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Antón Castro

ALGUNAS FOTOS DE FAMILIA

ALGUNAS FOTOS DE FAMILIA

 

[Hay varios fotógrafos que entran y salen de mis libros: Patricio Julve es el principal. Reaparecerá en mi próximo libro, igual que Manuel Martín Mormeneo, o Manuel Seara de Castro, a quien creo haber conocido en Armentón. Y también anda por ahí el diezmado Antonio “el Chepa”, un anarquista milmañas de La Iglesuela del Cid. Me encuentro con una historia de Seara de Casto y la cuelgo aquí: habla de los retratos de familia, del álbum familiar, habla de Patricio Julve, cómo no, y es un fragmento que anticipa el relato “Una lección de fotografía” de Golpes de mar (Destino, 2006). Una obra que ha crecido y que se ha expandido a lo largo de un cuarto de siglo. También siento una debilidad especial por El testamento de amor de Patricio Julve, que tuvo dos ediciones en 1995, otra en 2000, en Destino, y que está completamente agotado. Es el libro, en clave de ficción narrativa a lo largo de 28 cuentos (algunos brevísimos), de una aventura maravillosa de mis cinco primeros años en el Maestrazgo.

Este fragmento de texto corresponde al libro El álbum del solitario (Destino, 1999)]

EL ÁLBUM DE FAMILIA

Manuel Seara de Castro nunca se propuso ser retratista. Estaba destinado al campo como su padre y sus antepasados; poseía praderas, huertas y tierra en abundancia para el cultivo en Campolongo. Un día pasó por Rorís, entre Menlle y Armentón, un fotógrafo ambulante que cojeaba levemente con cámara de placas y mula. Venía a tomar unas panorámicas del valle y del pazo de Anzobre con sus matacanes, la vieja imprenta, los cuidados jardines y las imponentes vistas hacia el mar, atraído por un mito local: entre Anzobre y Armentón existió en el pasado una ciudad ahora sumergida llamada Ornia. El joven Manuel fue su azaroso colaborador: le mostraba caminos y atajos, le señaló oteros y patios, le transportaba los trípodes y cuidaba de la acémila, y le presentó a personajes a los que deseaba inscribir en aquel paisaje. Labradores y ganadores, herradores, peones, carpinteros y rentistas. Y se sintió tan fascinado por aquel universo de estampas, tránsitos y líquidos que apestan --"dicen que lo que le gustaba más era cuando el fotógrafo, un tal Julve, encendía fuego y se ayudaba del resplandor para tomar fotos de la gente al anochecer", refería mi madre--, que le dijo si podía aprender el oficio con él.

Vaya si lo aprendió: en Zaragoza, en pueblos aragoneses, deambulando de aquí para allá, especialmente en Cantavieja, donde Julve, Patricio Julve, abrió un cuarto provisional cuando le pidieron que retratase al pueblo completo con sus gentes y sus monumentos. Cuatro o cinco años después, volvió a Rorís y se convirtió en el profesional más apreciado de la comarca. Fundó una especie de estudio en la que había sido Barbería Barbacán y llenó el cobertizo de atrás de telas, maderas y banquetas, y colgó un ostentoso cartel con letras azules: Seara de Castro. Retratista. El hombre en sus paisajes. Iba a todas las fiestas y bailes, acompañado de Marica Doce, su mujer, que lo mismo daba las fichas a los clientes que iban a ser retratados, que anotaba la fechas de las entregas, que portaba el flash o peinaba a los niños para que saliesen mejor. "Nos dimos verdaderamente cuenta de lo que teníamos cuando empezamos a ver sus fotos en O ideal galego: la ballena que embarrancó en Barrañán, la grúa que inauguró Franco en Caión y los incendios de A Choca y Santa Leocadia. Todas las fotos que tenéis tu hermano y tú son suyas", me contaba mi madre.

