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Antón Castro

LAS BOTAS DE VIOLETA (CUENTO DE DANIEL GASCÓN)

LAS BOTAS DE VIOLETA (CUENTO DE DANIEL GASCÓN)

1.

Un sábado de octubre entré en el Decathlon de Grancasa. Iba a comprar unas botas de fútbol por primera vez en mi vida. Mi novia pasaba el fin de semana en Albarracín y yo tenía una resaca considerable y pocas ganas de hacer deporte. Había ido al Decathlon por mi primo: aunque fuimos juntos al instituto, nos emborrachamos miles de veces y jugamos varios años en el mismo equipo de fútbol sala, últimamente nos vemos poco. Lo llamé un día de este verano. Como siempre, me sentía culpable por haber dejado que nuestra relación se enfriase. No nos habíamos dicho casi nada cuando me preguntó:

-¿Quieres jugar en un equipo?

No me pareció una gran idea, pero no supe cómo reaccionar. Le dije que sí, y pensé que a mí siempre me había gustado jugar y que sería una buena excusa para vernos. Cuando empezó la temporada empecé a recibir correos, con la normativa del equipo, el dinero que había que pagar, el calendario de la liga. Respondí los correos, pedí un número de camiseta que no llamase mucho la atención, pagué la ficha y el traje. Fui al Actur a jugar un par de partidos de entrenamiento: aunque no vino mi primo, conocí a mis compañeros, un grupo bastante simpático. Todos eran amigos desde el colegio. Los entrenamientos se celebraban en un campo de fútbol sala –el deporte al que yo siempre había jugado-, aunque los partidos se disputarían en un campo de fútbol 7. Ese sábado de octubre era la primera jornada de liga, y por eso entré, una hora antes del encuentro, en el Decathlon. Le pedí consejo al dependiente. Luego, cuando vio las botas y las espinilleras que había escogido, dijo que eran de un color muy bonito y yo me quedé un poco avergonzado. Mi primo tampoco vino a ese partido.

Prácticamente yo tampoco estuve en ese partido, aunque como no teníamos cambios jugué muchos minutos. El entrenador, que pertenecía al equipo pero había estudiado Magisterio de Educación Física y jugaba en un equipo serio, me dijo que me pusiera de delantero. Me pasé el partido mirando al cielo, viendo por dónde volaba el balón que había sacado el portero. Casi siempre salía directamente fuera del campo. Hubo un par de veces en las que cayó cerca de mí. En esas dos ocasiones me asaltaba una duda terrible. ¿Debía darle de cabeza? Dicen que es malo para las neuronas. Y parece cierto: en general, los grandes cabeceadores no han sido gente muy inteligente. Y yo vivía de mi cabeza. No vivía muy bien, pero si mi cabeza empeoraba viviría peor todavía. ¿Me afectaría darle al balón de cabeza? ¿Traduciría más despacio? ¿Empezarían a gustarme las novelas de Saramago?

Me acordé de que mi padre suele decir que en el campo uno juega según su forma de ser en la vida. Eso me deprimió bastante, y pensé que la próxima vez intentaría cabecear, y que si me llegaba un balón raso podría arreglar un poco mi actuación. El portero volvió a sacar; miré el cielo. Había nubes negras.

Perdimos. En el vestuario había tres dedos de agua y llovía cuando salí del campo. Había que andar unos doscientos metros hasta la parada del autobús, y sentí que volvía a la adolescencia, y a la sensación de vacío absoluto que provocaba padecer una resaca espantosa, sufrir una derrota abyecta y tener una novia en un pueblo de Teruel.

 

2.

Al día siguiente fui a comer a casa de mis padres. Entré en el estudio para curiosear los libros que le habían llegado a mi padre esa semana. Mis dos hermanos, que juegan en dos equipos de fútbol, estaban frente al ordenador. Le expliqué a mi hermano Diego mis problemas para cabecear. Me dio un consejo valioso:

-Cuando el balón se acerca, das un paso hacia delante: entonces saltas y parece que has intentado llegar. Así nade te dice nada.

Les conté el partido y nos reímos recreando mi juego. Oí que en la otra habitación mi padre hablaba por el móvil. Organizaba la exposición que conmemoraba los 75 años del Real Zaragoza: se inauguraba esa semana, y su móvil sonaba constantemente.

