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Antón Castro

LA EXPO: DOS VISIONES Y UNA FOTO*

LA EXPO: DOS VISIONES Y UNA FOTO*

[El pasado miércoles se publicaba en Heraldo un suplemento especial sobre Los mil y un oficios de la Expo, con fotografías de mi compañero José Miguel Marco y textos míos. Otro fotógrafo imprescindible de la ciudad, José Antonio Melendo me envía esta foto, de la recién inaugurada pasarela por los voluntarios. No tengo vinculación alguna con la Expo, pero estoy realmente entusiasmado con este gran proyecto. Me parece que va a ser fundamental para Zaragoza, que va a suponer (y lo supone ya, día a día, pieza a pieza, sueño a sueño) una gran transformación para esta ciudad hospitalaria en la que resido desde hace treinta años. Los hará exactamente cuando finalice la Expo: un sueño en el tiempo, una certeza que ya anticipa el porvenir. Cuelgo aquí dos textos sobre la Expo del suplemento. El segundo se permite una leve licencia de ficción: habla de los trabajadores que van todos los días a sus puertas y solicitan trabajo.]

 

 

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Acaban de dar la siete y media de la mañana en el umbral de acceso a la Expo. Este suave contraluz del despertar me ha recordado a una instantánea china: alguien, en su bicicleta, avanza hacia el tajo. Un tajo doméstico, rutinario, necesario como el oxígeno o como el pan del almuerzo. El sol de oro tímido se cuela entre los radios y los dientes de la rueda trasera. El tajo que espera a los trabajadores que acaban de desperezarse es diferente. Quizá se haya vuelto cotidiano, e incluso agobiante, tan vertiginoso como el estrés, pero el suyo es distinto: no es una cadena que vuelve anónimos a los empleados. No es una cadena impersonal donde todo fluye deprisa deprisa. Ellos forman parte del trabajo de un sueño que se gestó, en primer lugar, en la cabeza de un soñador accidental: el arquitecto Carlos Miret. Ahora, la Exposición Internacional 2008 es la quimera de un territorio: una quimera que se hace realidad día a día, certeza del porvenir y espiral de transformación, con el milagro casi inadvertido de las manos que edifican y pulimentan, del cerebro que a todo se atreve, del entusiasmo unánime que se dispersa desde el alba. Es trabajo, sí, esfuerzo, sudor, desvelo, dolor de existir, pero para muchos también es como la fiebre del oro: hay faena, hay una gran obra en marcha, hay contagio de ilusión. La metamorfosis vive con nosotros, afuera, pieza a pieza, y dentro, como la impaciencia del corazón. Un trabajador aragonés resumió esta percepción de manera inaudita: “Somos lo que seremos”.

Ranillas era una lengua de tierra que dejaba el río, huerta feraz y erial a la vez, península con miradores hacia la colmena de tejados de la Zaragoza vieja y bimilenaria, la que cantó Prudencio, la que captó Juan Bautista del Mazo o Antoine de Wyngaerde, la que Eugenio D’Ors vislumbró como “novia del viento”. Ranillas ahora es el embrión del futuro: una ciudad dentro de la ciudad, una casa de citas de la arquitectura y sus destellos, un paseo entre torres y puentes y palacios del siglo XXI, el solar de una pequeña parte del mundo durante tres meses y, probablemente, para siempre. El plantío de una nueva invención. Zaragoza quiere ser algo más que un lugar efímero en la memoria. Ranillas encarna la apuesta de un pequeño país de viento, polvo, niebla y sol, un terruño fecundado por un torbellino incesante de ríos donde se meditará sobre ese maná antiguo, universal y absolutamente imprescindible. Los obreros, de alguna manera, en algún confín secreto de su cabeza, parecen saberlo. Lo saben y así lo viven. La dureza del empeño se mitiga con las buenas intenciones del proyecto final, erigido del todo a principios de junio y esparcido como un vergel de ilusiones. Lo saben. Y eso explica muchas cosas: las sonrisas que se esbozan contra las legañas y el hastío cada amanecer, la camaradería, la confianza, la certidumbre absoluta de que se llegará a tiempo. Como todos soñábamos. Como sueña cada día este ciclista que abre la valla y se interna en ese campo minado de futuro.  

