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Antón Castro

HA MUERTO ANTONIO CALVO PEDRÓS*

HA MUERTO ANTONIO CALVO PEDRÓS*
-A ver, ¿de dónde le viene esa pasión por la fotografía?
-Desde muy joven. He sido un enamorado de la foto de siempre. Ha sido mi vida y mi obsesión, y ahora, jubilado ya, puedo cumplir un sueño: dedicarme a ordenar y recuperar mi archivo que tiene cientos de miles de negativos. Y sobre todo me gusta el reportaje: no me ha preocupado la foto artística, sino la viva, directa, aquella que sólo puedes hacer en un instante concreto, antes de preguntar, tal como vienen las cosas.
-Usted tenía un tío fotógrafo, ¿no?
-Sí, José Gómez. Era hermanastro de mi madre y tenía el Estudio El Portillo. Era un gran retocador, había trabajado con Jalón Ángel y con Guillermo Fatás Ojuel, pero él en realidad no condicionó mi vocación. A los catorce años entré en Casa Choliz y allí empezó todo.

-Háganos la panorámica:  descríbanos el lugar y su ocupación.
-Entré allí nada más salir del Seminario. Yo iba para cura, pero mi hermano mayor era paralítico y mi madre, viuda, tenía que estar siempre pendiente de él. Me di cuenta de que se necesitaba mi aportación: después del colegio, al principio, y del trabajo, luego, me iba a dar vueltas por el Mercado Central para comprar lo mejor y lo más barato. Dejé el Seminario porque me di cuenta de que podía hacer más por los demás y por mí mismo y que podía ser mejor persona que dentro.

-La panorámica es emocionante, pero no es la que le habíamos pedido...
-Voy. Casa Choliz estaba en el Coso 23. Era también perfumería y almacén de fotografía. Por allí vi pasar a todos los fotógrafos de la ciudad: Aurelio Grasa, Gil Marraco, Manuel Coyne, Fatás Ojuel, y a muchos de ellos les llevaba no sólo el papel fotográfico sino los cubos de fijador de hasta 50 litros con un carro de mano. Y entonces atrapé una hepatitis...-¿Y qué pasó?-El doctor Luis Olivares, que tenía su consulta en la calle Contamina, me dijo que tomara unas hierbas y además –me dijo: “será lo que más te aliviará”- me sugirió que fuese a ver el paso de la corriente del río Ebro todo el tiempo que pudiese. Y eso hacía, inmóvil y con los ojos puestos en el agua. Años después, el doctor Simón Marco, a quien le debo la vida, me dijo que no era una broma: los manuales de los 50 decían que eso era lo ideal.

-Ahora ese remedio resulta tan poético como inverosímil. ¿Seguimos?
-Permanecí unos diez años en Chóliz y creo que tenía fama de buen empleado. Jalón Ángel me ofreció una importante cantidad de dinero para contratarme y al final acepté, a pesar de que estaba muy agradecido a don Luis Chóliz Alcrudo. Me apreciaba mucho y me sugirió que me sacase el pasaporte: me pagó un curso de fotografía en color en París y otro de foto electrónica de aficionado.

-¿Cómo era Jalón Ángel?
-Una gran persona. Meticuloso, perfeccionista, de ésos que si no le gusta un carrete lo arroja por entero a la basura. Ya sabe que era el fotógrafo oficial de Franco: cada año o así iba al Pardo para renovar la foto de Franco y yo le acompañé algunas veces. Cargaba los focos, las cámaras, las películas. Tenía mucha confianza con Jalón Ángel y era correcto conmigo. A pesar de su voz aflautada, parecía que te mandaba como un general.

-¿Cuál fue su primera cámara?
-Una Kodak Retinete 1 A de paso universal. La compré de segunda mano por 1500 pesetas. En el estudio de Jalón Ángel aprendí a hacer buenas fotos de estudio, pero tenía tanto tanto trabajo –fotografiaba, revelaba, atendía a la gente en el nuevo estudio de Jalmy-, que apenas me quedaba tiempo ni para comer. Así que decidí montar mi estudio en el Picarral.

-¿Cómo le fue?
-Muy bien. Teníamos el estudio en mi propio piso: hacía carnets y retratos sin parar. Y además tenía una colaboración con las compañías aseguradoras: hacía 5 ó 6 siniestros al día. Y muy pronto empecé a colaborar en la prensa: en la revista “Oriéntese”, que salía los sábados, hacía reportajes gráficos y literarios: “Desfile de clubs”. Iba al campo, tomaba fotos y luego en el club me contaban la historia. A partir de entonces empecé a colaborar, siempre por libre, en todas los diarios de la ciudad: “Amanecer, “Zaragoza Deportiva”, “El Noticiero”, “Aragón Exprés”...

