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Antón Castro

LA MEMORIA DE PUSKAS

LA MEMORIA DE PUSKAS

Dicen que Ferenc Puskas yace una cama de Budapest, internado, preso de una extraña enfermedad que le arrebata, hora a hora, la memoria: habrá un momento --aseguran-- en que no reconocerá a los más íntimos, a muchos ya no los reconoce, y se olvidará para siempre de quien ha sido, de lo que ha hecho en el fútbol que fue su única vida.        

Habrá un instante, teme su esposa Elizabeth, que ya no recuerde que aprendió a andar y a jugar al fútbol casi a la vez, que de niño veneraba a su padre, un modesto jugador que además fue su inspiración y su maestro. Con apenas 18 años, debutó en el mítico Honved y en la selección húngara, quizá los mejores equipos de todos los tiempos a los que le faltó la ratificación mundial; el Honved lo ganó todo en un tiempo en que no existía la Copa de Europa y la selección magiar fue campeona olímpica en Helsinki en 1952, pero fracasó en Suiza en 1954, en la final ante Alemania, a la que habían vapuleado en la fase previa por 8--3. En el partido de la verdad, los húngaros se adelantaron con dos goles, pero Otto Rahn y los suyos acabaron dándole la vuelta al choque. Fue la gran tragedia de aquel elenco imposible que anticipó el fútbol total antes de la aparición de Cruyff y la naranja mecánica, que Puskas (capitán del conjunto, jugó lesionado) justificó así: "Perdimos por exceso de confianza". Con él formaban auténticas e inolvidables estrellas como Bozsik, el medio centro, y los delanteros Kocsis, Czibor, que acabarían en el Barcelona, Zacharias y el extraordinario Hidegkuti.
        

La invasión soviética de 1956 cogió al Honved de gira. Muchos jugadores ya no regresaron. Y Puskas tampoco. Un par de años después, con 31 años y quince kilos de más, fichó por el Real Madrid. Nadie entendió ese fichaje; decían que se trataba de un jugador acabado. Nada más lejos de la verdad: Puskas seguía siendo un formidable interior. Corría lo justo (su máxima era: "el que debe correr es el balón"), pero se hinchó de marcar goles con su zurda impresionante. Logró tres Copas de Europa con el Madrid, en sus dos primeras temporadas y en la del adiós, 65/66, cuando ya había cedido el puesto a Manolo Velázquez, y fue el héroe de varias finales memorables como aquella ante el Eintranch de Francfort la del año 60 en que los blancos vencieron por 7 a 3 y Puskas marcó nada menos que cuatro goles. Algunos expertos consideran que ese es el mejor partido de todos los tiempos. O una posterior ante el Benfica de Torres, Coluna, Simoes y Eusebio; ganaron los lusos 5--3, y los tres goles blancos lo logró Puskas. Otro de sus méritos: fue pichichi de la Liga española en cuatro ocasiones.
        

Estuvo considerado el mejor jugador del mundo durante dos o tres campañas, en medio del ocaso de Di Stefano y la aparición de Pelé; participó en cuatro partidos con la selección española, y en todo momento demostró hambre de fútbol. Fue un futbolista sin edad. Jugaba con una sencillez inverosímil, con el pantalón hundido y una inteligencia apabullante: todo lo hacía fácil, como si en su pierna y en su cerebro hubiese un resorte de magia o un plus invisible de fantasía. De su bota partía no un balón de cuero, sino un obús, un fogonazo de asombro, y su lentitud sólo era aparente: maniobraba como una centella o como un tigre que vuelve de súbito de la siesta.
        

El otro día fueron a verlo Amancio y Di Stefano, el hombre con quien se entendía a la perfección. Puskas tuvo un reflejo instantáneo y, atrapado en la niebla del tiempo, reconoció al mejor nueve con el que jugó y se fundieron en un abrazo infinito y emocionante, un abrazo que sólo vieron el extremo gallego de los 60 y Elizabeth. Aquella mujer que logró huir de Budapest y encontrarse con su marido en Viena en 1956 entendió mejor que nadie qué significaba ese encuentro antes de que llegue la desmemoria total: allí estaban dos genios, dos amigos, dos cómplices del sueño, dos astros para la eternidad.
        

Quizá por eso lloró. Y lloró también porque Ferenc Puskas Biro dentro de unos meses tampoco podrá recordar quién fue Di Stefano, aquella saeta de clase y furia que le bautizó como Cañoncito Pum y como Pancho.
  

[Hace algunos años, cuando se descubrió la enfermedad de Puskas, escribí este artículo sobre él. Como lo sustancial sigue estando vigente, rescato esta pieza. Y añado unos versos de Vicente Pascual Rodrigo: "Dicen que eres oscura, // ¡ay, muerte! -eso dicen algunos. // Pero es en ti // que los amantes se encuentran // temblorosos". Dicen que ésta fue una de las mejores delanteras del mundo: Kopa, Rial, Di Stefano, Puskas y Gento] 

 

2 comentarios

susolista -

Ola Don Antón: Moitos parabens, po-lo nacemento de eses contos, que de seguro van a facer que os lectores viaxen no sentido, sin necesidade de moverse das suas casas. Xa teño ganas de telo na miña biblioteca, pero dedicado, je je. Hoxe publican na Voz de Galicia, ese artículo que tes no post. De novo os meus parabens, e moitos bicos.

Fernando -

Fútbol de leyenda, sueños...como todo lo bueno queda enmarcado...tendrás que contar tus sensaciones en la ciudad grande...abrazos