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Antón Castro

EVOCACIÓN DEL TENIS JUNTO AL HUERVA

EVOCACIÓN DEL TENIS JUNTO AL HUERVA

 

AQUELLOS MARAVILLOSOS DÍAS DEL TENIS

Me ha gustado el tenis desde la adolescencia, desde los tiempos en que estudiaba Eletctrónica en la Universidad Laboral de A Coruña. Mi rival y maravilloso amigo era Lito Villar Gantes. Jugábamos siempre que podíamos, por la tarde, en aquello que se llamaba sesiones de estudio. Y lo que más nos complacía era vencer a un militar veterano, y además profesor nuestro de Taller y Tecnología, que corría lo justo pero se movía con exactitud y golpeaba con impactos casi definitivos. Nos recordaba a Andrés Gimeno.

Entonces yo seguía a los grandes: Ilie Nastase, Jan Kodes, Stan Smith, John Newcombe, un furioso Jimmy Connors, al que vencería Manuel Orantes contra pronóstico en Forest Hills. En aquellos días, “Jumbo” era el novio de América e intentaba seducir, y lo lograba, a la maravillosa Chris Evert, que acabaría casándose con un tenista más bien regular llamado John Lloyd. Jimmy Connors caería rendido en los brazos de la guapísima Marjorie Wallace. Eran también los tiempos de Billie Jean King, que ganaba más títulos que nadie, de la fugaz Tracy Austin o de una explosiva pero vulnerable Martina Navratilova. Más tarde, me fascinaba “el joven fenómeno sueco de 18 años Bjorn Borg”, tal como lo llamaba Juan José Castillo, el periodista de Luna, el director de “Sobre el terreno”, aquel caballero que se había hecho inmortal con aquello de “Entró, entró”. Diré que de Bjorn Borg lo que más me gustaba era su mujer, la tenista –número ocho del mundo- Mariana Simonescu, que murió demasiado joven, cuando ya se habían separado. No era bella exactamente, no era deslumbrante, pero pertenecía a ese tipo de mujeres que a mí me fascinan, tipo Dominique Sanda o la escritora Ingeborg Bachmann, aunque no era tan hermosa como aquélla ni siquiera tanto como “la bella Dominique” con la que se había casado Ilie Nastase.


Pero mi verdadero ídolo era John McEnroe. En solitario, sobre todo. Era como la reedición de Nastase: poseía un golpe de muñeca asombroso, sacaba de espaldas a la pista, jugaba siempre al ataque y voleaba como nadie. Y sabía lo que era la enigmática ciencia de la inspiración. Durante tres años, ya vivía yo en Zaragoza, deslumbró, pero antes ya había ganado a Borg en Wimbledon y en el Open USA en choques memorables, que vi en la televisión de un peluquero vecino en Toledo, 20, Ángel. Viéndolo jugar, le perdonaba su mal genio, que –bien se veía- era una estrategia para atemorizar al contrario, para tomar impulso y leer de nuevo el partido. Recuerdo aquella final excepcional en Roland Garros contra Ivan Lendl. Seguí el partido mientras servía copas en el bingo de Reina Fabiola. Venció los dos primeros sets con un juego de pista rápida, demoledor, de saque y volea; estuvo en un tris de vencer en el tercero, pero luego empezó un calvario de vómitos y calambres para ambos y el triunfo, aromado de épica y de dolor para mí, se inclinó para el lado del antipático checo. Aquellos también eran los días de la espléndida escuadra sueca: Mats Vilander, Andres Jarryd o Stefan Edberg, que al principio me parecía aburrido y frío y acabó pareciéndome el jugador más señor de las pistas, la pura elocuencia, el garbo conquistado en tres impactos de precisión y belleza. También irrumpió Boris Becker y un fugaz Yannick Noah, o el zurdo excepcional Henri Leconte (hubo otro tan genial como él, el checo Miroslav Mecir, a quien llamaban el tigre porque no se lavaba casi nunca, y menos después de los partidos. Se metía en la cama del hotel impregnado de sudor). Otro zurzo intratable fue Thomas Muster, míster zurriagazo.


Y además, yo jugaba todos los días, de una a dos, o de dos a tres, en el antiguo Club de Tenis (hoy, Centro de la III Edad: Pedro Laín Entralgo) con un comerciante. Eran partidos estupendos, y siempre había un momento en que alguien venía a saludarnos y nos recordaba que allí había jugado Jan Kodes. Aquel comerciante tenía además una característica muy curiosa: era un seductor. Las mujeres que visitaban su frutería, su establecimiento de ultramarinos y coloniales, caían subyugadas ante él, y accedía en hacerles recados a su propia casa. Me di cuenta de su poder de conquista cuando un día apareció una mujer, treintañera, bonita, de media melena, casada con un viajante de libros y enciclopedias, y le dijo: “A mí también me gustaría que me trajeses cosas a casa. Me harías un gran favor”. El favor no sólo fue ese, tal vez, y ella que conducía un Ford Escort naranja lo venía a buscar a las ocho los martes y los jueves. Lo sé porque entonces teníamos que cambiar de día nuestros partidos de dobles con dos amigos suyos que trabajaban en la Balay. En nuestros individuales, casi siempre ganaba él. O si no ganaba, lo buscaba afanosamente, y pugnaba en la red como un jabato. Y un día, tras un punto heroico de volea, me dijo: “Me estoy metiendo en la boca del lobo”.

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