-Sí –dijo-, no te preocupes, no hay ningún problema. Mi hijo irá a buscarlas.

Colgó el teléfono. Me saludó y me preguntó cómo iba todo.

-¿Sabes dónde está la estatua del Batallador? –dijo.

Asentí.

-Tienes que ir a buscar las botas de Violeta. Me ha dicho que él juega a las cartas en un bar que hay detrás del Batallador. Se llama el Dioni. Vas allí y buscas a Violeta –en ese momento, yo tenía el aspecto de un cabeceador consumado-. No me digas que no sabes qué cara tiene José Luis Violeta.

-No. Sé quién es. Pero si no lleva la camiseta del Zaragoza no creo que lo reconozca.

-Bueno, tú preguntas por el señor Violeta. Te dará unas botas, son para la exposición. Vamos a poner una vitrina con objetos de los jugadores: camisetas, botas, espinilleras –hizo una pausa-. Esta tarde no tenías nada que hacer, ¿no?

La verdad es que no.

 

3.

El taxi me dejó detrás de la estatua del Batallador. Me sentía como un espía que debía cumplir una misión. A veces voy a correr al parque, hacía mucho tiempo que subía hasta allí. Hacía sol y unas chicas habían metido las piernas en la fuente. Me acordé de cuando me saltaba las clases del instituto y acudía al parque con alguna compañera de clase.

Había dos chiringuitos con mesas de plástico. Ninguno se llamaba Dioni. Pero entré en uno de ellos. Dentro del bar, mirando hacia la ventana, cuatro señores mayores jugaban al guiñote. Parecía una película del Oeste. Ninguno de los jugadores llevaba la camiseta del Zaragoza. Me dirigí a la barra.

-Perdón, ¿es éste el bar Dioni?

-A mi hijo le llaman Lino –me contestó.

No sabía si eso era una respuesta afirmativa o negativa, pero soy un optimista.

-¿Podría hablar con el señor Violeta?

-¡José Luis!

Uno de los jugadores de cartas se levantó. Le dije quién era. Me dio la mano y salimos. Abrió el maletero de un coche y sacó unas botas. Me las enseñó, me dijo que tenía otras más bonitas pero que las tenía alguien de la familia. Las metió en una bolsa de plástico. Nos despedimos y volví a casa andado. Sentía que llevaba algo muy valioso en aquella bolsa de Sabeco.

 

4.

Al día siguiente me fui a Madrid. Le dije a mi padre que las botas estaban en mi casa; él dijo que hablaría con mi hermana para que se las llevara al Palacio de Sástago, donde estaba montando la exposición. Por la tarde, vi que tenía una llamada perdida de mi hermana. La llamé.

-No te preocupes. Te he llamado porque no encontraba las botas de Violeta, pero ya las tengo, se las estoy llevando al papá.

-Vale.

-Son bastante molonas, y tienen unos colores bonitos, ¿no?

Me quedé callado. Le pedí que me describiera las botas. Después le dije que volviera a mi casa y cogiera el otro par. Pero durante unos momentos, imaginé que los aficionados del Zaragoza iban a la exposición y miraban mis botas como si formasen parte de la leyenda.

4 comentarios

jlacu1 -

Me encanta la historia Dani; y en parte me siento un poco responsable de no haberte jugado algún balón más por abajo ese día.
Un saludo, sigue así.

Entrenómadas -

Es buenísimo, simplemente es buenísimo. No me gusta el fútbol, creo que no me gustará jamás. Pero esta historia me encanta.


Besos

JESUS -

Fútbol y guiñote, una vez más de la mano.
En ambos casos, la mayoría de las veces el saber jugar es lo de menos, lo que más cuenta es la suerte.
Lo dicho, la próxima vez, junto a las botas, el color es lo de menos, todo es cuestión de Fe, habría que pedirle una baraja curtida en mil cotos en épicas partidas en viajes interminables y tediososas concentraciones… y las mil y una anécdotas que a buen seguro guardan.

Blanca -

Me gusta, me gusta mucho.
Jejeje, es curioso, pero yo no he sido nunca futbolera, y poco a poco parece que me voy más hacia ese lado, gracias a los relatos tan bonitos que escribis. ;)

Buenos dias!!!