-¿No fue en ese vespertino dónde publicó su reportaje del incendio del Corona?
-Sí, sí. Me ocurrió una cosa muy curiosa: me llevaron de inmediato de la revista “Stern” para comprarme los negativos del reportaje. Me ofrecían lo que quisiera en dólares. Al final, les di dos carretes y me pagaron 200.000 pesetas. Ha sido el trabajo que mejor me han pagado.

-¿Cuáles son sus reportajes favoritos?
-El del secuestro de Quini. Me levantaron de la cama y fui a ver el zulo. Lo fotografíe desde arriba porque como estaba gordito no cabía dentro. A Quini, demacrado, con barba y el cabello desordenado, lo cogía en comisaría en el Paseo María Agustín. Y también me acuerdo del secuestro de Iglesias Puga. Llegamos a Trasmoz a las cuatro de la mañana con Daniel Llagüerri, y vi en un vasito, olvidada, la dentadura postiza del padre de Julio Iglesias. Le hice una foto; Llagüerri la lavó un poco y se la llevó a Madrid. Publicamos aquel reportaje en “Interviú”.

-Y de sus 30 años como fotógrafo del Real Zaragoza, ¿qué recuerda?
-Todo. El señorío de “Los Magníficos”; los “zaraguayos” de Ocampos y Arrúa, uno era como un niño grande y el otro más calculador; la noche mágica de Pelé en La Romareda: era un prodigio de amabilidad y de paciencia. O la Recopa en París: ibas por cualquier sitio y te encontrabas con aragoneses. Antes de que el Zaragoza ganase la final, los aragoneses ya habían conquistado Francia.

-El martes, en el palacio de Montemuzo, se inaugura una exposición antológica suya. Le han llamado “El reportero cómplice”. ¿Qué le parece?

-Precioso. He intentado serlo.   

 

2

Antonio Calvo Pedrós vivía a orillas del río Ebro. A los quince años ingresó como ayudante de fotografía en Casa Chóliz, atendía los pedidos de Aurelio Grasa y casi a la par se le descubrió una hepatitis crónica. El doctor Olivares le daba un consejo que venía en los manuales de Medicina: “Acérquese hasta el Ebro y mire cómo corre el agua. Eso le aliviará”. Más tarde ingresó en el estudio de Jalón Ángel, que le enviaría a París para que aprendiese fotografía eléctrica y al que acompañaba a El Pardo para retratar a Franco. Ya entonces había observado Antonio que el fútbol base estaba muy abandonado, que apenas había reporteros gráficos que perdiesen en tiempo en esos barrizales o en esos partidos épicos de las categorías inferiores. El momento mágico de esa difusión llegó con la sección “Desfile de clubs” que hacía en la contraportada de “Oriéntese”.

Cada vez que pisaba un campo, con su cuerpo menudo, sus pesadas cámaras y su ojo centinela, se producía una gran alegría: tarde o temprano, ese equipo aparecía con su presidente, su entrenador y su plantilla al completo en las páginas de la revista. Era la fiesta de los humildes. El fútbol se convirtió en la pasión de su vida. Inauguró su propio estudio propio y colaboró con todos los medios aragoneses. Hace algo más de 30 años se convirtió en el fotógrafo oficial del Real Zaragoza. Su carrera empezó con el esplendor de “Los Magníficos”. Su cámara ha captado a una patrulla de futbolistas de leyenda: Lapetra y Violeta, que le han dejado una huella imborrable, pero también Nino Arrúa, Carlos Diarte, García Castany, Barbas. En realidad, a todos: los artistas, los fajadores, los buenos profesionales, la rabiosa fe del zaragocismo. Entre los miles y miles de instantáneas que conserva, siempre recordará las que le hizo a Edson Arantes do Nascimento, Pelé, “humilde, sencillo y amable” en aquella noche épica en que Iselín Santos Ovejero derribó el travesaño.