Es cierto. Tengo ahora en mis manos las cuatro fotos que me hizo. Me miro en ellas. Son como el álbum del solitario, un álbum íntimo y reducido en el que casi no me reconozco. En la primera estoy en la romería de los Remedios en Anzobre con mi madre, guapísima y joven, con sus zapatos con un poco de tacón y una blusa blanca de lunares negros. Tendría cinco o seis años, eran los tiempos en que iba a la Escuela de Matilde y alguien me había enseñado ya que si tiraba la goma al suelo y me arrodillaba a recogerla podría ver las piernas de aquella mujer que también vendía manzanas al atardecer a quienes no teníamos árboles frutales en casa. La segunda es en los jardines del Balneario, a la sombra de un abeto: mi madre me había comprado unas sandalias blancas que llevaba con calcetines del mismo color, jersey de pico con corbata y pantalón corto. Sinceramente, no recuerdo nada de aquella instantánea. Tengo la sensación de que ese chiquillo es otro, de que no soy yo, aunque existe una prueba definitiva que no da lugar a equívocos: la huella de una pedrada que me dio mi primo segundo Atanís cuando los dos nos peleábamos por el amor de una niña de Candame, Beatriz de Sousa.

En la tercera estoy, durante mi primera comunión, en el año 1968, en la iglesia de Baladouro. Voy vestido de marinero, y me acompañan mi padre y mi hermano Hilario. Marita aún no había nacido y mi madre se retiró del altar porque estaba en los últimos meses de embarazo. Es curioso, a mi madre no le gustaban demasiado las fotos, siempre salía como con miedo o con afectación, apretando los labios. Seara de Castro, que la conocía muy bien desde joven, le insistió para que se dejase hacer unas placas de primer plano. "Así, con ese embarazo de mujer que ya no es niña, estás mucho más guapa. Sonríe, Sara". Lo recuerdo muy bien. Le dijo exactamente eso.

La última foto de Seara de Castro es un retrato de grupo captado el último domingo de mayo el día de la Primera Comunión de mi hermana en 1976. Coincidió con la fiesta de las Flores y con el primer baile de la temporada. Es por la tarde. El fotógrafo había traído sus aviones de madera y sus barcas, que Marica Doce había repintado. El viento y una luz intensa nos afea a todos, salvo a mi padre y a mi hermano: mi primo Antonio tiene patillas de bandolero, mi madre contrae los labios y mi hermana Marita, más que una niña hermosa y pizpireta, parece una vejeruca vestida de blanco. ¿Y yo? Soy el adolescente mofletudo y rubio, verdaderamente horrible, a quien tapa su abuela Pilar y el vuelo de su pañoleta de flores oscuras. Al fondo, se ve a don Santos comiéndose un helado. Si no supiese que era indiferente a la escena --mi padre resumía su actitud con esta frase: "Ese é o seu ser"--, diría que se está burlando de todos nosotros. Igual que Manuel Seara de Castro, que nos desnudó sin compasión alguna tal como éramos.

 

+Me ha encantado esta foto de familia de San Vicente de Villamezán. La he tomado de la página http://www.arija.org/es.

3 comentarios

MARI CARMEN -

Me pregunto si este fotógrafo será el famoso Castro de mi infancia, "Fotos Castro" creo que ponía con un sello de tinta en el reverso de las fotos. En esas que ribeteaban con piquitos y que amarillean más y más en una caja en casa de mi madre. A pesar de que yo solo iba en los veranos, también tengo varias de esas fotos. Me encanta leerte Antón Castro, siempre es como regresar allí por unos minutos y sienta de maravilla.

Bieito -

Despois de leer este texto, chamoume a atención o da cidade asulagada de Ornia. E chamoume a atención porque eu vivo xustamente aí. Que máis podo saber disto, de onde sacaches esa información.
Grazas

Blanca -

Compré "Golpes de mar" hace ya tiempo, y francamente me gustó. No entiendo como ha tenido tan poco éxito.

No obstante la vida es larga, y está llena de sorpresas. Quiza un día por la razón que sea se vende como rosquillas. De todos modos, tu siguiente obra, sea la que sea, será una obra maestra. Estoy segura.

Un beso Antón..!! :)