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Antón Castro

ENRIQUE MURILLO OPINA

ENRIQUE MURILLO OPINA

No disparen contra el editor

Corren malos tiempos para los editores. Los de Jack Kerouac y de Raymond Carver han merecido varapalos notables por haber metido mano en la obra de esos autores, haciendo lo que en inglés se llama editing, un término que por ahora no tiene traducción al español. Se les acusa de mancillar con sus sucias manos la sacrosanta versión original de unas obras que, por su culpa, fueron publicadas de una forma bastante distinta a como salieron originalmente  de la máquina de escribir del autor. Una cultura (¿?) que no ha entendido nunca el romanticismo, una sociedad poco dada a relativizar las cosas, y muy entregada a la mitificación, tiende a aplaudir rabiosamente esta clase de condenas. Acepta una historia de malos (los editores) y buenos (los escritores), y reduce la discusión, que podría ser interesante, a un juicio sumarísimo. En España no abundan los editores que trabajan los textos con los autores, y últimamente se llama editor a alguien que, tras consultar la lista de libros más vendidos de la semana en el índice Nielsen, llama al autor que despunta y, sin preguntarse qué escribe, le invita a escuchar una oferta, o un ofertón.

Por esa razón sorprende que Mario Vargas Llosa, al recibir la noticia de la concesión del Premio Nobel de Literatura, tuviera un primer recuerdo de gratitud hacia Carlos Barral, el editor que publicó la primera de sus grandes novelas, La ciudad y los perros. ¿Por qué ese agradecimiento? ¿Se puede saber qué hace un editor? Se dedica a los libros, al parecer, pero no los escribe. De hecho, Carlos Barral escribía libros, y muy buenos. Los suyos son los mejores libros escritos por un editor español en muchísimos decenios, antes y después de su muerte, y dan la medida de su sobresaliente talla intelectual. Espero que Mario Muchnik y Jaime Salinas, que trabajaron con él y han escrito magníficas memorias, coincidan conmigo y no se me ofendan. Pero el trabajo de Barral como editor no consistía en escribir, sino en otra cosa. ¿Qué es lo que Vargas Llosa le agradeció cuarenta años más tarde, cuando supo que le daban el Nobel?

¿A qué se dedica un editor? Básicamente su tarea consistía entonces y consiste ahora en leer y elegir.  Barral reunió a un amplio equipo de colaboradores, gente que leía y discutía con él, con una nómina muy amplia que en diversas épocas incluyó a Jaime Salinas, Jaime Gil de Biedma, Sergio Pitol, Pere Gimferrer y Félix de Azúa. De la mano de este último llegué cierto día de 1969 a participar fugazmente en aquel comité editorial por el que también aparecía la roja llamarada de la melena de Rosa Regás. Fueron un par de meses, media docena de lecturas. Una vez Carlos me pidió que hablara en privado con él de un informe de lectura muy negativo. Me dijo: “sí, tienes razón, no es buena la novela. Pero la publicaré…” Y aludió vagamente a cierto compromiso con alguien cuya militancia política y mala situación económica le hacían merecer algo que le hubiesen negado sus virtudes literarias.

El editor, así pues, elige. Descarta docenas de manuscritos (a veces algunos que son muy valiosos, todos nos equivocamos), y acaba publicando unos pocos. Antes de publicar, sin embargo, hace dos cosas más. Ayudar al autor a llevar su obra a su mayor perfección posible, y crear una forma de publicar que conecte con el lector potencial. He consultado al respecto a Mario Vargas Llosa, que ha tenido la amabilidad de decirme, en medio del ajetreo actual (lanzamiento de la nueva novela, discurso de aceptación del premio), que Carlos Barral era un editor que se implicaba muchísimo, que hacía comentarios muy lúcidos. Realmente leía los manuscritos y daba muchas sugerencias interesantes.”Cuando leyó La ciudad y los perros, recuerdo que me hizo muchos comentarios. Él jamás se desinteresó de la parte literaria.”

Finalmente, el editor publica ese manuscrito, en el sentido más fuerte de la palabra: hacerlo público, batallar por conseguir que ese autor, a veces anónimo, encuentre un lector, muchos lectores a ser posible. En el límite, hasta conseguir que el autor pueda vivir de lo que escribe gracias a los royalties que genera la venta de ejemplares de su obra. Es lo que hizo Carlos Barral con el manuscrito de Mario Vargas Llosa, en este caso remitido por la agente Carmen Balcells, cuando ni Vargas Llosa ni Balcells eran nombres archiconocidos; cuando, en cierto sentido, no eran nadie. Por eso, porque Carlos Barral descubrió su enorme talento cuando no tenía reconocimiento alguno, Vargas Llosa se acordó de su descubridor cuando recibió el aval  definitivo, ese Premio Nobel que tan a menudo se otorga por asuntos poco literarios, pero que en esta ocasión honra una notabilísima potencia literaria. Ese día Vargas Llosa le dio las gracias a quien invirtió el dinero de la editorial para convertir el manuscrito en un libro, quien contribuyó como nadie a fomentar su prestigio y encontrarle lectores. Luego, por supuesto, la calidad de aquella y sucesivas obras, hicieron el resto. No estará de más, sin embargo, añadir aquí que a comienzos de los noventa Juan Cruz, desde la dirección editorial de Alfaguara, puso todo su empeño y unos buenos dineros del Grupo Santillana en la labor de editar dignamente y en un mismo sello, no solo los nuevos libros de Vargas Llosa sino también toda su obra anterior. Gracias a él sobre todo Alfaguara puede enorgullecerse hoy de tener a otro premio Nobel en su catálogo.

