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Antón Castro

OSCAR SIPÁN: HOMENAJE A NELSON MARRA. CUENTO

OSCAR SIPÁN: HOMENAJE A NELSON MARRA. CUENTO

 

LA JAULA DE FARADAY

 

 

 

“Un literato es, en pocas palabras, un inútil

para cualquier actividad seria, un sujeto

propenso al ensueño y la especulación, que no

sólo no es útil, sino rebelde para con el Estado”

 

THOMAS MANN, Sobre mí mismo

 

“Los escritores no sirven para nada,

excepto para darle sentido a las cosas”

 

RAMÓN EDER, Ironías

 

 

 

 

Montevideo, 25 de enero de 1974

 

 

Sé que cuando pienses en mí acudirá a tu mente la imagen de ese cobarde de Juan Carlos Onetti, ese pobre seductor caduco con anteojos, la piel manchada de vejez y la corbata torcida, que te ha comunicado, fumando compulsivamente antes de unirse al resto del jurado, que tu cuento era el mejor de los 352 presentados sin discusión, pero que, por motivos extra literarios, no podía ganar. No te servirá de nada, te sonará a excusa barata, pero te he visto medio vivo, en la sala de interrogatorios de una cárcel clandestina: desnudo, sujeto con alambres a una silla, la boca seca de gritar, la sangre coagulada en los labios, los párpados vueltos del revés y los testículos aplastados con una maza, entre convulsiones y desmayos, en una agonía controlada por un hombre siniestro, con aspecto de jesuita, que te susurra al oído: Bienvenido al Taj-Mahal del dolor. Un hombre que asegura que tu final será una larga confesión, que su oficio consiste en alargar la vida hasta más allá de la muerte y que es capaz de extraer, condensado en un grito, tu compromiso político, tu alma y tus altos ideales. Y todo ese calvario por escribir un cuento de veinte miserables holandesas y por no querer revelar los nombres de los terroristas que te lo dictaron: nombres a los que no tienes acceso porque no existen. Tú no lo sabes, pero el represor desconfía siempre de la belleza y fundamenta su miedo en teorías disparatadas: mil monos comunistas tecleando en mil máquinas de escribir pueden provocar una revolución. El represor oye cantar a un ruiseñor y saca los tanques a la calle. Y por eso meterán tu cabeza en un tonel de agua helada varios minutos, largos minutos, rescatándote en el límite de la asfixia, la luz al final del túnel y los pulmones encharcados, para redactar tu certificado de defunción. Lo firmarán delante de ti y lo leerán en voz alta: Nelson Marra, de 31 años, profesor universitario de literatura, autor de El guardaespaldas, con el seudónimo conocido de Mr. Curtis, acusado de asistencia a los subversivos y fallecido por causas naturales. Te lo mostrarán varias veces antes de ponerte una bolsa de plástico en la cabeza, antes de atraparte la lengua con unas pinzas de batería, de dibujar el mapa de tus músculos con un punzón o de arrancarte las uñas con una tenaza. Y deberás recurrir a la mentira para intentar comprar tiempo. Pero la mentira es una aduana con fuertes aranceles, y no existe dato que una navaja de afeitar no pueda comprobar. Así que te encerrarán durante años en una habitación, entre la sarna, las infecciones y el asco, ulcerado pero no vencido, alimentándote de recuerdos y de sobras, la memoria como única compañera: la memoria es un corcho en el que vamos clavando caras y penas, labios de carmín y amores imposibles. Y aún así sobrevivirás, porque dejaste que la esperanza se colase entre las rendijas de tu cautiverio. Sobrevivirás a los maricas de uniforme disfrazados de machos que se intentarán colar en tus noches. Sobrevivirás para contemplar nuevos amaneceres y para tener hijos. Hasta una madrugada en que te arrojarán con los ojos vendados desde un coche en marcha en los suburbios de una ciudad, con tu juventud velada como un carrete de fotos y una cojera crónica. Recuperarás tu libertad en un país sin libertad, un país que ya no reconocerás, y, como el que entra en un cine con la película empezada, tendrás que tomar una decisión: cruzar el charco y cambiar las ventosas calles de Montevideo por un exilio de auroras boreales, las caras conocidas por las de extraños muy rubios y muy altos, al otro lado