Blogia
Antón Castro

75 AÑOS DEL REAL ZARAGOZA. DIARIO 2 / VÍCTOR MUÑOZ

75 AÑOS DEL REAL ZARAGOZA. DIARIO 2 / VÍCTOR MUÑOZ

Ahí donde lo ven, con esa quijada brusca, con la humanidad del esforzado incesante o del gladiador de determinación homicida que siempre fue, Víctor Muñoz posee el palmarés más impresionante que haya tenido nunca un futbolista aragonés: ligas, recopas, copas del Rey, participó en una Olimpiada, en dos Eurocopas y en un Mundial, y atesora el mayor número de internacionalidades. También en él se ha cumplido la eterna profecía del cierzo. Se fue de su ciudad, de aquel Zaragoza que le había otorgado la camisola del diez, la del cerebro con agallas de apenas 22 años, y triunfó en Barcelona y en Génova; volvió para evitar que el club de su infancia descendiese y cuando quiso quedarse le dieron un puntapié en el trasero, bajo una acusación muy frecuente: que era un pesetero y que había chantajeado al club. Desde entonces ha sido entrenador del Mallorca y del Logroñés, ahora medita si aceptar o no la propuesta de ser preparador de la selección de Costa de Marfil porque su anhelo feroz --tras algunos desengaños como el despido injustificado de un Mallorca líder-- es seguir entrenando. Seguir ahí, gallardo y furioso, junto a un balón.        

Este es un diálogo monotemático: por las venas de Víctor circula esa sangre misteriosa y pugnaz del fútbol. Siempre se recuerda jugando, al principio de portero, bajo la sombra de su hermano Alfredo, con el que llegó a coincidir fugazmente en el Aragón. Y luego se ve en la Romareda, pidiendo a alguien que lo pasase o saltando la tapia como podía. Era la época dorada del Zaragoza, el tiempo febril de Los Magníficos, las tardes apacibles y sobrias de la técnica de Violeta y Planas; y más tarde ya, el juego veloz y preciosista de Nino Arrúa, al que acabaría reemplazando. El joven, observador y paciente, lo mismo reclamaba un autógrafo que se fijaba en las maneras de cada jugador: la impresionante técnica de Villa, dice, el poderío del central Santamaría, la sobriedad elegante de Pais, el remate de Marcelino o, insiste, la habilidad y exquisitez de Carlos Lapetra.        

--Ya le digo: tengo la memoria de cuales eran sus virtudes, su calidad y su forma de jugar. Eso me marcó mucho. Empecé en Salesianos, en aquel patio durísimo y rugoso que te obligaba a parar el balón con la planta del pie. Era un macrocolegio, cada clase tenía un balón y había que disputarse el espacio. No sólo jugaba al fútbol, sino que practicaba balonmano y atletismo. ¿Sabía que José Manuel Abascal, el mediofondista, estudiaba en el centro? La consigna era ir normal en los estudios y destacar en el deporte. Es más, sacrifiqué toda mi adolescencia por el deporte.         

--¿Quiere eso decir que no le hubiésemos visto en una biblioteca, que no cuidaba su formación humanística?
        
--Alguna vez, si tenía un trabajo urgente. He sido responsable, pero no tenía esas inquietudes. Prefería estar rompiendo un balón al lado de la biblioteca. Luego, mi carrera fue un tanto meteórica: pasé del muy competitivo Boscos --donde había compañeros de gran calidad como Pelarda y Berdejo-- al Aragón, y en unos meses di el salto a profesional.
         

--¿Tiene un recuerdo especial del primer día en la Romareda?
        
--No, porque había jugado algún partido anterior con jugadores que habitualmente no jugaban como Ovejero, el primero creo que fue en Tudela. Aquel año subieron al primer equipo India, Barrachina y luego yo, con Lucien Müller como entrenador. Fue el año del descenso, la campaña 76--77: jugué 16 ó 17 partidos. Mi meta, la idea obsesiva que ha guiado mi carrera, ha sido abrirme camino, sin meter demasiado los codos, poco a poco y callado, muy calladito, trabajando al máximo y haciéndote respetar.
         

