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Antón Castro

HOY, CON SENDER EN EL PARQUE

HOY, CON SENDER EN EL PARQUE

*Esta tarde en la Feria del Libro de Huesca se presenta la reedición de ‘Solanar y lucernario aragonés’ de Tropo Editores. Este texto es el prólogo al volumen.

SENDER, EL ESCRITOR QUE QUISO SABERLO TODO

 

Ramón José Sender (1901-1982) es, sobre todo, un narrador. Un contador de historias. Alguien que anda y desanda los senderos del tiempo, de aquí para allá, con un sinfín de recuerdos y los derrama con espontaneidad y eficacia, como el mago que levanta el sombrero y convoca la presencia de extraordinarias criaturas. Después de perder la guerra civil y de perder la patria, el escritor reconstruyó su vida como pudo en Francia inicialmente, en México y en Estados Unidos, pero siempre llevó consigo una sombra: Aragón. Y para él decir Aragón era decir Chalamera y Alcolea de Cinca, Caspe, Alcañiz, Huesca y Zaragoza, y era decir los Pirineos, y desgranar el río de la historia, el hontanar de las leyendas, el torbellino de la memoria.

En el exilio, el gran escritor, que ya había firmado novelas como Imán o Mr. Witt en el cantón, galardonada ésta en 1935 con el Premio Nacional de Literatura, consolidó su escritura y firmó nuevas obras como El rey y la reina (1947), Crónica del alba (1942-1966) o Réquiem por un campesino español (1953, como Mosén Millán, y 1960), por citar títulos esenciales de su producción. Se mostró como un escritor a lo largo y a lo ancho, capaz de abordar todas las suertes de la narrativa: lo mismo escribía novelas históricas que psicológicas, políticas, esotéricas, fantásticas, alegóricas o filosóficas. Es difícil encontrar en la literatura española a un autor de registro tan variado, tan desconcertante, proclive, además, a recrear su propia existencia de un modo magistral en la ya citada Crónica del alba, ese libro de libros que hay que situar al lado de los grandes empeños novelísticos y memorialísticos de Max Aub, Arturo Barea, Corpus Barga o Pío Baroja.

En todos esos años de exilio, Sender nunca olvidó sus orígenes. Ni a sus amigos. Ni a su familia. En cuanto el régimen de Franco se lo permitió, regresó a España y a su tierra, en dos ocasiones: en 1974 y en 1976, ya fallecido el general. La vuelta resultó polémica: Sender, septuagenario ya, fue recibido con muchas esperanzas y despedido con algunas críticas por las nuevas generaciones de Andalán. En la segunda visita, estuvo en Chalamera, en Calatorao, en Zaragoza, y vivió experiencias muy emocionantes. Por aquellas fechas fue invitado por Antonio Bruned, director de Heraldo de Aragón, y Eduardo Fuembuena, responsable de Aragón Expréss, a realizar una colaboración en ambos medios. Ramón José Sender inició la publicación de una serie de artículos. Artículos de casi todo: de mitología popular, de historia, de sociología, de literatura, de antropología, divagaciones, apuntes de la niñez. Artículos amenos, escritos con pasmosa seguridad y con un aroma costumbrista, rápidos, textos que esclarecen lagunas de su vida. Una colección de aquellos artículos fueron publicados por el inolvidable Joaquín Aranda, bajo el título Solanar y lucernario aragonés, en el sello de Ediciones de Heraldo de Aragón en 1978.

