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Antón Castro

HISTORIA DE UN ESPERANTISTA Y PASAJERO DEL STANBROOK

HISTORIA DE UN ESPERANTISTA Y PASAJERO DEL STANBROOK

 LAS VIDAS DE ANTONIO MARCO BOTELLA 

Antonio Marco Botella necesitaría una segunda vida: compraría meses y años, y sería capaz de hacer un pacto con el diablo para que le devolviese la memoria. Día a día, por la obstrucción de la venas carótidas, acusa su pérdida. Le cuesta recordar ya el nombre o el rostro de aquel profesor argelino que le habló, en un campo de concentración, del imperio desvanecido de Al-Andalus. Para combatir los estragos del tiempo se levanta temprano, y se sienta ante el ordenador: apura sus memorias, traduce poemas al esperanto o vierte el volumen “Lirikaj perloj de Al-Andalus” al castellano. Por la tarde pasea, escribe de nuevo y hace crucigramas en su estudio ante los cuadros de su mujer Pilar Gayarre.         

Nació en 1921 en Callosa de Segura (Alicante), una población industrial de quince mil habitantes, famosa por el cáñamo y el lino que recogía. Allí trabaja todo el mundo y a destajo: desde las cinco de la mañana hasta la diez de la mañana. Antonio conserva varias imágenes: los niños, a partir de los seis años, ya empezaban a hilar ante sus padres, envueltos con un fajo de cáñamo, con el cual se hacían las redes de pescar; corría el dinero a espuertas y abundaban los cafés, las tabernas, los individuos inclinados a la aventura. Al principio, el joven, segundo hijo de un modesto empresario de rastrilladores de cáñamo, iba a un colegio privado, denegrido y sucio, habitado por cucarachas y piojos, en el que le obligaban a cantar el Padrenuestro. Luego, ante la pujanza de los colegios krausistas, Primo de Rivera se sacó de la manga las Escuelas Graduadas; Antonio acudió a la recién creada en Callosa y allí atisbó “por primera vez la modernidad: por la calidad de los profesores, por la arquitectura misma del recinto, luminoso, de paredes blancas, y por los métodos de la enseñanza. Recuerdo que nos explicaban la historia de los árabes, por ejemplo, a través del castillo de la localidad”.
 El muchacho perdía la cabeza por el fútbol y los juegos de “palomas y gavilanes” y el marro. Aunque lo que le hacía soñar eran las películas de cine mudo con narrador: la entrada costaba quince céntimos y se proyectaban obras por episodios, “el héroe nos dejaba hasta el domingo siguiente a punto de morirse. Nos pasábamos la semana entera en vilo”. Antonio tenía otra pasión: la prensa, las revistas, el papel escrito. Observó que el lugar donde siempre los había eran las barberías: le pidió a su padre que le dejase entrar de aprendiz en un local con el único objeto de estar cerca de la información, de las fotos.         

Cuando aún no había salido de la adolescencia del todo, estalló la Guerra Civil. Ya había visto, con sus voraces ojos, que se vivía bajo un estado anímico político muy encendido. En una ocasión se había organizado una huelga bastante salvaje durante 40 días: no se dejaba trabajar a nadie, las tiendas se vaciaron de inmediato y se pasó hambre y necesidad. “Los chicos nos íbamos a las huertas a robar naranjas y manzanas”. Aquella realidad violenta reapareció el 18 de julio de 1936; en 1938, tuvo que incorporarse a filas del ejército republicano, que era el suyo, al Frente de Levante. En poco más de dos semanas vio el horror de cerca: la muerte de compañeros o el poderío armamentístico del ejército de Franco. “Tenía muchas más armas que nosotros y disparaban con locura: aquello era un infierno y una locura”.
 A él y a muchos compañeros, que ya no vislumbraban esperanza, el país se desplomaba hacia el abismo del totalitarismo, les ofrecieron un pasaporte para México en el barco inglés Stanbrook, objeto de una novela de Rafael Torres “Los náufragos del Stanbrook”. Hasta en eso fue desdichado: se enteró de que su hermano Roque, aviador, había desaparecido y de que el dinero sólo le llegaba hasta Orán, donde desembarcó y fue alojado con cinco mil presos más en un campo de concentración de los franceses. Allí permaneció 17 días sin comer apenas (un kilo de pan se repartía entre una docena de hombres), sólo había un retrete para mil personas y todos, todos, hacía sus necesidades en el mar. Luego trasladaron a los prisioneros, “nos consideraban criminales, asesinos”, al campo de Boghary. Permaneció ocho meses bajo la sombra amenazante de los soldados senegaleses y sus bayonetas.         