--Que no sería nada fácil. Pienso en un equipo a la deriva, desunido, y en aquel monumental conflicto entre Arrúa y Jordao.
        
--Lo viví. Analizándolo ahora, con la perspectiva que dan los años, tengo muy claro lo que ocurrió: Arrúa, que había sido la figura incontestada y había entrado en su declive, tenía celos de Jordao.

         --¿Oyó en el vestuario eso que se le atribuía a Arrúa: "Aquí huele a negro"?        
--No se lo oí nunca, pero se hacía patente. Jordao se fue de aquí y desarrolló en Portugal una gran carrera. Me crucé con él en la Eurocopa de 1988 y nos saludamos efusivamente: era un tipo agradable y un formidable futbolista. Era silencioso, le costaba comunicarse, pero educado, de alto nivel. Arrúa miraba a la gente por encima del hombro, era el consagrado que estaba de vuelta; Jordao, en cambio, te miraba como a un chaval joven con ilusiones que deseabas abrirte camino.
         

--Al año siguiente, en Segunda División, empezó a hacerse con el puesto. Arsenio fue el entrenador...
        

 --Era un entrenador clásico, muy clásico. Recuerdo que estaba más cerca del jugador foráneo que del de casa; mientras a ellos les dispensaba un calor especialísimo, con nosotros era más distante. Hicimos una buena campaña, aunque aquí le pedían mucho más. Zaragoza era una ciudad donde estábamos acostumbrados al buen juego --pienso en Los Magníficos o en Los zaraguayos, segundos en la Liga en la temporada 73--74--, aquí siempre tenemos aspiraciones muy altas. El Zaragoza no puede jugar mal. Subió al equipo y no siguió, lo cual me parece una paradoja.         

--Le preguntaba por Arsenio porque en algún lugar hablaba usted de sus rarezas gallegas...
        
--¿Rarezas gallegas? Era un tipo normal, un tanto paternal, a la antigua usanza, si puede decirse así. Sí recuerdo que acabábamos de ganar en Puertollano y que yo marqué el gol de la victoria. Al domingo siguiente era el día de Aragón, un día especial para mí, iba a materializarse el ascenso, y no me puso ante el Alavés. Optó por la seguridad de García Castany y de Arrúa. Me dolió que en un día tan señalado se olvidase de mí.
         

--¿García Castany? Siempre adoré a ese jugador: fino, de la escuela catalana, goleador...
        
--Era estupendo. Poseía una técnica envidiable, igual que Pepe González. Eran dos virtuosos del fútbol, pero quizá físicamente ya no rendiesen a un alto nivel durante un partido completo. No poseían la agresividad, la rapidez y el dinamismo de antaño.
   

      
--Justo lo que usted traía. Tengo una curiosidad. Víctor era un joven chacal que llegaba, todo ímpetu y sacrificio, un potro sin desbravar y a la vez una amenaza. ¿Le aconsejaban González, García Castany o el propio Arrúa, se produjo esa especie de complicidad y de magisterio en el vestuario?
        
--En ocasiones, pero no es lo normal. González o Castany me decían: "¿Por qué controlas así el balón?". Me corregían. En ese momento, te fijas en todo, absorbes como una esponja y adquieres nuevos hábitos que te permiten corregir defectos y tu propia biomecánica.
         

--Y en éstas apareció Vujadin Boskov, que en ocasiones parecía ensañarse con usted. ¿O no?
        
--Boskov era muy diferente a lo que yo había visto por aquí. Procedía de la escuela holandesa y nos trajo nuevos métodos y juegos dentro de su sistema de entrenamiento, otra filosofía o sus frases del tipo "Fútbol es fútbol". Era muy exigente y muy duro, había vivido una sociedad tan militarizada como la yugoslava, donde existe la disciplina y la diferencia de clases, y parecía aplicar algo de ello en el equipo. Ese era su modo de estimular a los jóvenes: con dureza, exigencia y disciplina.
         

