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Antón Castro

ADIÓS A JOSÉ RAMÓN DEL RÍO

ADIÓS A JOSÉ RAMÓN DEL RÍO

Esta mañana, me ha llamado, hacia las doce de la mañana, la hija del pintor y acuarelista José Ramón del Río. En la noche del sábado al domingo falleció súbitamente mientras dormía. En 2006 realizó una exposición itinerante por diversos lugares de Aragón. Estuve en su estudio de Movera, conversamos largo y tendido, y redacté este texto sobre su forma de trabajar. Desde aquí le mando un abrazo a su familia. José Ramón solía ir por ahí con un impresionante libro de firmas.

 

 

UN DESIERTO DE LUZ

 

Acerca de la pintura a la acuarela de José Ramón del Río

 

Hay artistas que parecen salir al campo con música de Franz  Schubert. La dejan sonar, dejan que se derrame por las lomas y los llanos, les gusta oírla en el corazón de las salinas o como un viento tibio sobre la superficie de las lagunas. Hay artistas que salen al campo o al monte bajo con una música íntima entre las sienes y una profecía de luz que avanza entre los cerros. Hay artistas como José Ramón del Río que entienden la pintura como una conquista de paz, como un estado ideal de entrega, como una forma de desnudarse de la forma más decisiva: en sensibilidad, en emoción, en transparencia pura de aire y cristal. Lleva ya muchos años este acuarelista, que un día fue pintor al óleo, practicando la técnica del agua, este arte refinado y preciso que exige control, sabiduría, escrupulosa conciencia del color.


Uno de sus lugares predilectos, su paraíso de agua y vértigo, son los Monegros, ese páramo cuyo horizonte se pierde en lontananza, esa tierra de contrastes que anima la paleta. José Ramón del Río se planta allí, como una minúscula guija en el centro de la inmensidad, y empieza a mirar. Mira para ver: mira para interiorizar el paisaje iluminado. Mira para verse. Mira para entenderse y cifrar mejor sus emociones. Contempla aquí y allí, y anota en la memoria de la retina y del pincel todos los matices: los montículos y los matorrales, los tallos que agita la brisa, los pájaros en bandadas que huyen, los reflejos inesperados en el agua, el cromatismo cambiante de los cielos: ahora hay limpidez, exactitud de blanco y azul arrojado del mar; ahora hay amenaza de tormenta, nubes negras como espectros, nieblas. Y no sólo le interesa eso: quiere captar una atmósfera, el estado de ánimo de las estaciones, el carácter revelado de golpe de este llano en llamas del mundo. Hablamos aquí de lugares que pueden llamarse Farlete, Monegrillo, Sariñena, lugares que perfilan una belleza desolada, una belleza casi metafísica: el hombre, el pintor hambriento de hermosura e intensidad, está ahí a solas como quien persigue visiones, tierras, boiras, murmullos, plenilunios, heridas del tiempo en el corazón de la intemperie.   

   

El pintor está a punto de empezar el rito: toma apuntes, busca la profundidad máxima o un destello que temblequea tras la levísima colina, anota circunstancias, efectos, retiene ese instante casi inefable en el que desierto inacabable adquiere la forma de un idilio bajo luces cárdenas. En ese instante de contacto y comunión con la naturaleza, José Ramón del Río hace acopio de todo lo que percibe: los colores quebrados, los charcos como balsas, los caminos que parecen ir hacia ninguna parte o a todas las ciudades de la tierra, la lejanía que se difumina. El paisaje le administra los ingredientes de una gran representación.     


Luego, ya en su estudio de Movera, a partir de aquellos bocetos pequeños, de las imágenes que la memoria visual del artista ha almacenado en su cerebro, comienza el otro momento decisivo: los cuadros, con cierta inclinación a la panorámica, se van alzando en el caballete, se van enseñoreando en el estudio. Relucen. Imponen sus formas. Cabrillean como relámpagos de luna. Los cuadros le van brotando de la luz con pinceladas largas, en una travesía donde todo sobra salvo su concentración, el gesto suave, el escrupuloso vaivén del agua sobre el papel. Las acuarelas adquieren vida: en algún instante, el pintor pudo haber levitado ante la hermosura del paisaje, ante la delicada capacidad de sugerencia, ante su propia escritura minuciosa y tamizada de luz, de hondura, de soledad.        

Pintor de incuestionable técnica, José Ramón del Río compone toda suerte de paisajes: paisajes líricos, enriquecidos por el azul y el verde, ese verde variado y complejo que parece un inventario de verdores de la tierra; paisajes dramáticos hechos con los grises, los marrones, los negros… Los cuadros del acuarelista siempre tienen un color dominante, y cada obra se subordina a un cromatismo concreto, a un diálogo de equilibrios, a la música de una estructura. El artista, además del tema, maneja otros elementos: la composición, el punto de vista, el dibujo de ambientes, la forma de la pincelada, la limpieza del acabado final.  

 
A José Ramón del Río le gustan las formas horizontales, la distribución del cuadro de una manera especial: más que el primer plano, prefiere las formas desdibujadas, le otorga una especial importancia al encuentro del cielo con el horizonte. En casi todas sus piezas, hay como una posición del acuarelista como a vista de pájaro que planea y también un trazado espectacular de los haces de luz, que igual surgen tras un promontorio que se esparcen desde las nubes del cielo. Todas sus acuarelas poseen un ambiente muy particular, de enorme fuerza. Combina por igual un aire de fatalidad y de abandono que la poderosa belleza del páramo, tan paradójica, lo mismo muestra la tierra requemada y sin agua que una soberbia sabina, rodeada del propio misterio de su floración, José Ramón del Río lo mismo ofrece los celajes que parecen de “El coloso” de Goya que una balsa que bien podría ser un lago con miradores.

         José Ramón del Río no es un pintor dado a las mixtificaciones, a las teorías. Practica una artesanía del alma, una manufactura del desierto más íntimo: pinta el paisaje que ha visto y el que imagina, pinta para crear sueños y fábulas de la luz, pinta espacios mágicos, teñidos de fuerza, pero también de melancolía. Pinta su propia aventura de atravesar la llanura y de regresar a casa, al taller, con un cargamento de fuegos intactos.

*Esta era una de las imágenes de José Ramón del Rio en su web:

www.joseramondelrio.com.

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