Calvo Pedrós, zaragocista hasta la médula, siempre recordará el mayor momento de felicidad de su carrera: aquel diez de mayo en que los aragoneses tomaron París, primero en las calles, y luego en el estadio ante el Arsenal en la noche inolvidable en que Nayim soñó el gol del siglo. Aquel día, suele decir, Aragón conquistó París. Ahora, Calvo Pedrós reposa y ordena sus archivos de todo: de fútbol, de calles, de toreros, de futbolistas, del Plata, del Tubo, del Oasis, de actores y actrices. Ha sido el reportero cómplice, bondadoso, que jamás robó una foto, y que nos enseñó a todos a mirar el deporte como un bien necesario, como una forma de convivencia y de belleza.

 3

 Una de las cosas que más me gusta es conducir. Y, en concreto, conducir hacia Huesca, bajo la claridad de sus cielos, entre el llano y la montaña. Sin dejar el volante, sin dejar de mirar la luminosa transparencia, no dejo de hacer fotos mentalmente: aquel verde, aquella ermita que cuelga del monte, una casa cerrada con un muro de piedra coronado de hiedra, y siempre, siempre, la fuerza del celaje que anda a tumbos sobre las colinas. Aquella mañana llevaba compañía: Antonio Calvo Pedrós y su mujer Rosa. A Antonio lo entrevisté en varias ocasiones, tomo café con él algunas mañanas y habría dicho que lo sabía todo de él. Además de conducir, y de los placeres habituales, me fascina oír historias. Me encanta asistir a esa representación oral: el otro, el que cuenta, arma un discurso, levanta un mundo, desgrana un puñado de sensaciones y de recuerdos que son como una terapia o como una invitación al sueño. Y aquella mañana, Antonio estaba dispuesto a contarlo todo.
             Contó que había sido seminarista, que tuvo un hermano gravemente enfermo, que había formado varias compañías de teatro amateur y que, durante uno de los ensayos, se enamoró irremediablemente de una de las actrices: la misma mujer menuda que venía en el asiento de atrás, la mujer de agua y tenacidad que hubo de suplantarlo muchas veces en el estudio cuando él andaba de aquí para allá con un reportaje entre las cejas. Y contó, sobre todo, algo que me pareció espeluznante: el relato de su padre, que tenía tres carreras, que fue herido en el frente de Belchite, atrapado y trasladado más tarde a Codo, donde sería fusilado. Era asistente del general Varela y tal vez el único de su familia que pertenecía al bando nacional. Tenía treinta años y se había casado con un modista muy guapa. Cuando le anunciaron su muerte, la mujer, para lograr una pensión de viudedad, hubo de reconocer el cadáver. Le  enseñaban un día y otro día un montón de cuerpos acribillados, que a veces se completaban con extremidades ajenas. Tenía una cuñada que, ante aquella experiencia espantosa, le rogaba que dijese que era uno cualquiera. Ella se negaba una y otra vez, y seguía revisando los cadáveres. Al final pudo decir: “Éste es el cadáver de mi marido”. Le preguntaron por qué lo había reconocido y contestó: “Porque lleva las iniciales de su nombre en el calzoncillo, que yo mismo le bordé”.


             Reinaba un extraño clima de emoción y dolor. Pero en Huesca nos esperaba la felicidad. Por allí andaban maestros de la fotografía como Jordi Cotrina, autor de un magnífico libro sobre el Barcelona del “dream team”, y Antonio Espejo, un espléndido fotógrafo de “El País”, cuyas fotos había utilizado yo años atrás en los tiempos del suplemento “Imán” de “El Día de Aragón”. Recuerdo sus retratos de Juan Benet y Juan José Millás, especialmente. Me gustó el cariño con que trataron a Antonio, reconocían que él poseía un archivo increíble de documentalista de la realidad y que era un hombre que se había atrevido a mirar la vida sin ostentación alguna. Y cuando se inauguró la muestra “Antonio Calvo Pedrós. El temblor de la realidad”, Antonio habló lo justo, con una timidez absoluta. Optó por comentar las fotos casi en privado. Y entre ellas, en aquella fiesta del periodismo digital de Huesca, estaba una de Belchite, el pueblo que había retratado en múltiples de ocasiones en recuerdo a su padre. Era la única foto con alguna voluntad artística, talvez. Antonio Calvo Pedrós se quedó parado un momento ante ella y pensó en su padre, al que apenas llegó a conocer. Su padre, el soldado, el abogado, el intelectual, invisible a los ojos, seguía allí.