del mundo, hombres y mujeres de cariño dormido y conversación escasa: el paraíso de las razas arias que soñó Hitler. Nunca lo sabrás, pero este viejo cobarde acaba de regalarte la posibilidad de conocer a una mujer en un baile, una de esas mujeres que se apartan el pelo con naturalidad antes de sonreír, de seducirla, de disfrutar ese momento mágico de quitarle el sostén, los pechos blancos vibrando al enfrentarse a la gravedad y a tu deseo, los cuerpos entrelazados en la orilla, a la vista de todos y de nadie, profanando la rutina de las olas. Quiero que sepas que, egoístamente, también lo he hecho por mí. Puedo soportar un leve interrogatorio, pero no la abstinencia de un encierro. Y sin mi dosis diaria de alcohol sufriré una crisis nerviosa o me volveré loco. Aunque no se atreverán a retenerme mucho tiempo. Le tienen demasiado miedo a mi ángel de la guarda: la opinión pública. Aún así, me he visto exiliado en una cama de Madrid. El exilio convierte los días en domingo por la tarde, extrañando Montevideo como se extraña a una amante: el ambiente de los cafés, el olor de las madrugadas, la luz de los hoteles dudosos, lejos de los teatros y de la tranquilidad de los prostíbulos de la que hablaba Faulkner, lejos de medias que caen sin ruido en habitaciones de sirvienta, (las sirvientas son evangelios de carne y hueso), escuchando a Tchaikovsky, a Gardel y a Dolly transcribiendo a máquina manuscritos de tinta desleída, mi dulce Dolly, la mujer que más he amado, el único nexo con el mundo exterior ahora que todos están muertos o muriendo, ahora que traicionan los espejos; en los espejos duerme la niñez y no existe nada más doloroso que asomarte a tu pasado, discutiendo sobre el sexo de los ángeles con Benedetti y leyendo novelas policiales y a Baroja todos los inviernos, declinando homenajes y entrevistas, durmiendo de día con la pegajosa sombra del Nobel, esa llamada de Suecia que te inyecta inmortalidad en las venas, y escribiendo de noche con el codo dolorido, media pastilla de Metedrina y una botella de vino aguado, un testamento literario antes de mudar la carne. ¿Cómo explicarte el dilema moral de no premiar al que lo merece, la súplica, por parte de la dirección, de elegir el cuento más inocente, más liviano, que acompañe a la imagen de Salvador Allende en portada, antes que un artículo acusador, rotundo, un puñetazo sobre las conciencias que puede provocar la retirada de la edición o, incluso, el cierre del semanario que convoca este concurso? Tu cuento sería el detonante para volar todo por los aires. No ha quedado otra opción que premiar La jaula de Faraday, de Agnese Martigny, la historia de desamor del ascensorista, entre la segunda y la tercera planta de la Torre Eiffel. Un cuento azucarado sobre el destino con una frase para recordar: vivimos en soledad con destellos de compañía. Agnese Martigny, uruguaya de origen francés, es una de esas mujeres entusiastas, de sombrero y maquillaje llamativo, que caminan irremediablemente hacia la locura, y que terminan saltando desde las cornisas de los edificios. Deberías encauzar toda esa cólera que ahora sientes hacia mí en tareas más nobles y beneficiosas. Primero vive y luego escribe, sin esperanza y sin desesperación, como decía Isak Dinesen. Escribe sin descanso: la inspiración es la excusa que ponen los que no tienen nada que decir. Literaturiza tus recuerdos, tus miserias y las de los que te rodean. Ládrale a la vida, emociona. Mata al padre y desviste las historias hasta que no se les note la ficción. Pero no te cases: el matrimonio es una fosa que se cava entre dos, un invento de la iglesia católica para tener su propio infierno en la tierra. Espero que nuestro desencuentro sea como las picaduras de ortiga, que dejan una comezón en la piel y luego desaparecen. Y que algún día volvamos a vernos, en el humo de un club de jazz, con esa complicidad de los pecadores y un vaso de whisky entre las manos. Mientras tanto, admira la estampa triunfal de Agnese Martigny avanzando con sus tacones de aguja hacia el escenario, sonriendo como una Miss Mundo acodada en la baranda de un club de golf. Y no me odies.

