ILDEFONSO-MANUEL GIL: EL CIELO DE LA POESÍA
Ildefonso-Manuel Gil decía: Mi vida ha sido como la del niño de Cinema paradiso. Me gustaba el cine mudo y el teatro. Mi padre alquiló, con otros socios, el Teatro Cervantes de Daroca. Yo hacía teatro con un amigo, Luis Bobed, representábamos fragmentos de los libros de preceptiva literaria y cobrábamos la función a unos céntimos. Aquel periodo de su niñez en Daroca era como el cuento feliz del que no quería desembarazarse. Recordaba una y otra vez los tratos con los gitanos, las visitas al castillo, los relatos legendarios de moros y princesas encantadas, la revelación de la literatura, incluso de la pornográfica como La novela nocturna, y sobre todo la presencia de Victoria, su hermana mayor, con la cual hacía juegos de palabras, construían diccionarios portátiles y absurdos, y luego la oía tocar el piano. Otra emoción insustituible eran los paseos con su padre, farmacéutico, por la vega, entre los pinos y el paisaje. Daroca, que se estaba convirtiendo en una región literaria, quedaba atrás como una ciudad ocre e íntima, encerrada entre murallas y torreones altivos. Empardecía en los collados y los cazadores cantaban a lo lejos entre perros y un polvo de oro.
El estudiante de Escolapios se examinaba en Zaragoza. Hubo un momento en que, deslumbrado por Gabriel y Galán, Campoamor y Bécquer, decidió ser escritor. Leía la solapa de los libros o las notas de autor y comprobaba que muchos de ellos se habían licenciado en Derecho, así que optó por esa carrera, que simultanearía, ya en Madrid, con la de Filosofía y Letras. Muertos prematuramente su padre y Victoria, la familia (la madre, Ildefonso y su hermana Antonia, otro ángel tutelar y casi inadvertido de su existencia) se las apañó como pudo. El joven poeta publicó Borradores (1931), y se zambulló en aquella orgía de letras que era Madrid. Conoció a Jarnés, al que visitaba con frecuencia en su casa, y vivió de cerca su pasión clandestina y no correspondida por la novelista Rosa Arciniega, conoció a Rafael Alberti y María Teresa León, la mujer más bella de Madrid, en efecto, a Maruja Mallo, que había sido novia de Alberti, iba a serlo de Miguel Hernández y era la mujer que mejor maldecía de todo Madrid. Y conoció a Juan Ramón Jiménez, hipersensible y frágil, protegido como un niño asustado por su enfermera de amor, Zenobia. Y visitó a Pedro Salinas, que poseía en casa una jaula de oro y una colección enorme de discos de piedra.
Esos amigos y esa literatura en expansión abonaron su segundo libro: La voz cálida (1934). El escuálido muchacho de Paniza y Daroca ya no era un paleto deslumbrado por la Biblioteca Nacional. Vivir, hasta entonces, había sido un don, con algunas sombras, que le regaló experiencias, nuevos amigos (Seral y Casas, Ayala, Maravall, Mingote, Sender) una vocación para siempre e incluso amores locos. Siempre he sido muy enamoradizo. Mi fervor por la pasión nace de la felicidad que yo sentía en los enamoramientos.
Se marchó a Teruel como funcionario del Estado. Apenas llegó, estalló la Guerra Civil y fue encerrado en el Seminario bajo la amenaza incesante del fusilamiento, la suerte que corrieron tantos otros compañeros. El horror se instaló en su cerebro y en la piel como un estigma inevitable. Sobrevivió. Aquellos siete meses y diez días de incertidumbre reaparecerían una y otra vez en el insomnio y en la escritura. Regresó a Zaragoza y se reenganchó a la vida: dio clases en Santo Tomás, Sagrada Familia y particulares a deshoras, escribió manuales de literatura casi a medianoche en el café Niké, ayudó a un yugoslavo a traducir a Lorca, conoció a un sastre esperantista que le condujo a Pessoa, y fundó una familia: otro centro germinal de su existencia, que ahondó su visión de la añoranza y de la vitalidad. Pilar Carasol, una muchacha de instituto, 14 años más joven que él, venció la huella de todas las novias para ser la única novia, la musa de la luz. Ildefonso hizo otras muchas cosas: asentó su poesía, se descubrió narrador, ensayista, traductor de éxito de Camoens. Incluso fue administrador de Heraldo a la sombra de Pascual Martín Triep, periodista, fotógrafo y experto gastrónomo bajo el seudónimo de Fabio Mínimo.
En 1962, asumió otro riesgo: emprendió la aventura norteamericana en Nueva Jersey. Allí nacería Victoria, la quinta de sus hijos. Con esas maletas de viajero, regresó en 1985 a Zaragoza, Daroca, Paniza. En estos 17 largos años halló lo que había soñado: amigos (escritores jóvenes y veteranos), reconocimiento oficial, editores y lectores, cariño a espuertas, respeto, y multiplicó su producción literaria con Concierto al atardecer, con multitud de poemarios, uno de los más bellos fue Por no decir adiós, con sus memorias que aparecieron en Xordica: Un caballito de cartón y Vivos, muertos y otras apariciones. El cuento de su vida se cerró con un final feliz, hasta que, ya nonagenario, la muerte acudió a cerrarle los ojos. Por eso, entró sereno en el nuevo cielo y en la nueva tierra... Apenas, unos meses más tarde, Pilar Carasol, la musa de sus versos, la luz esencial de su lírica, acudió a su lado.
