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Antón Castro

LINA VILA: RETRATO DE UNA MUJER CON BESTIAS

LINA VILA: RETRATO DE UNA MUJER CON BESTIAS

Lina Vila tuvo una certeza inmediata tras recibir su primera caja de colores. En la cocina, alguien le oyó decir: “De mayor querré estudiar Bellas Artes”. Así lo hizo. Con ese ímpetu que la caracteriza, con una determinación de seda y hierro. Así es Lina casi siempre: seda y hierro. Frágil, acaso de agua y temblores, modelada por dentro y por fuera con tierra sedimentada por la luz y la mudanza de las estaciones, y fuerte e indomable como el hierro: tenacidad, piedra pura, determinación de ser contra viento o marea, o mejor aún, en el centro mismo de la tempestad.

Desde aquella intuición infantil, Lina Vila no ha parado: estudió tal como había soñado en Barcelona, asistió a las clases del acuarelista José Luis Cano Peñarroya, realizó cursos de grabado con Alicia Vela, en un tiempo en que sus artistas preferidos bien podrían ser Toulouse-Lautrec y Goya, en un tiempo en que el arte y las imágenes fluían como un arroyo incesante de ideas, de conceptos, de técnicas, de estremecimientos. En esa travesía de formación, Lina acudió a un curso de postgrado, y las prácticas consistían en ir al zoo de Barcelona a dibujar animales, a copiar contornos, ojos, la atmósfera de reclusión y, sobre todo, la potencia casi sobrecogedora del animal. Quizá entonces también aprendió algo más: aquellos seres salvajes y prisioneros, observados a diario por la mirada estupefacta de tantos visitantes, estaban tan desvalidos como aparentaban. Estaban desvalidos como cualquier ser humano.

La evolución de Lina Vila la llevó a la Casa de Velázquez y a otras experiencias. Siempre ha sido una pintora en el camino, una dibujante en el estudio. Uno de los proyectos que definía ya su personalidad fue La vida y sus sombras, una muestra variada y amplia que era una meditación sobre la memoria, la vejez, su propia abuela Juana, y la conquista de un espacio de intimidad. En una ocasión, me dijo Lina: “Crecí con mi abuela materna, Juana, la vi envejecer, la vi morir. Fue una persona muy especial para mí. Creo que todas las obsesiones de esa muestra venían de ahí. Era ciega. La dibujaba constantemente, cientos de veces incluso. Era mi modelo más constante. Y la conciencia de la finitud me ha llevado a reflexionar sobre el paso del tiempo, la vejez, las herencias inmateriales, los lazos de la memoria”.

Otra muestra que expandía la gran sinfonía del cuerpo doliente, por decirlo así, fue Me llamo rojo, que era la síntesis de sus dos años en la Casa de Velázquez y que se exhibió en 2004 en el monasterio de Veruela. Tenía algo de mirada al frenesí del propio cuerpo con la artesanía de una criatura que exhibe sus cicatrices y que borda, puntada a puntada, su propio corazón. En una ocasión, dijo: “El cuerpo es un gran laboratorio de miedos”. Y en 2006, en el Museo de Albarracín, Lina Vila dio un paso más: encaminó sus pesquisas sobre la relación entre el cuerpo y la naturaleza, el cuerpo y la flora arborescente, el cuerpo y la tierra, y así tejía, como Frida Kahlo tal vez, su propio mapa de los sentimientos, el torbellino orgánico de sus emociones. Aquella muestra de Albarracín tenía un apéndice fundamental: unas piezas minúsculas, rebosantes de color, que se alzaban sobre una maleta de madera y que representaban algo que le obsesiona a Lina Vila: el dolor. Que le obsesiona, o que se le escapa como una sierpe o una corriente de aire, y llega al centro nuclear de su producción. El dolor explícito, el dolor sugerido, el dolor que envuelve la existencia y se pega al cuerpo, el dolor que zarandea una y otra vez con la furia del escorpión.

         Quizá hasta entonces los animales habían tenido una presencia particular en la obra de Lina Vila. Y de golpe, como quien se zambulle en los bestiarios mediales, como quien redescubre aquellas alimañas en cautividad del zoo, la artista empezó a pintar animales: animales con ella, animales junto a un cuerpo que era el suyo, animales en plena naturaleza, una veces invernal y casi metafísica, otras veces de exuberante primavera. Todo ese trabajo, ese gran ejercicio plástico de variaciones sobre un tema o de oscilaciones del rojo carmín y sus heridas, cristalizó en dos muestras: Animales conmigo, que se vio este mismo año en la galería de Mario Campos, y en Consejos de madre, más amplia aún, que se colgó poco después en el Espaciovalverde de Madrid. De entrada, hay que decir algo: el universo de Lina Vila se ensanchó con una fuerza enorme y con una espléndida y variada iconografía que tenía en el dominio del dibujo uno de sus repentinos destellos. De esa copiosa e intensa labor derivó otra pequeña colección de piezas para una colectiva en Aragonesa del Arte. Lina Vila ha dicho una y otra vez que esa obra había nacido de un período convulso, de una etapa de crisis: crisis consigo mismo en primer lugar, crisis de amor y creación, crisis con el otro, crisis con el mundo, crisis con los padres, Pedro Vila y María García, que tanto le han influido, y que siempre han estado ahí, literalmente fascinados por su quehacer en continuo crecimiento.

