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Antón Castro

MANUEL TORRES: EL EXPRESO DEL ATARDECER

En el Real Zaragoza de los años 50 triunfaban Parés, Serer, Baila y Chaves arriba; Estiragués, apodado El Sordo, y Villegas dominaban en la zona ancha; Perico Lasheras en la portería: el madrileño rivalizaba con Enrique Yarza, que se haría imprescindible e insustituible en la década siguiente. Y destacaba un defensa turolense que procedía del Manchego de Ciudad Real, codiciado por varios equipos: Manuel Torres, rápido, arriesgado, técnico, que pronto sería considerado como El expreso de la banda.        

Torres ingresó en el club en la campaña 1953/1954, y con él llegaron al viejo campo de Torrero --donde se libraron batallas heroicas en una superficie de grava con perfecto drenaje--, Yarza, Bernad y Castañer; con ellos, y con el citado Lasheras que recaló un año más tarde, iba a formar la primera defensa mítica de los 50. El rendimiento de Torres fue convincente y pronto se hizo con el puesto en una durísima Segunda División dominada por los equipos vascos: Alavés, Baracaldo o Eibar. Balmanya, Eguiluz y luego Mundo confiaron de inmediato en sus condiciones.
        

En la campaña siguiente, se incorporó Ignacio Alustiza y el equipo logró la tercera plaza, a puntos iguales con el Oviedo. En la pelea por el ascenso, en una áspera liguilla de seis equipos, los blanquillos quedaron en la penúltima posición. Nadie hizo sombra a Torres en su parcela: se reveló como un lateral de largo recorrido, pundonoroso y audaz, dotado de técnica, que jugaba con idéntica calidad hacia arriba que hacia abajo. El gallego Avelino Chaves deslumbró en Torrero: marcó 24 tantos, nada menos, y sembró la certeza de que el club contaba con un portentoso delantero de gran porvenir, que se quebró de golpe en el viejo Torrero cuando recibió un impacto que le hizo crujir la pierna: muchos seguidores aún recuerdan el golpe, el eco de los huesos astillados, el vuelo del gran delantero. Aquellos eran los tiempos en que Piru Gaínza, el gamo de Dublín, desarbolaba a los defensores con sus regates, su velocidad imparable y la furia, aunque tardaría algún tiempo en enfrentarse a Torres. En la nueva temporada, 55 /56 el Zaragoza logró su sueño de ascenso: esta vez sí los pupilos de Mundo consiguieron quedar segundos en la liguilla tras el España Industrial.  
        

En 1957, ante la lesión del lateral Atienza, que también había pertenecido al Zaragoza, el Real Madrid solicitó la cesión de Manuel Torres. Para entonces, en septiembre, ya se había inaugurado el Estadio de la Romareda con un apasionante partido frente al Osasuna. Y el turolense se vio llamado a vivir cinco meses de felicidad irrepetible en Chamartín: allí coincidió con Alonso, Marquitos, Lesmes, Muñoz, Zárraga, Kopa, Rial, Di Stefano o Gento, entre otros; con La galerna del Cantábrico (recogemos la anécdota del estupendo libro de Javier Lafuente y Pedro Luis Ferrer) tuvo tiempo de comentar aquellos severos pero limpios marcajes que le hacía y que solían desarmar su juego.
        

Jamás desentonó entre figuras y acarició la internacionalidad. Se supo querido, respetado y demostró que era un defensa moderno, tal como entendemos hoy este concepto: un carrilero capaz de recorrerse metros y metros, capaz de desbordar y de largar un centro con exactitud y galanía. Arropado por las estrellas, y por su amor propio, Torres consiguió lo que jamás se le había pasado por la cabeza: la Copa de Campeón de Europa en París ante la Fiorentina y la Copa Latina. En una conversación con Carlos Cebrián para el libro Zaragoza desde la nostalgia (2000), recuerda el defensa: "Practicábamos un fútbol al primer toque, con estrellas de la talla de Kopa, Marquitos, Di Stéfano, etc., que jamás se quedaron estáticos esperando a que les llegase el balón. Ellos bajaban a la defensa, si hacía falta, para llevar la pelota al área y ese espíritu de colaboración incrementaba, a mi juicio, su grandeza". Encajó a la perfección en aquel equipo de estrellas, pero hubo de volver a La Romareda para reiniciar una carrera cuajada de profesionalidad y entrega, y fue uno de los integrantes de aquel buen conjunto de transición que desembocaría en Los cinco magníficos.

         La prueba de ello fue que ingresaron en el club jugadores como el central Rodolfo, Joaquín Murillo, Reija, Carlos Lapetra y Marcelino. Torres asumió su responsabilidad hasta el fin, y realizó marcajes magistrales a exteriores de una calidad contrastada como Enrique Collar, Gento, Gaínza o Juanito Arzá, entre otros. Torres se define así: "Era muy técnico, tenía una gran resistencia física porque me cuidada muy bien. Era muy nervioso y jugaba con las dos piernas, aunque la derecha era la mejor, la más fuerte y con la que alcanzaba una mayor precisión. No obstante me esforcé mucho para sacarle el máximo rendimiento a la izquierda y creo que lo logré". Abandonó algo pronto el balompié: en la temporada 61/62, a los 29 años y con un centenar de partidos en Primera División, tras haber sido capitán, anunció su retirada. Benítez, Cortizo e Irusquieta fueron sus recambios naturales, pero ninguno de ellos pudo superar su trayectoria personal a lo largo de ocho temporadas. Aún le cupo el honor de atisbar la inmensa clase que atesoraba Carlos Lapetra y sugirió, junto al rejuvenecido extremo Miguel, la necesidad de otorgarle la camisola del once. 

       
Seguramente hasta la llegada de Alberto Belsué, defensa con proyección atacante e internacional en numerosas ocasiones, y sin despreciar al lateral ye-yé de Los zaraguayos, Rico, Manuel Torres encarna al mejor lateral con que ha contado el Real Zaragoza: el hombre laborioso y responsable que convertía su banda en una pista de carreras de velocidad. Él era el gamo veloz, el expreso del atardecer.
 

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