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Antón Castro

EVOCACIÓN DE JULIO ALEJANDRO CON EL MAR AL FONDO

EVOCACIÓN DE JULIO ALEJANDRO CON EL MAR AL FONDO

NOTAS PARA UN CENTENARIO / 6

 

 

Siempre recordaré la primera vez que vi a Julio Alejandro de Castro. Habíamos hablado varias veces por teléfono y tenía una imagen suya que había inmortalizado Rogelio Allepuz: con su barba de marinero, entre gris perla y bruna, y el porte señorial de alguien que volvía del mar. En el hotel Goya, con un jersey claro de algodón, muy cerca de su hermano Fernando, Julio parecía otro: aquel tío de América, cariñoso y suave, al que llevábamos media vida esperando. En cuanto se puso a hablar, llenó el aire de susurros, de sabiduría, de navíos y olores, y de añoranza sin pena. Lo recordaba todo: su niñez asombrada en Huesca y ante el Moncayo que parecía un gigante de piedra y pájaros, el muro que cercaba la vida secreta de los monjes de Veruela mientras caía la nieve, los encuentros de su padre y Antonio Machado en un vagón de tercera, la visita hacia 1932 al poeta en una casa más bien decrépita o humilde, de escaleras chirriantes, cuando fue a pedirle que le prologase su primer libro de versos La voz apasionada (1932). Recordaba, juraría que ante un refresco de naranja, cómo había descubierto el océano en San Sebastián, su posterior vocación de marinero, aquellos días en que se convirtió en lector con un fanal oculto bajo la frazada de las sábanas.

 

         Su vida, así narrada, dibujada aquí y allá en el aire con sus huesudas manos que acariciaban un bastón, parecía un canto épico. No le faltaba de nada: pasiones y anécdotas, en Madrid era conocido como Castro el Feo frente a un homónimo conocido por Castro el Guapo, al que las chicas dejaban de desear en cuanto abría la boca; rescates heroicos en Somosierra, nada menos que a manos de Indalecio Prieto, peligros de muerte en Filipinas o estampas de naufragios. Nada le gustaba más que contar cómo zozobró el Blas de Lezo II en la Costa de la Muerte y cómo fueron saliendo, uno tras otro, los diez o doce hijos del capitán. Y le entusiasmaba hablar de sus amigos: Vicente Sánchez o Agustín Sánchez Vidal, que acababa de prepararle la edición de Singladura. Ambos serían, en 1995, quienes sepultarían sus restos, primero en Veruela, junto al fantasma errante de Bécquer, y luego en el campo. Ese día, Rafael Azcona dejó de ser huraño y secreto, y le dijo adiós ante el Moncayo. Pero también serían amigos imborrables para él Alberto Sánchez, Luis Alegre, José María Gómez, Alfredo Castellón, David Trueba y tantos otros, a los que seguramente saludaría como a él le gustaba hacerlo: "Te quiero, cabrón".

 

         Entre sus grandes devociones había estado Luis Buñuel. Se conocieron en México hacia 1953. Ambos colaboraron en la adaptación de Cumbres borrascosas de Emily Brönte. Buñuel le dijo: "No quiero que haya ninguna escena de amor". La propuesta era sorprendente, pero desde entonces aprendió que el realizador tenía la facultad de leer un guión, repasarlo, hacerlo suyo y acabar dándole la vuelta como a un calcetín. La relación con él no era fácil. Julio Alejandro representaba la sensualidad, amaba los objetos, la alegría, los sentimientos, la intimidad femenina, y a Buñuel ese mundo luminoso le producía pudor o pavor, prefería ver los perros negros del alma: los miedos del sexo, de la fe, la guadaña amenazante de la muerte. Juntos colaboraron en películas capitales como Nazarín, Simón del desierto, Tristana, Viridiana y El ángel exterminador. Fue en Simón del desierto donde comprobó la afición de Buñuel a leer vidas de santos y la fascinación que ejercía sobre él la pierna, muerta y enterrada, de Miguel Pellicer. En Nazarín, recordaba Julio, las cosas no habían ido demasiado bien porque Buñuel empezó a padecer una violenta sordera que le incomunicaba con los demás. Contó la anécdota de Rita Macedo que se disfrazó de ramera con una ropa andrajosa, se maquilló espléndidamente, y fue a visitar a Buñuel para que le diese el papel; éste no pudo negarse ante la mujer y excepcional actriaz que acababa de ser reemplazada en el corazón de Carlos Fuentes por Jean Seberg.

 

         Tras aquel encuentro de 1989, hace ahora una década, se produjeron otros muchos: en Bulbuente, en Zaragoza y en Jávea, donde le visitÉ dos veces; la última exactamente una semana antes de su muerte. Era atento y cuidadoso: lo mismo explicaba la historia de sus camas de marinero, de aquellos mascarones y baúles que tenía, de sus cuadros chinos o de su loza antigua, y de sus mantones y joyas y objetos de escribir, adquiridos a los chamarileros y anticuarios, que recordaba el día de tu cumpleaños con la mejor tarta posible o un arroz a banda. O entretenía a los niños narrándoles historias de cazadores y tigres, hasta que se quedaba estupefacto cuando uno de ellos, que se le había resistido una y otra vez, le preguntaba: "¿Y quién les manda a los cazadores disparar a los tigres?". A los tres días, me llamó por teléfono para dictarme un poema titulado: “La perplejidad de Diego”.

 

         En aquella estancia de despedida, en su casa de Javea, Julio Alejandro siguió recomponiendo los versos de su poema épico: recordó su amistad con García Márquez y Juan Rulfo, describió los hermosos pies de Dolores del Río y la locura de amor de aquel amante rico que le llenaba el baño y el tálamo de gardenias. Su imaginación y su memoria parecían no acabarse nunca. Siempre extraía una teoría, una sentencia, un pensamiento poético, una receta gastronómica, era el hombre que se resistía al tedio, el fabulador insomne, el hombre bueno e irrepetible, aunque también padecía una soledad honda e irrespirable, la soledad del hombre de diez siglos que ha amado mucho y que mira a la muerte frente al manso oleaje: se levantaba a las cinco de la mañana, envuelto en un poncho, y salía a la terraza con sus "hermosos ojos de agua nublada". Abría un cuaderno y se ponía a escribir hasta que el sol levantisco le enceguecía los recuerdos.

 

*Portada de  la biografía que le ha dedicado el escritor José Antonio Román en la Biblioteca Aragonesa de Cultura.

 

2 comentarios

A.C. -

Es un genio absoluto. El jugador más esforzado de la historia de Aragón, magnífico gladiador de calidad, y ahora como entrenador. Dos títulos en un suspiro y el que está a punto de caer.

¡Viva Víctor Muñoz!

Anónimo -

Aragón, tierra de genios: Gracián, Goya, Chomón, Ramón y Cajal, Buñuel, Julio Alejandro, Miguel Labordeta, Carlos Lapetra, Perico Fernández, Conchita Martínez, Cani y Víctor Muñoz. ¿Por qué nadie dice que Víctor Muñoz es un genio?