Los animales son los otros. La bestia es el otro: el adversario, el cómplice, el amigo que se aleja, el amante del que una se aleja. Aunque Lina ha dicho que los animales no deben verse en una clave simbólica, es obvio que ella es la criatura vulnerable, la sacerdotisa, que se reúne con ellos en el corazón del bosque. Que indaga en sí misma y en ellos, que busca respuestas, que persigue sombras en la nieve, que halla sombras en la enramada. Los animales, por lo regular, bellamente dibujados, están coloreados con ese característico rojo carmín de Lina, y ella, su cuerpo menos nítido, como contorneado tras un ademán de veladura, se ha representado en blanco, gris o levemente pintada de rosa. Los animales se arriman al precipicio, contemplan un paisaje casi desolado, esperan en la fronda, acechan, miran a esa mujer –ángel, sacerdotisa, amazona de tinieblas o desolada ninfa del valle- que parece ejecutar una rara terapia del alma. Lina Vila, más que nunca tal vez, hace arte del cuerpo y de su desnudo más integral, hace arte de la vida y sus puñales, y se muestra como lo que es: vulnerable, indefensa, diana cazadora en la selva de la sangre y la luz, como un animal salvaje que olisquea la tarde, la espesura, el refugio matricial. Como un animal salvaje, inyectado de ternuras, que convive con los cuervos, las águilas y los buitres, con los alces y los ciervos, los lobos y los zorros, los guepardos y los simios, la cabra…

Animales conmigo también era, y es aquí, en Cariñena, tierra legendaria de vinos, la narración de los animales que Lina lleva dentro. El ciervo alude, y cito el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot, “al Árbol de la Vida, por la semejanza de la cornamenta con sus ramas arbóreas. También es símbolo de la renovación y crecimiento cíclicos”. Cirlot resalta su aspecto físico por “su belleza, su gracia, su agilidad”, y además es un animal claramente místico. Lina bien podría haber leído esta cita sobre el buitre: “…en la India, (…) el buitre aparece como símbolo de las fuerzas espirituales protectoras que sustituyen a los padres, siendo emblema de abnegación y consejo espiritual”.

Encuentro en el Diccionario de zoología en el mundo clásico, que preparó Fulgencio Martínez Saura, esta glosa de Plinio a propósito del zorro: “Según Plinio, en los países extranjeros dicen que el zorro interviene en los presagios, siendo un animal de tal sagacidad que en Tracia, durante el invierno, solo se cruzan los ríos helados por los lugares en que lo hacen estos animales, para ello, ponen su oreja sobre la superficie helada y detectan si la corriente está muy cerca o por el contrario está bajo una espesa capa de hielo, en cuyo caso se atreven a cruzar el río”. Y la traigo aquí por connivencia o proximidad con algo que presiento que está en estas obras: un aura glacial, una gelidez emotiva, un extrañamiento constante, una pugna por ser contra la escarcha de los elementos, contra los carámbanos del desamparo.

         Lina Vila habla de sus asuntos más permanentes: el sufrimiento, el dolor, la vecindad de la muerte, la imaginación y la fantasía, el cuerpo, el amor y la vida, la vida, sobre todo, que se derrama incontenible, intensa y misteriosa como una huella de felino. Si existe una pintura de sentimientos, está aquí y es ésta: la de Lina Vila, esa mujer a la intemperie de seda y hierro que se atreve a cruzar, entre bestias, el fuego y la nieve.

         Como un animal salvaje. Lina Vila. Museo del vino de Cariñena. Desde el 31 de agosto al 5 de octubre. La muestra y el catálogo rinden homenaje a Pedro Vila, padre de la artista que ha fallecido recientemente de cáncer. Pedro, empresario, poeta secreto y mecenas de mil y un proyectos, era un enamorado del Museo del Vino de Cariñena, era el que más le gustaba porque ahí, con sus piezas, veía la historia de un vida junto a los viñedos, a una vida entre sarmientos.

 

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