Los presos empezaron a organizarse y se impartieron cursos de Astronomía, de Gramática y de esperanto, entre otras materias. Antonio, que apenas tenía 18 años, fue el profesor. “¿Por qué el esperanto? Entonces éramos idealistas. Nos parecía el idioma del entendimiento, y pensábamos que si nos entendiésemos todos, se acabarían las guerras. Era el idioma de la paz”. Los reclusos tenían equipo de fútbol, bandas de músicas, coros, tertulias. “Las autoridades cambiaron de pensar: no éramos asesinos. Así que crearon un campo de concentración de intelectuales en Cherchel para 300 personas”. A Antonio lo vino a un buscar un día un agricultor de origen español, Vincent García, para que fuese capataz de su hacienda de hortalizas; lo intentó, pero se le burlaban los obreros, y renunció. Mr. García no le dejó irse y le facilitó otro trabajo como peluquero para europeo. Dos años después volvió a casa, volvió al cáñamo y, tras residir en Granada y Sevilla, recibió una oferta de empleo para dirigir una sección de la fábrica de tejidos de Caitasa en Zaragoza.
 Era el año 1949: Antonio vino para quedarse y para traer sus obsesiones. Se integró en Montañeros de Aragón y visitó el Centro de Esperanto de Zaragoza de la calle de Santa Isabel. Supo que ya no se daban clases y que los esperantistas se reunían más o menos en secreto. Fue a verlos al Café Levante y les dijo: “El esperanto no está prohibido. Está mal visto”.

Empezó a dar clases, y poco después sus alumnos eran visitados por la policía por la noche. “No les hacían daño, pero les preguntaban por qué aprendían un idioma que era de rojos, de rusos. Un día vino a verme un policía al hotel donde vivía y me hizo la misma pregunta. Le dije que Stalin estaba matando a esperantistas. No se lo podía creer”. Antonio no ha parado de trabajar desde entonces, pero nunca olvidará su primera visita a la Aljafería. “La encontré llena de soldados. Dije que me gustaría verla. Me dijeron que era imposible. Pero no sé lo que hice que convencí a un suboficial que me enseñó el Salón del Trono lleno de fusiles que salían hasta por las ventanas o la estancia donde nació una de las hijas de los Reyes Católicos: allí iban a orinar los soldados. Apestaba. Me encanta la Aljafería: allí encuentro muchas estampas o escenas que aparecen en mis libros hechas realidad. Es una gran joya”. Asume el fracaso del esperanto, que ha pasado de varios miles a un centenar apenas: “Tengo la esperanza de que un día la gente se dé cuenta de lo práctico y sencillo que es”.
         

Se ausenta un instante y vuelve con sus inéditas memorias de 227 páginas, que acaban así: “Yo seguiría mi vida, y algún día volvería a escribir, porque seguro que tendría algo que contar...”
           

1 comentario

ENRIQUE -

Bonita historia, Antón. Y bonita también la esperanza del esperanto. Si no me equivoco (corrígeme si es así) uno de nuestros esperantistas aquí en Zaragoza es Emilio Gastón, ¿no? Tío de la bailarina que hoy entrevistas en Heraldo. La madeja de las coincidencias...