Se trata de un título muy especial en su producción quizá porque esos artículos, escritos bajo el impulso de los recuerdos que azotan el otoño de la vida, tienen algo de memorias caprichosas, de complemento a libros como Monte Odina (1981) y al Álbum de radiografías secretas (1981). En Solanar y lucernario aragonés, redactado desde la felicidad que fluye como la corriente de un río y desde la tentativa de recobrar el tiempo perdido, Ramón José Sender habla de su familia, de su madre y de su padre, de su aya tía Ignacia, habla de algunas vacaciones con sus hermanas y sus cuñados en Villanúa, de los ríos Guatizalema y Cinca, de pueblos como Alquézar, de libros de autores aragoneses como Jerónimo Borao o Baltasar Gracián. Recuerda los juegos de infancia y a un conjunto de personajes casi siempre pintorescos. Sender tenía una particular afición por “el tonto del pueblo”. Y disfruta acudiendo a las palabras nativas, a sus etimologías, a los diminutivos, se divierte discutiendo con los eruditos. Su conocimiento es tan frondoso que lo mismo habla de ‘Parsifal’, la sierra de Gratal y el Santo Grial que recuerda la leyenda de los duendes de Zaidín, o se extravía por la festividad del Pilar y el impacto histórico de la basílica. Reflexiona sobre el carácter aragonés y el pecado de individualismo que lo caracteriza o analiza la poesía del territorio, que le lleva, páginas más adelante, a glosar la trayectoria de otro poeta y amigo suyo: Francisco Carrasquer Launed. El Premio de las Letras Aragonesas de 2006 acabaría convirtiéndose en uno de los grandes especialistas en la obra de Sender.

En este recuento del libro, que reedita ahora Tropo Editores con gran belleza formal (el sello de Óscar Sipán y Mario de los Santos ya había presentado en 2008 una espléndida edición del Álbum de radiografías secretas), hay un capítulo muy literario: ‘Monte Odina’. Francisco Laguna, amigo de su padre, le dijo al joven: “Estoy restaurando –dijo- y ensanchando una casa de campo que se llama Monte Odina y quiero tener una buena biblioteca allí. ¿Sabes quién va a organizar esa biblioteca?”. La tendría que organizar el escritor, claro, aunque el destino le iba a impedir acudir al “verdadero palacio” de Selgua. Sender confiesa: “Monte Odina, tal como lo soñaba en mis buenos dieciocho años, sigue con vida propia en mi imaginación y es más que probable que lo demuestre literariamente en la medida de mis fuerzas y en un futuro no lejano”. Y añade: “Monte Odina. Quedó en mi imaginación ese nombre como una semilla que debía germinar y fructificar un día”. Así fue, en 1981 publicaría una narración muy abierta con ese título en el sello Guara.

Hay otro texto especialmente divertido que demuestra la insolencia, el orgullo, la bravuconería (“yo [era] era un chico de origen campesino. Los de mi clase aprenden a pelear desde niños y algunos sobreviven”, dice) y la energía del joven periodista Ramón José Sender, cuando estaba de redactor en La tierra. Manuel Casanova, que sería director de Heraldo y el novio más conocido de la pianista Pilar Bayona, escribió en el Diario de Huesca a propósito de Sender de este modo: “Esos jóvenes escritores que no tienen sino pelos en la cabeza”. Sender se sintió muy ofendido, y decidió que “tenía que castigarlo a la vista de la ciudad entera”. Lo fue a esperar en una imprenta próxima al cine Odeón y le soltó una bofetada, y otra y otra y otra, hasta que una voz femenina dijo: “¡Auxilio, que matan a mi hermano!”. La historia continúa, y lo que viene es tan inverosímil o desconcertante como lo que acabamos de contar. Por ejemplo, se dice: “Se restableció el orden y el gobernador, que era un andaluz grande y decorativo, nos puso dos agentes de vigilancia que nos siguieron los pasos algunos días para evitar que nos batiéramos en duelo”.

Solanar y lucernario aragonés es uno de los libros más entrañables de Sender. Es un libro de reencuentros, de citas con fantasmas, del ayer recobrado. Tiene algo de confidencia, de revelación, de secretos de familia y de creador, y a la vez oímos la voz de alguien que se siente integrado en un territorio con historia, en una sensibilidad y en un paisaje. En un libro así, tan íntimo a la vez, tenía que estar la novia de su niñez, la novia de Crónica del alba: Valentina. Dice Sender a propósito de este “verdadero ángel”: “Para Valentina yo era un hombre que lo sabía todo. Para mí ella era un ser sobrenatural que lo merecía todo en la tierra y en el cielo”.

 

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