 

 

 

 

 

Montevideo, 9 de febrero de 1974

 

 

Sigue siendo la muchacha espigada y dulce que conocí en Buenos Aires, caminando por Reconquista hacia Lavalle, con la funda de un violín bajo el brazo y una carpeta con partituras, piensa Juan Carlos Onetti al contemplar a Dolly de espaldas: la luz matinal dibujando su silueta y la de una gaviota posada en el alféizar, el cabello recogido en un moño, el violín apoyado contra el hombro izquierdo y el arco en tensión, a punto de extraer las primeras notas de los Caprichos de Niccolò Paganini. Tumbado en la cama, con los ojos entornados, fetales, Onetti administra el aliento, enciende un cigarrillo y, dejándose llevar por la música, expulsa una bocanada de humo al cielorraso del techo. Acaba de regresar a la niebla densa de Santa María, una ciudad de culpables melancólicos, su vida al otro lado de lo que llaman realidad. La música de Dolly carece de ángulos y se sostiene por puro virtuosismo. Se entrega al instrumento como un pelícano alimentando a sus crías con su propia carne. Se casó con ella cuando aún era menor de edad y nunca, ni en la peor de las crisis, ha dejado de arrepentirse. Cuatro matrimonios y mucha soledad en compañía para llegar hasta Dolly.

 

Más allá de Dolly está la nada, las calles vacías, el mar.

 

De repente la gaviota levanta el vuelo, en un mensaje agorero que no tarda en confirmarse: media docena de hombres vestidos de civil tiran la puerta abajo y les encañonan con sus armas reglamentarias. Los militares reflejados en las pupilas cansadas de Juan Carlos Onetti y un pensamiento: no sirve de nada, el represor desconfía siempre de la belleza.

 

 

Oscar Sipán

 

 

 


 

Se cumplen 30 años de la liberación del escritor uruguayo Nelson Marra, torturado y encarcelado desde el 9 de febrero de 1974 hasta el 9 de febrero de 1978, por ganar el concurso de cuentos que patrocinaba el semanario Marcha con El guardaespaldas, la radiografía de un prototipo de torturador de la policía política de los países del Cono Sur de América. Tras su reclusión, Marra se exilió a Suecia y luego a Madrid, donde falleció el 3 de diciembre de 2007.

 

Juan Carlos Onetti fue liberado el 14 de mayo de 1974 y se exilió en España.

 

Este cuento pretende ser un homenaje.

 

5 comentarios

Emiliano -

Justo compré el libro de Marra a menos de un euro en Buenos Aires, y sin conocerlo leí el cuento que da título al volumen, "El guardaespaldas". Es genial, realmente escalofriante y maravillosamente escrito.
Saludos

Emiliano

Niggerman -

Je, di que sí, Óscar, di que sí...

Oscar Sipán -

Muchas gracias a todos. Si alguien merece un homenaje es Nelson Marra. Olvidamos rápido, le damos importancia a cosas que no la tienen.
Un abrazo a todos.
Oscar

Cristina Monteoliva -

La pena es que estas cosas seguirán pasando en el mundo.
Lo siento, de todos, sólo conozco a Sipán, al que suelo seguir con entusiasmo

Esteban Gutiérrez -

Una maravilla de relato epsitolar y un precioso homenaje a los dos.
Ahora estoy leyendo los cuentos de Haroldo Conti. Os imagináis.