*En este momento, la 1.28 de la mañana, no puedo escribir nada. Mañana a las siete de la mañana salgo hacia Albarracín, pero cuelgo aquí esta entrevista con Antonio porque siempre me pareció conmovedora y entrañable. Él era un hombre bueno y entrañable. Y también cuelgo otros dos textos. Desde aquí le envío un infinito abrazo a su mujer Rosa y a toda su familia, que en el fondo lo éramos casi todos. Adiós, Antonio. La foto es de Fernando García Mongay y está tomada en la calle Cádiz. En el bar Trafalgar, Antonio Calvo Pedrós formaba la tertulia de "Los Magníficos".

8 comentarios

Magda -

Hola, soy Magda, la sobrina de Alfonso y Lola (la hija de Pili), estoy conmovida por la muerte de Antonio. Lo apreciaba, le tenia mucho cariño, el mismo que recibido yo de él y de ti Rosa. La ultima vez que os vi, cuando nació mi hijo. Ya estaba malito y todavía vinoa verme.....luego he ido sabiendo de su salud por la familia.
Ha descansado él, habéis descansado todos.

Muchos besos y abrazos para ti Rosa.

A Rosa y a la familia -

Un abrazo infinito y todo mi cariño. Sentí mucho no poder asistir al sepelio de Antonio, pero tengo de él el bello recuerdo de una tarde de sábado.
Mil gracias. Antón

FAMILIA DE CALVO PEDROS -

Desde este espacio queremos agradecer a todas las personas que tanto aquí como en otros medios os habéis hecho eco de nuestro querido Antonio.

Muchas gracias de verdad a todos, estamos conmovidos por tantas atenciones y elogios hacia él y las recibimos con el mismo agrado que el las hubiese recibido, ójala allí donde esté nos pueda ver, escuchar y como no leer.

Un abrazo sincero a todos.

Antón -

Querido Chorche:

Sabes que tienes toda mi confianza y mi cariño.

Todo lo que tú hagas estará bien.

Un abrazo

Chorche -

He colgado en www.purnas.com el vídeo que hice para Aragón Televisión sobre la muerte de Antonio Calvo Pedrós.

http://purnasenozierzo.blogia.com/2006/051201-el-reportero-complice.-antonio-calvo-pedros.php

Chorche -

Hoy me han encargado una necrológica de Antonio Calvo. No le conocí personalmente, así qeu he aprovechado lo que he leido de quien le habíais conocido. Si puedo colgaré el pequeño homenaje que le hemos hecho en Aragón Televisión.

Mario -

Al saberlo he leído todo lo que habías publicado aquí o en otras ventanas sobre el grandísimo Antonio. Lo mejor de Antonio es que aparece en todas las leyendas y recuerdos que uno pueda tener relacionados con esta ciudad y, desde luego, con el fútbol. Ya he contado alguna vez las tardes en que mi padre me llevaba al fútbol en los años setenta, los de los Zaraguayos, que fueron estrictamente el primer equipo del Zaragoza que aprendí a admirar y disfrutar, el primero que recuerdo con cierta nitidez. Premonitoriamente me gustaban sobre todo las noches de Copa porque lo más fascinante de ir a La Romareda era descubrir el verdísimo rectángulo iluminado, como una visión soñada. Una vez hasta bajé, abrí la puertecita de la valla, y veloz me puse un instante ante la portería. Nada más entrar al campo, mientras mi padre compraba almohadillas, yo corría a ver el césped. Ahí estaba siempre Antonio, reuniendo jugadores en parejas, tríos o en solitario, para retratarlos. Con el pecho sembrado de cámaras: "Usaba tres para luego vender las fotos a diferentes periódicos", le he visto contar en alguna entrevista. Con los años conocí al hombre, porque Antonio nos dio a todos la oportunidad de conocerle y tratarlo, y nos otorgó el regalo de una fotografía suya. Yo guardo tres: una de Pelé con Arrúa en La Romareda, otra del joven Maradona con Boca Juniors en aquel amistoso veraniego. Y sobre todo, una con mi sobrina en brazos de Xavi Aguado, la primera vez que llevamos a Alicia a La Romareda para que viera ese verde mágico de los campos de fútbol, de nuestro campo de fútbol. Yo ignoraba que la hubiera hecho. Me la trajo al Heraldo en un sobre sepia, una tarde. La escena, que para nosotros había tenido el valor de un rito tradicional de inicio, también la había retratado Antonio. Era, si se permite la metáfora, el dios fotógrafo de las pequeñas cosas. Descanse en paz.

Marga -

Nos has dejado una persona amable, cariñosa, cordial con todo el mundo.
Antonio ha sido una persona que será dificil de olvidar.
Hasta siempre.