Han seguido apareciendo libros suyos: Borradores, La voz cálida, estudios sobre su poesía. Y ahora, las Prensas Universitarias de Zaragoza en su colección Larumbe ofrece en dos volúmenes su poesía completa.
El estudiante de Escolapios se examinaba en Zaragoza. Hubo un momento en que, deslumbrado por Gabriel y Galán, Campoamor y Bécquer, decidió ser escritor. Leía la solapa de los libros o las notas de autor y comprobaba que muchos de ellos se habían licenciado en Derecho, así que optó por esa carrera, que simultanearía, ya en Madrid, con la de Filosofía y Letras. Muertos prematuramente su padre y Victoria, la familia (la madre, Ildefonso y su hermana Antonia, otro ángel tutelar y casi inadvertido de su existencia) se las apañó como pudo. El joven poeta publicó Borradores (1931), y se zambulló en aquella orgía de letras que era Madrid. Conoció a Jarnés, al que visitaba con frecuencia en su casa, y vivió de cerca su pasión clandestina y no correspondida por la novelista Rosa Arciniega, conoció a Rafael Alberti y María Teresa León, la mujer más bella de Madrid, en efecto, a Maruja Mallo, que había sido novia de Alberti, iba a serlo de Miguel Hernández y era la mujer que mejor maldecía de todo Madrid. Y conoció a Juan Ramón Jiménez, hipersensible y frágil, protegido como un niño asustado por su enfermera de amor, Zenobia. Y visitó a Pedro Salinas, que poseía en casa una jaula de oro y una colección enorme de discos de piedra.
Esos amigos y esa literatura en expansión abonaron su segundo libro: La voz cálida (1934). El escuálido muchacho de Paniza y Daroca ya no era un paleto deslumbrado por la Biblioteca Nacional. Vivir, hasta entonces, había sido un don, con algunas sombras, que le regaló experiencias, nuevos amigos (Seral y Casas, Ayala, Maravall, Mingote, Sender) una vocación para siempre e incluso amores locos. Siempre he sido muy enamoradizo. Mi fervor por la pasión nace de la felicidad que yo sentía en los enamoramientos.
Se marchó a Teruel como funcionario del Estado. Apenas llegó, estalló la Guerra Civil y fue encerrado en el Seminario bajo la amenaza incesante del fusilamiento, la suerte que corrieron tantos otros compañeros. El horror se instaló en su cerebro y en la piel como un estigma inevitable. Sobrevivió. Aquellos siete meses y diez días de incertidumbre reaparecerían una y otra vez en el insomnio y en la escritura. Regresó a Zaragoza y se reenganchó a la vida: dio clases en Santo Tomás, Sagrada Familia y particulares a deshoras, escribió manuales de literatura casi a medianoche en el café Niké, ayudó a un yugoslavo a traducir a Lorca, conoció a un sastre esperantista que le condujo a Pessoa, y fundó una familia: otro centro germinal de su existencia, que ahondó su visión de la añoranza y de la vitalidad. Pilar Carasol, una muchacha de instituto, 14 años más joven que él, venció la huella de todas las novias para ser la única novia, la musa de la luz. Ildefonso hizo otras muchas cosas: asentó su poesía, se descubrió narrador, ensayista, traductor de éxito de Camoens. Incluso fue administrador de Heraldo a la sombra de Pascual Martín Triep, periodista, fotógrafo y experto gastrónomo bajo el seudónimo de Fabio Mínimo.
En 1962, asumió otro riesgo: emprendió la aventura norteamericana en Nueva Jersey. Allí nacería Victoria, la quinta de sus hijos. Con esas maletas de viajero, regresó en 1985 a Zaragoza, Daroca, Paniza. En estos 17 largos años halló lo que había soñado: amigos (escritores jóvenes y veteranos), reconocimiento oficial, editores y lectores, cariño a espuertas, respeto, y multiplicó su producción literaria con Concierto al atardecer, con multitud de poemarios, uno de los más bellos fue Por no decir adiós, con sus memorias que aparecieron en Xordica: Un caballito de cartón y Vivos, muertos y otras apariciones. El cuento de su vida se cerró con un final feliz, hasta que, ya nonagenario, la muerte acudió a cerrarle los ojos. Por eso, entró sereno en el nuevo cielo y en la nueva tierra... Apenas, unos meses más tarde, Pilar Carasol, la musa de sus versos, la luz esencial de su lírica, acudió a su lado.
Han seguido apareciendo libros suyos: Borradores, La voz cálida, estudios sobre su poesía. Y ahora, las Prensas Universitarias de Zaragoza en su colección Larumbe ofrece en dos volúmenes su poesía completa.
3 comentarios
Miguel Garcia -
Mª Dolores -
Mª Dolores Cerdá Sureda
Antonio PÉREZ MORTE -
Un HOMBRE con mayúsculas.