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Antón Castro

EL FANTASMA Y LA NIEVE (Cuento)

EL FANTASMA Y LA NIEVE (Cuento)

EL FANTASMA Y LA NIEVE 

Pío Baroja recogió la historia para integrarla en su novela La venta de Mirambel, pero en el último instante creyó que aquella aparición de los días de nieve se escapaba de la trama de su relato y quedaba más bien como una curiosidad anecdótica, sin demasiado sentido, como si fuese un añadido presuntuoso y anacrónico. El fantasma tenía nombre propio, Florencio Candeal, y una profesión casi evocadora: ventero. Para algunos, había sido el antiguo dueño de la posada donde reposó el escritor vasco mientras tomaba notas para su libro y avanzaba una buena parte del argumento. De su existencia se conocía poco, pero sí se sabía que en la larga invernada de enero, alrededor de las ocho de la noche, el fantasma adquiría su aspecto de antaño y se arrastraba lentamente, cargado de arrugas y de cadenas, desdentado y hediondo, por las callejuelas nevadas. Algunos han querido verlo desgalichado y cojo de una pierna, quizá con bastón y con capucha; usaba barba blanca y fumaba un cigarrillo que se había liado a la altura del Portal de las Monjas, en el torreón de celosías morunas. Tomaba el camino del horno viejo y del castillo, y salía por un arco de la muralla que conduce a la ermita. Luego, tras haberse parado en el gran porche, volvía. Sobre la nieve quedaba la hendidura de sus pasos a la ida y a la vuelta, y a veces pequeñas hojas de perejil y de romero.         

Un día, por fin, cuando se fueron las monjas del convento, el pregonero que se detenía en cada esquina con su trompetilla dorada lo oyó hablar. Sin haber bebido nada, dijo en la fonda, ahora convertida en carnicería:         

--Lo sabéis: siempre me habéis dicho que grito en exceso en los pregones porque soy demasiado sordo. Por eso estoy perplejo, como si regresase de un sueño o hubiera recobrado el oído de golpe. No vi a nadie, ignoro si pueden verse los fantasmas. Pero si lo oí con toda nitidez con su hablar siseante, como a tumbos y sin ninguna erre. Mi abuela decía que los seres del trasmundo no pueden pronunciar palabras como ruido, susurro, cantar, Ramón o resaca, pero no sabría imitarle. Os digo lo que comprendí y lo que deduje. Olía a estiércol podrido de cien años.

Así habló: «¿Qué es lo que me retiene aquí: los portales conocidos, el olor de la jara, los alerones decorados, los rostros familiares, la música de la nevada al amontonarse? He visto pasar mi entierro y el de mis amigos, pero yo no me resigno a desaparecer. Tengo nostalgia de lo que fui y me niego a lo desconocido, sean o no las llamas, la calma sin sobresalto o el paraíso. Qué paradoja. Cuando estaba vivo, lo despreciaba todo, aborrecía los días, el trabajo, el cuerpo de mi mujer, su lenta respiración de madrugada y su aroma bravo a grama y gallinero, y únicamente aspiraba a lo imposible: el gran Caserón de las dos terrazas y el cuerpo cimbreante de Sabela, su propietaria, que se mecía al atardecer semidesnuda. Recuerdo que, harto de servir los platos que trasegaban los arrieros y los labradores, decidí poner fin a mi vida. Atravesé las montañas hasta Las Cabrillas; allí una colina abrupta se abre hacia un barranco sin fondo. Me acerqué al abismo y desde una de las paredes del muladar, me arrojé con los brazos extendidos. Por un instante, en aquel bello aleteo hacia la muerte, me sentí aire, pájaro o nube sin lluvia; ya me imaginaba el topetazo definitivo, la sangre derramada y ese dolor terrible como el olvido, cuando apareció un gran buitre y me atrapó con sus garras o con su pico y me depositó en la gran explanada del roquedal, lejos de cualquier peligro. Desistí, claro, aunque hubiese preferido que me devorase como si fuese una vaca enferma o un cordero agónico, y regresé a casa. Otra vez más intenté alejarme de todos: ascendí hasta las cumbres del Arahuet, sí, allá en la cúspide donde el mundo es como una vaguada grande de monte sin aliagas, y me detuve un instante en los alrededores de la cantera. Al final de la tarde, hallé la bicicleta del vigilante y decidí estrellarme con ella calzada abajo. Imagino mi desesperación y mi tentativa todavía como si fuese en este mismo instante: me subo, acelero en la última recta antes del descenso y cierro los ojos para no eludir las curvas ni sucumbir a la tentación de frenar. De nuevo, quise creer, soy papilla, residuos, un amasijo de venas, músculos y afanes triturados. Pero nada de eso ocurre: la bicicleta sigue un camino recto y llano, avanza a toda velocidad, esquiva cualquier escollo y cuando quiero darme cuenta, aquí estoy, inmóvil, ante el portillo de la venta. Alguien, pensé, me condena a seguir viviendo. Y ahora me ocurre al revés. Ahora que ya no me duele la espalda ni siento el desprecio de los míos ni el beso de almizcle de Clara, mi esposa, ahora que no me vence el insomnio por las noches ni me cruje el espinazo de angustia, sólo quiero estar en estos rincones: en mi lecho olvidado, en el gran butacón de anea, en las callejas donde fui hondero y niño, en el porche de la ermita o en ese sendero interminable que ando y desando, ajeno a la muerte, en los días de nieve.»         

Elisenda, la carnicera, se adelantó hacia el pregonero:         
--Ahora lo entiendo todo. Mi niñez estuvo presidida por una frase que alguien (pensábamos que era del viejo Baroja) había escrito en el salón: «¿Por qué voy a dejar sola mi casa y a oscuras?». Pero un día mi padre, harto ya de aquel enigma, la borró y escribió otra: «¡Qué tercos los muertos, que nunca quieren irse!». Tenía razón: ahí sigue, en el salón de arriba, en mi propia casa, el fantasma de Florencio Candeal.

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