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Antón Castro

EL BOSQUE ANIMADO DE HUESCA

EL BOSQUE ANIMADO DE HUESCA

Rafael Andolz (1926-1998) formaba parte del paisaje de Huesca. De Huesca y su provincia. Era, como ese rebelde con Dios que fue Antonio Durán Gudiol, como el secreto y siempre otoñal Federico Balaguer, como el ciclón desmelenado Ricardo del Arco o el inolvidable reportero doméstico Ricardo Compairé, un enamorado de la ciudad y del Altoaragón en general. Escribió de todo, con sabiduría y erudición, con transparencia y una voluntad segura de indagación. Desveló los secretos de la lengua en su “Diccionario aragonés”, pero además estudió los bandoleros, contrabandistas, personajes más o menos pintorescos, los ciclos vitales, los secretos de la tribu. Poseía gran capacidad de análisis, tenía alma de taxidermista de las emociones, y era observador. Observador de detalles, de sentimientos, de los pequeños gestos cotidianos: cómo se mueve un mendigo, de qué habla un peluquero o el limpiabotas, cuál es el afán del estañador que resucita un cuenco desportillado. Todo le interesa. Todo le interesaba. Miraba, oía, sabía escuchar, captaba al vuelo el dolor del hombre, las penas del paria, del que se sentía protector, cómplice y en cierto modo hermano.   

Poco antes de morir, Rafael Andolz realizó en la radio varios perfiles de paisanos suyos. Paisanos que hallan su lugar de paseo, su espacio de supervivencia en las costeras, en los porches, en el parque o en casas señoriales donde, antaño, en una noche de neblina y misterio, llegó a pernoctar una reina. Son paisanos que viven una inadvertida y pertinaz relación de amor con Huesca. Carlos Castán, sobrino del escritor y sacerdote, dice en su exacto prólogo a “Personajes de mi paisaje” (Tropo Editores): “Entre la excentricidad y el casticismo, estos seres humanos irrepetibles, casi todos olvidados a día  de  hoy (...), que llenaron de vida las calles y las tabernas, que alegraron con sus presencia aquellas décadas de penumbra, merecen sin duda este tierno homenaje”. La mirada de Rafael Andolz es escrutadora, aunque siempre afable. Domina la técnica del daguerrotipo. Tiende a la benevolencia, sin incurrir en la exageración. Dice que le gusta el bosque animado y con seres humanos, y su “el paisaje de mi Huesca ha sido siempre pródigo en figuras (...) Alguno me tildará de romántico o sentimental. No voy a disculparme. Quiero a Huesca con su personalidad, en el sentido más amplio del término”.

Arranca sus retratos con aquella Marieta Pérez, retrataba bellamente y algo culona por Oltra en vísperas de la Guerra Civil, que fue profesora de canto de Camila Gracia y organista en la iglesia de San Lorenzo. Aquella mujer,  cuya casa era un museo,  le dice que a la mesa de su casa estuvieron sentados Silvio Kossti y Pío Baroja. Antonio Durán Gudiol se alza en medio de los documentos y el polvo viejo de la catedral y la hostilidad del Gobernador Civil, convertido en un “sabio medievalista y escritor  infatigable, de prosa clara, poética y preciosa” y además en un místico, al que el poder oficial considera “muy peligroso”. Antonié, “el hombre más condecorado de Huesca”, coleccionaba insignias y tenía el hábito de la cleptomanía. Y con ellos están el limpiabotas Peteneras; el estañador Pataticas y su enamorada sigilosa La Chaparrones; aquel gitano apodado el  Morros que repartía el pánico entre los chicos de Huesca; aquel Carabuey que tenía algo de “hombre elefante” doméstico, de finísimo oído para la música; el Poli, zapatero junto al Olimpia e hijo del campanero de la catedral.
 

Hay más, mucho más, como aquella Donaciana Caño, Dona, que era una profesora más temida que respetada: si alguien no se comportaba bien, le arrojaba  el bastón como si fuera una jabalina. Éste es un libro entrañable y tierno, una apología de la memoria: la de una ciudad y sus  moradores.   
 

Personajes de mi paisaje. Rafael Andolz. Prólogo de Carlos Castán. Tropo Editores. Zaragoza, 2007. 110 páginas. [Este atículo apareció ayer en la edición de Heraldo de Aragón de Huesca. La foto es del castillo de Montearagón].

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