El seleccionador nacional Ladislao Kubala se fijó en Víctor Muñoz en 1979 tras un partido heroico contra el Atlético Madrid: los blanquillos vencieron por 4--3. Lo convocó para un partido en Zagreb y compartió habitación con el medio centro Angel María Villar, aunque no llegó a vestirse. Fue olímpico en Moscú--80, el equipo español empató los tres primeros partidos y fue apeado; el aragonés --impetuoso, de deslavazados andares, puro nervio y canilla de acero-- compartió selección con Buyo, Joaquín o el extremo Rubio. En 1981, le contrató el Barcelona e iba a compartir el Nou Camp con Maradona, Bernd Schuster y el entrenador Udo Lattek.
        

--La sensación que se tenía desde fuera era que iba a resultar muy difícil triunfar en el Barcelona; era como querer y no poder. Todos decían que me iba para volver de inmediato. Esa era la idea: "Ya verás como vuelve" o "lo poco que juega", se comentaba. Y yo me ocupé de que no fuese verdad, sino todo lo contrario.
         

--Una de sus características como jugador fue la furia, el convencimiento, la fuerza interior...
        
--La clave de mi carrera ha sido la dedicación, el trabajo y la autocrítica. He sido el primero en reconocer mis defectos y en querer mejorar.
         

--La imagen que se tenía de usted era la de un jugador brusco, sacrificado, de equipo y técnicamente limitado.
        
--Esa es la definición de un jugador cuando se quiere hacer un prototipo.
         

--Pero, Víctor, ¿no era así, no se refinó en Barcelona?
        
--No, no. Todo lo contrario. Tuve que adaptarme al Barcelona. Lo que hacía aquí era lo contrario: asumía labores de creador, de conducción del juego, llevaba incluso el diez a la espalda, era un poco el niño bonito, sobre todo en el último año. Ese espacio no lo podía ocupar en Barcelona, si triunfé allí fue por mi capacidad de adaptación y mi sacrificio. Debuté en un partido contra la selección argentina, en la cual jugaba Maradona. Las instrucciones fueron precisas: "Márcalo por todo el campo. No lo dejes mover". Eso hice. Maradona siempre me recordó aquel marcaje y dijo que no se había aburrido tanto en su vida. A mí me ocurrió lo mismo.
         

--Entonces, ¿su fama de jugador agresivo?
        
--Era agresivo, pero al límite de la agresividad. Jamás voy a hacer daño, pero si puedo llevarme el balón y el contrario me nota, me lo voy a apropiar. Si puedo agarrarle antes de que el rival se escape, voy a hacerlo. Antes de romper una pierna prefiero que marquen un gol, pero igual le rompo la pierna porque no pienso que vaya a hacerle daño. O no era ésa mi intención.
         

--¿Impone tanto el Nou Camp y su vestuario como dicen?
        
--Desde luego. Impone la calidad de los jugadores y la cantidad. Y percibes de inmediato que el Barcelona es más que un club: en la presentación, por el modo de ficharte, por el eco de la prensa, por la imperiosa necesidad del triunfo, por la afición, por los medios que tienes a tu alcance.
         

--Y por poder entrenar cada día junto a Diego Armando Maradona, supongo. Suele decir Guardiola que una de las cosas más bellas que le han ocurrido en su oficio es haberse entrenado junto a Michael Laudrup.
        

--Yo no tengo esa visión tan idílica con respecto a Maradona. Para mí la genialidad tiene que ir unida a la persona y a su temperamento. Conservo mejores recuerdos de otros jugadores que no han sido tan buenos, también en el fútbol valoro mucho el aspecto integral del compañero, su calidad humana. Gestos de Maradona los había a diario: su modo de proteger el balón, cómo bajaba el centro de gravedad o la manera en que sacaba las faltas con barrera: lanzaba diez, marcaba siete, dos las enviaba a la escuadra y una le salía fuera. A mí me costaba marcar una. Maradona parecía un malabarista de circo, pero luego era capaz de realizar en el campo --estuviese seco o bien embarrado-- cualquier genialidad.
         

