactado ya en algunas gentes es evidente: hace unos días, el erudito y bibliófilo y gran amigo José Luis Melero Rivas me hizo un regalo impagable. Se trata de una placa de cerámica de Muel que pone: “Manuel Martín Mormeneo. Fotógrafo de procesiones, bombos y tambores”. Espero que el fotógrafo me dé la oportunidad de entregárselo en persona en uno de sus instantes en que sale a la calle y se atreve a mirar para ver dentro de mis sueños.

4 comentarios

carlos -

Como asi se te ocurrió "patricio julve"?

blas broto -

También yo estoy interesado en saber qué fue de Martínez Gascón y de las fotos que hizo en Barbastro en el año 1938. Gracias

cristina -

Querido Antón, nunca he escrito nada en tu blog, pero lo sigo igual que sigo tus libros y tus programas. Esto es una llamada de socorro.
Estoy intentando averiguar algunas cosas sobre un fotógrafo que nombras a raíz de Patricio Julve, se trata de Francisco Martínez Gascón, y es posible que pudieras ayudarme. Si no te importa ¿puedes ponerte en contacto conmigo?

matilde -

No entiendo por qué nadie comentó nada de este texto tan fotográfico. A mí me encantó. Hace ya mucho tiempo que leí la historia de patricio Julve y casi no la recuerdo.Está aquí cerca de mí, en el estante de mi derecha pero está algo lejos en mi memoria. Una vez fui a escucharte en la presentación de uno de tus libros y te pregunté por la elección de la foto de Cualladó para la portada. Contaste una curiosa anécdota cuyo final no entendí hasta mucho tiempo más tarde. Yo también empecé a leer fotos con Cartier -Bresson pero, al contrario que a tí, Kim Castelles no me motiva demasiado. Sus fotos me parecen de "postal" o de compromiso económico. No les veo demasiada pasión.Quizás con la edad me he vuelto demasiado exigente. Últimamente disfruto mucho con Navia, perdón, quiero decir con sus fotos.