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Antón Castro

LEZAMA,PIÑERA Y VICEVERSA, POR JESÚS MARCHAMALO

LEZAMA,PIÑERA Y VICEVERSA, POR JESÚS MARCHAMALO

[Le he escrito esta mañana a Jesús Marchamalo y le he pedido uno de los capítulos de su libro “39 escritores y medio” (Siruela). Y Jesús muy amablemente elige por mí este texto maravilloso sobre José Lezama Lima y Virgilio Piñera, para el que encuentro no la ilustración de Damián Flores, sino esta curiosa foto de la página web www.culturaliteraria.cu/autor/virgilio_pinnera] 

LEZAMA, PIÑERA Y VICEVERSA

Jesús Marchamalo  

Llama la atención que dos personas tan iguales puedan ser al tiempo tan diferentes, como si uno fuera la imagen misma del otro, pero reflejada en un espejo deformante. Negativo y foto, moneda y troquel: Lezama carnívoro, Piñera vegetariano; Lezama fumador de puros, Piñera de cigarrillos; Lezama, traje y corbata, Piñera, camisa de manga corta; Lezama, barroco, Piñera marginal.

Lezama, gordo, fofo, panzudo y desorbitado, tenía un pelo negro lleno de brillos como una sotana usada; Piñera no, era tan flaco que ni siquiera dejaba huellas en la arena de la playa. Lezama acumulaba en su casa centenares de libros, metidos en vitrinas, en estanterías, amontonados en la mesa de su despacho; Piñera no, los leía y después los regalaba, o los prestaba sabiendo que no los iban a devolver, y nada en su casa hacía pensar que se tratara de un escritor. Lezama vivió siempre en el mismo piso de la calle Trocadero, un primero con balcón a la calle que era una embajada de sí mismo, el lugar donde recibía a los jóvenes poetas que le llamaban maestro, y donde lo visitaban los escritores que llegaban a La Habana. Piñera vivió en decenas de casas, que más que casas eran en realidad habitaciones, chamizos, cuartos de los que se mudaba de un día para otro, arrastrando escasamente un hatillo de ropa, una vajilla mínima y una vieja máquina de escribir que andaba luego rodando por los rincones, como abandonada. No, no se parecían: Lezama era Lezama para todos, menos para su madre, que siempre le llamó Joselín –allí grueso y enorme-, mientras que a Piñera todo el mundo le llamaba Virgilio, menos la policía. Hasta su común homosexualidad les hacía diferentes, porque a uno le gustaban los amores angelicales, a Lezama, y a otro los rudos campesinos de la zafra, los descargadores de músculos sudorosos, a Virgilio, que duraban en su cama lo justo para el placer.

Así que acumularon bilis, con el tiempo, miradas recelosas, adjetivos punzantes, y un día se pelearon. Habían estado los dos, al parecer, en el Lyceum and Lawn Tennis Club (sin comentarios) y allí saltó la chispa de la desavenencia, de modo que acabaron en la calle. El enorme Lezama, y el pequeño Virgilio, como David y Goliat, amenazándose con partirse la cara, o la nariz, con ponerse un ojo morado, romperse un brazo o molerse a palos. Hasta que Virgilio saltó un seto, y se introdujo en un cercano jardín, desde donde comenzó a tirar piedras a Lezama, que le señalaba amenazante con su dedo regordete probablemente anillado. Y aquello fue un listado de amenazas: “Virgilio, te voy a pegar”, y de guijarros que rebotaban en la acera, y que Lezama esquivaba con pequeños, ridículos saltitos que los niños jaleaban al grito de “¡Gordo! ¡Gordo!”, que era de las peores cosas que se le podían llamar. No se hablaron durante años. Uno se volvió, rojo de ira, a casa, y el otro, tal vez arrepentido, a la Argentina. 

Años después, Lezama escribió una inmensa novela que hay que transitar con serpa y botella de oxígeno, como las cumbres nevadas del Himalaya. Paradiso, una fiesta de palabras –adjetivos y adverbios- que surgen en torrente, enganchándose unas a otras como las cerezas. Se cuenta que escribía a última hora de la tarde, o de madrugada, cuando el asma le impedía dormir, en su despacho caótico lleno de libros, y fotos y tabaqueras, justo al lado de la cocina, porque le gustaba trabajar con el olor cercano de la comida, cada vez más prisionero de su gordura, del tabaco, del cansancio y las canas.

Piñera, no. Cuando lo detuvieron, tras la Revolución, un día que iba por la playa vestido con unos pantalones cortos, chanclas y camiseta, pidió a la policía, muerto de miedo, que le dejaran cambiarse. Lo acusaron de atentado contra la moral, entre otras cosas. Y ahí anduvo, ingrávido, refugiado, escondido, oculto y recóndito, asustado y pálido hasta casi su muerte. Los últimos años sólo fue una sombra incolora de sí mismo. Cuando un periodista visitó la casa del amigo que lo había acogido, y lo entrevió, el dueño lo señaló con disimulado afecto, y dijo: “Ése fue Virgilio Piñera”. Legó para la historia de la literatura un verso: “La maldita circunstancia del agua por todas partes, me obliga a sentarme en la mesa del café”, y otros cuatro libros más. Tal vez cinco.    

1 comentario

lorenzo -

¡Maravillo! Mejor comparación no pudo haber sido hecha. Sin dudas estos dos colosos de la literatura cubana daran mucho que hablar y escribir en los siguientes siglos.