--Veo que es usted muy pragmático: poco soñador o amigo de los mitos.
        
--Intento separar y discernir una cosa de la otra. Sí soy soñador porque recuerdo que soñaba, a los 16 ó 17 años, en Salesianos, con el Mundial--82 de España que no pude jugar.
         

--Debió ser una época de una impotencia muy particular y a la vez de una satisfacción inconfesable: se convirtió en el deseado, igual que le ha ocurrido ahora a Guardiola.
        

--Es la vana satisfacción de que pierde tu equipo cuando uno no juega. Eso no sirve de nada y es injusto con los compañeros. A mí aquella ausencia me permitió tener continuidad en el equipo nacional hasta la Eurocopa de 1988.
         

--No crea que tengo obsesión por Maradona, pero usted sí jugó el Mundial de México--86, el Mundial de Maradona, de la mano de Dios y del gol más hermoso e increíble de un campeonato.
        
--Un Mundial es un escaparate hacia la gloria y la culminación de tu vida profesional. Aquel fue uno de los mejores, también para España. Y es importante siempre porque estás sometido a una gran presión, hay que hacer algo sonado y diferente. En los últimos tiempos, particularmente con la eliminación de España, se ha intensificado esto: la lucha de medios es una realidad terrible a la que no siempre puedes darle la espalda. Esta ahí y, quieras o no, influye en el ánimo del jugador.
         

Llegó Johan Cruyff y salió Víctor tras el célebre motín de Hesperia. Quería asumir riesgos y decidió irse a la Sampdoria, junto al brasileño Toninho Cerezo y al nuevo astro Gianluca Vialli. Jugó una campaña extraordinaria --dijeron que había sido el mejor extranjero del Calcio tras Maradona-- y entró en un periodo de nomadismo: jugó en Escocia, vino con toda urgencia para evitar que el Zaragoza se fuese a segunda, "sin cobrar nada, aunque sí quería quedarme en el club en labores de despacho y de campo, si era necesario, como secretario técnico".
        

--El club iniciaba un periodo de transición, de cambio de método de trabajo, de nuevo preparador, Víctor Fernández, y yo molestaba y no sé bien por qué. Ese es un capítulo amargo por el cual no guardo rencor a nadie ni creo que deban dársele más vueltas.
        
 
--¿Quiere eso decir que sueña con volver al Zaragoza?
        
--Tengo olvidado ese episodio. Desarrollar tu capacidad en la ciudad donde vives y en la que has nacido es lo más grande.
       
 
--La respuesta es un poco tibia. ¿Cierra los ojos y se ve entrenando al Zaragoza algún día?        
--A lo mejor alguna vez hay un presidente que me conceda una oportunidad. Si aprendí algo de aquel conflicto, es que la libertad que necesito para trabajar la encuentro como entrenador. Y quiero entrenar, seguir haciéndolo, creo que debuté con un gran éxito en el Mallorca: nos mantuvimos invictos durante 22 partidos y el siguiente lo perdimos, era la promoción ante el Rayo Vallecano.
         

--Usted trajo a Nayim...
        
--Nadie creía demasiado en él, ni siquiera cuando volví a contratarlo con el Logroñés. Costó 30 ó 40 millones no me acuerdo. El día que provocó del delirio para todos los aragoneses en París, sentí que también yo había dado la patada al balón. Ese gol también fue un poco mío.
 

*[Esta entrevista apareció en la sección “En primer plano” de “El Periódico de Aragón” hacia 1998, cuando trabajaba en ese periódico que tanto me ha marcado y donde tanto he aprendido, igual que me sucedió en "El día de Aragón" y me pasa ahora en "Heraldo", aunque ya no esté en la redacción como lo estuve durante cinco años. No hallo ahora el original. Años después, Víctor Muñoz cumplió su sueño: entrenó al Real Zaragoza y lo hizo campeón de la Copa del Rey y de la Supercopa. Algún, abordaremos esa experiencia. Encuentro la entrevista y la cuelgo.] 

0 comentarios