 

 

2

 

 

 

Me han dicho: “Ve allí y espera. Ve allí y déjate ver, con tu casco amarillo, tus guantes y la caja de herramientas. Ante todo, haz que te vean”. Y aquí he venido. Con la luz inicial del amanecer. Y con mis herramientas. En mi caja tampoco hay tantas cosas: destornilladores, un taladro, un serrucho, llaves, clavos y una cinta de medir. ¿Que qué se hacer? Muchas cosas. Aprendo muy rápido. He sido fontanero, peón de albañil, he trabajado en la fruta: he recogido manzanas en La Almunia de Doña Godina e higos en Fraga. Es curioso: soy de un país lejano, pero me he sentido cómodo aquí: envuelto en el olor de la huerta, acariciado por las pitas agrias de la higuera, en ese refugio de sombra espesa y de miel. También conozco el sinvivir de los mercados y del reparto. Tengo carné de conducir. Y he ido de aquí para allá, de chapuza en chapuza, aprendiendo siempre. No sé si he venido para quedarme, pero tampoco me importaría.

Me dijeron: “Ve a la puerta de la Expo y espera”. Y aquí estoy. Hace varios días que vengo, más de una semana. No pierdo la calma. Me dejo ver, sí, me mezclo con los trabajadores, les pregunto, les enseño mi caja de herramientas. Debo confesar que cada día añado algún instrumento nuevo: una paleta, una plomada, una llave inglesa, un martillo de goma, un polímetro o multitester. Tampoco me da miedo la corriente. No soy rico, claro que no, pero tengo fe en mis posibilidades. Quiero estar preparado. ¿Y si me necesitaran para colgar lámparas en un pabellón grandioso? Siempre hay alguien que te da esperanzas. Siempre hay alguien que te dice: “Hablaré de ti al capataz. Veo que necesitamos más gente para los tres turnos”. Lo veo al día siguiente, y al siguiente, y se disculpa: “No desesperes”. Oigo la frase varias veces. Me la repiten, más con un ademán de lástima que de fastidio. Somos muchos los que venimos y los que oímos: “No desesperes. Todo llegará”. Insisto, miro, desafío con los ojos a quien haga falta. Esta es la orilla de la esperanza. A veces, los empleados de las empresas, con o sin carteles, conversan con nosotros, nos dedican algunos minutos, quieren saber qué podemos hacer y si tenemos los papeles en regla. Les contestamos, les contesto: “Por estar ahí, puedo hacer cualquier cosa”.

Me lo dicen siempre: “Aguanta, resiste”. Y oigo demasiadas veces: “Vuelva usted mañana”. Y vuelvo. Lo más duro es cuando ves que todos se dirigen hacia adentro, con sus guantes, con sus buzos, con sus gorros amarillos, y que tú te quedas a este lado de la valla, perplejo de impotencia, herido en alguna región del estómago y del amor propio, incluso humillado. Sé que no espero en vano, sé que no me he vuelto loco. He visto cómo mucha gente nueva enganchaba a trabajar así. Al quinto día, al séptimo, tras un mes de devaneo. Tarde o temprano también me cogerán a mí, y me dirán: “Entra. Te necesitamos aquí”. Mientras eso no sucede, miro a los compañeros que esperan y desesperan, miro a los empleados que conocen su turno y avanzan hacia el fondo con su caja roja y el chaleco reflectante. Pronto seré uno de ellos, uno de los obreros de los mil y un oficios de la Expo, y meteré un bocadillo y una cerveza en mi pequeña mochila de soldador ocasional. Esta es mi historia, sabedlo. Este es el tamaño de mi esperanza.

*La foto de la pasarela es de José Antonio Melendo, que lleva con él las cámaras y un golpe de suerte constante.

 

 

1 comentario

ana a. -

Las fotos de José Antonio son la leche. Besicos.