Barral había revolucionado la edición en España a través de la empresa de las familias Barral y Seix, entre otras cosas creando la colección Biblioteca Breve, para la que logró un diseño modernísimo (fotos a sangre, siempre en blanco y negro, bella tipografía, esmero artesanal en la producción, catálogo brillante y  puesto al día con lo que entonces la censura permitía publicar). Como un director de orquesta, el editor organiza equipos y los hace funcionar de manera que ese manuscrito casi anónimo se convierta primero en un libro, adquiera luego cierta resonancia, y encuentre finalmente al lector.

Uno de los editores de Carver, Gary Fisketjohn (que tomó el relevo del denostado Gordon Lish), hizo algo parecido con el ahora consagrado Cormac McCarthy. Este grandísimo escritor había vendido en Estados Unidos apenas 5.000 ejemplares de su extraordinario Meridiano de sangre. Fisketjhon contrató su siguiente obra, trabajó con él, y publicó, en el sentido fuerte de la palabra, Aquellos caballos tan lindos y ayudó a McCarthy a ocupar el puesto que ahora ocupa en todo el mundo, con ventas en su país por encima de los 100.000 ejemplares en tapa dura. Por cierto, que Fisketjohn es un editor de los que se pasan encerrados un mes en casa, lejos de la oficina, cada vez que llega un manuscrito de McCarthy (o de Bret Easton Ellis, otro de sus autores), trabajando el texto para que luego lo retome el autor para aprobar o no sus observaciones, y hacer o no algo al respecto.

¿Por qué hay editores, en este sentido, y no parece haber nadie que haga esa función en la pintura? El pintor de caballete es solo el autor de su pintura cuando tiene el pincel en la mano y va aplicando pinceladas a la tela; pero en cuanto da unos pasos atrás y se aleja del lienzo pasa a ser también el espectador del cuadro (sin dejar de ser su autor). Desde ese nuevo punto de vista calibra fácilmente si le pesa mucho el dibujo por la izquierda, si hay demasiado rojo en el ángulo inferior izquierdo, si ha de poner más verde en el centro. La distancia física le permite la distancia analítica. Para el escritor ese desdoblamiento es casi imposible. Para el novelista sobre todo, que maneja enormes masas de texto, no existe la posibilidad de alejarse y, de un vistazo, contemplar la arquitectura de su obra y comprobar dónde están los desequilibrios. Para “ver” la obra en su totalidad ha de hacer algo más que retroceder dos pasos; tiene que invertir muchísimo tiempo en leer la obra entera. Por esta o por otras razones, le resulta muy útil tener otros ojos que le proporcionen esa visión distanciada. Para eso le sirve el editor. Hay escritores, como Javier Marías, que no lo necesitan. Como mucho, aceptan la sugerencia de un amigo respecto al título de su novela, como a Marías le ocurrió con un texto que en su máquina de escribir se llamaba “La novela de Oxford” y que terminó titulándose  “All Souls” como el college de Oxford, Todas las almas, de acuerdo con la sugerencia de Álvaro Pombo. Otros, como Eduardo Mendoza o Terenci Moix, han usado los buenos oficios de Pere Gimferrer, un editor en el sentido más pleno y británico de la expresión. Ni unos ni otros parecen ser los malos de la película.

Enrique Murillo

*Este artículo apareció ayer en las páginas de 'El País'. 

Andy Oram y Juan Pablo Silvestre con Enrique Murillo, de negro, azul y amarillo. Enrique es escritor, traductor y editor de Libros del Lince.

2 comentarios

Julián Chappa -

Enrique Murillo: el más salvajemente lúcido de los defensores de ese lince ibérico que es la edición de buenos libros. Felicitaciones a Murillo por su valentía y su idoneidad profesional.

jose luis de la vega -

MI más sincera enhorabuena al gran amigo y al gran poeta, Ángel Guinda.Sin duda alguna merece este premio de las Letras aragonesas por su dilatada, ferviente, lúcida, arriesgada y apasionada obra poética. Yo, que he tenido el placer de recitar sus poemas en varias ocasiones,me uno a su alegría, igual que Ángel se enfervoriza y se une al hombre de la calle para quien escribe, al hombre universal al que canta desde su corazón apasionado