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Antón Castro

PILAR MORÉ EXPONE EN EL PALACIO DE MONTEMUZO

LOS LUGARES MENTALES Y EL ALMA DE LA TIERRA 

Pilar Moré se reinventa a diario. No tiene un único estilo: tiene muchos. Es inconformista, irreductible, es antidogmática. Se entrega a la materia y oye sus latidos, oye su mensaje –el temblor íntimo de la cosas, sus voces inefables- y se lanza a la aventura. Todo empieza en la intuición, en el deseo de hacer y de mancharse con una parsimonia dulce, matizada, bajo una claridad que se filtra por una ventana abierta al mundo como un resplandor. Es capaz de desarrollar una poética constante del collage, vinculada a la idea de juego, de excursión creativa y lúdica; es capaz de ofrecerse en una abstracción contundente en la forma y en el uso del color; es capaz de realizar series donde domina el negro, o el blanco, o los ocres y tierras, y pasarse semanas, meses, explorando su luz interior, sus rasgos, creciendo íntimamente en el vértigo de la geometría. Posee una inclinación especial hacia los objetos: los encuentra, los mira un instante, y se le ocurren cosas: rostros, figuras completas, esculturas, sueños, arrebatos de un arte entre primitivo y bruto, y a la vez refinado, lleno de sugestión y de hechizos. Una simple mirada a su taller, a sus repisas, lo dice casi todo: ahí están, con su potencia inmediata, sus criaturas. Evocan un tiempo de trabajo e inventiva, te hacen imaginar la soledad del artista desgranándose el corazón y las manos, tramando un nuevo ser para la materia que adquiere de inmediato otra vida.        

Pilar Moré está en cada pieza de su taller. Está en las fotos espléndidas que le tomó Joaquín Alcón. Está en sus polípticos, en sus pequeños cuadros, que tienen algo de cuadernos de creación, en los bocetos que afirman la vocación de la pintora. Y está en otros tesoros de la imaginación: su pasión por los libros. Pilar Moré es una soñadora de libros imposibles o de libros únicos: hay diarios de artista, anotados con aforismos y poemas; hay libros de artista que son una acumulación de variaciones sobre líneas; hay libros de artistas que son como caligrafías inextricables, bosquejos, tentativas, delirios. Hay diseño, alegría, sentido del enredo más hermoso.
        

Ahora Pilar Moré presenta una selección de sus pasteles. Esa palabra parece estar contaminada de levedad, de candidez, de delicadeza suma y tal vez blanda. Pero aquí ocurre todo lo contrario: estos pasteles llaman la atención por su contundencia, por su expresividad, por su tensión cromática, por la energía casi indomable que irradian. La técnica será la del pastel, pero los cuadros respiran y traspiran texturas, expresionismo, campos de color (terrosos o pardos, azules, rojos, verdes), expansión de sentimientos y sensaciones. Equilibrio. Hay una suavidad buscada y elegante, un mar en calma transitoria, hay paisajes crepusculares que han sido soñados por Pilar Moré, casi como espejismos, como lugares mentales, entre el desierto y la ciudad vencida al atardecer. Pero también hay otras obras que reflejan la pasión de Pilar por la naturaleza: esos territorios que evocan paraísos de cereal con sus gamas de color, expandido hacia lontananza en oleadas de cierzo o de viento que peina y despeina los trigales.

        
En casi todas estas obras, tocadas allí y allá de rayas negras, existe una constante, que es a la vez un enigma: siempre hay como una espiral homogénea que se repite en el pastel. Esa espiral parece hablarnos de la propia evolución de Pilar, de su obra en marcha, quizá de la órbita lunar que anda por ahí como una presencia invisible que arroja sus calculadas luces, y parece hablarnos de danza, del movimiento. Pilar Moré, esta mujer habitada por la sigilosa quimera de ser ella misma y otra a la vez casi a cada instante, está en movimiento constante: baila con el arte y se funde con él en esa melodía perfecta que conforman el creador y la obra.  

*Pilar Moré (Fraga, 1940) expone una selección de su espléndida obra en papel y de sus libros de artista en el Palacio de Montemuzo. Este texto forma parte de un catálogo en el que escriben Rafael Ordóñez Fernández y Jaime Esaín.

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