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Antón Castro

ADIÓS AL MARINO VÍCTOR GRACIA Y A OTROS AMIGOS

Esta mañana, al abrir ‘El Periódico de Aragón’, me encontré en la sección de necrológicas que redacta Javier Ortega con otra noticia desoladora –el sábado por la tarde me llamó Félix para decirme que había fallecido Angelines, la mujer de José Luis Lasala, una criatura estupenda y luminosa, enamorada de los viajes, que además se sentía muy feliz en su casa de San Mateo de Gállego, una casa con jardín, su paraíso personal de música, libros, de arte, de hijas y nietos…; también falleció el abuelo de Sergio Calvo, portero del Garrapinillos senior-: el viernes pasado fallecía Víctor Gracia. Lo había visto hacía poco por Garrapinillos y me dijo que no andaba bien, creo que en el bar Juliki, y juraría que me dijo que ya no podía fumar. Hace algunos años publiqué este reportaje sobre él, su vida en el mar y su experiencia en el Urquiola, que naufragó en 1976. Retomó aquí el artículo como forma de homenaje. Por desgracia, no tengo una foto de Víctor.

 

 

 

EL MARINO QUE NO PERDIÓ LA GRACIA DEL MAR

 

Víctor Gracia naufragó en el petrolero Urquiola

el 12 de mayo de 1976 en el puerto de A Coruña

 

 Aragón también es tierra de marinos: Martín Cortés, Pedro Porter y Casanate, Félix de Azara o, entre otros, aquel “Divino calvo” que era como un héroe en la calle Pradilla de Zaragoza, a finales de los 50 y principios de los 60. Aquel hombre dejaba un reguero de fábulas por donde iba: en la peluquería, en las verdulerías, en los bares del barrio. Y varios jóvenes de la zona, atraídos por el halo del navegante y por sus historias de puertos del Mediterráneo y del Norte de Europa, decidieron seguir sus pasos. Los chavales oían hablar de los burdeles de Rotterdam y se quedaban estupefactos. La alegría y la vida estaban allá lejos, tras el desierto, después de cruzar el corazón del mar. “Me hice marino por él. Primero se marchó un compañero a estudiar Náutica a Barcelona, y yo, que era hijo único, me fui a Portugalete porque la Escuela estaba entre Portugalete y Santurce, y teníamos allí una familia amiga. Recuerdo que el Divino Calvo, como le llamábamos, organizaba sus tertulias los fines de semanas en la peluquería y nos quedábamos todos boquiabiertos con sus aventuras”, dice Víctor Gracia. Víctor Gracia ingresó en la Escuela de Náutica, donde estudió para oficial de agregado. Permaneció dos años en tierra y realizó otros dos años de navegaciones en el mar. “Allí me casé y anduve un poco escondido, porque no quería irme a la mili. En 1969 ya era profesional y me incorporé como alumno en prácticas al Monte Urquiola, que era un navío mixto: transportaba 8.000 toneladas de tomate, plátano o pepino y, además, a 60 pasajeros que viajaban en primera clase en camarotes de caoba. Un día se nos juntaron los tomates o los plátanos con los pepinos, y aquello fue un auténtico desastre: todo sabía a pepino. El barco tenía un aire decadente. Era lo que se llama un buque motor (un ‘bm’) y hacía la ruta Vigo, Tenerife y Las Palmas, Liverpool, una travesía de unos quince días”.

Víctor Gracia Royo, que había nacido en la calle Cádiz en 1949, permaneció en el barco 60 días. Por entonces, verificó que la leyenda del Divino Calvo se extendía por los siete mares, y conoció también a un personaje que fue determinante en su vida y en esta historia: Francisco Rodríguez Castelo, de apodo “Paquito el alemán”. El mar y las montañas de olasComo aquéllos eran tiempos en que se demandaban marinos, un día recibió una llamada de la naviera Eco que le ofrecía un puesto en el Eco Luisa. Y se embarcó el primero de mayo de 1973. Aquel barco se había especializado en la ruta del vino: Cádiz, Oporto, Brighton. Era capaz de transportar alrededor de 1.200 toneladas de vino y coñac, pero también chirucas y latas de mandarina en almíbar muy apreciadas lejos de España. Navegando en esa embarcación, que arribaba mucho a Cartagena y a Cádiz, aprendió las primeras faenas del pícaro: comprobó que se practicaba el contrabando de tabaco, “que venían a recoger las propias furgonetas de la Guardia Civil, ha oído bien”, e incluso televisores en color. El día que recibió sus primeras cinco mil pesetas (30 euros de ahora) de ganancias, entendió que aquello iba en serio. “Estuve seis meses navegando y recuerdo esa estancia como una gran experiencia. Realicé algunos de los viajes más raros de mi vida y recuerdo algunas anécdotas inesperadas: el mismo día que mataron a Salvador Allende detuvieron a unos de mis compañeros bajo la acusación de robo, y todo porque había cambiado novelas de Marcial Lafuente Estefanía por plátanos en Trípoli. Hubo de intervenir el cónsul y todo”.

Víctor Gracia desea explicar los secretos del mar: cómo se vive en los barcos, qué siente un marinero cuando el mar se encabrita o cuando se avanza por un océano tranquilo, sembrado de islas. “El día que empecé a aburrirme del mar, lo dejé. He tenido miedo muchas veces. Ese mismo día, también me dije: ‘Ya no tengo edad y me sobra el dinero’. Tengo el recuerdo espantoso de una noche en la cual el oleaje era realmente impresionante, el mar se convirtió de inmediato en una montaña de olas infranqueables. Te sientes perdido. De golpe, te das cuenta de que el barco no responde aunque pese 10.000 toneladas, que las sillas no se aguantaban de pie. También recuerdo las noches del Índico, en el canal de Mozambique y Madagascar: una noche tranquila, el mar fosforescente. Todo era ideal: la calma, la temperatura, el ambiente en las islas, el plenilunio. A veces consigues una sensación semejante en la montaña, pero no es tan perfecta. El mar es inigualable”. Víctor Gracia aprovechaba ése y otros viajes para desembarcar en Nueva Orleáns, para ver aquel ambiente musical y vitalista, asomarse al Mississippi, “donde cumplí mis primeros 30 años”, y escuchar jazz.

En octubre de 1973, Víctor Gracia sintió melancolía de su joven esposa y desembarcó en Francia. Como no había hecho el servicio militar y era reclamado por aquí y por allá, lo atraparon y lo obligaron a cumplir con la patria: cumplió con sus obligaciones por un espacio de 18 meses en El Ferrol y en Santander; estaba asignado en la fragata Legazpi, “pero en realidad sólo navegué cinco días. En cambio, me convertí en el secretario del comandante”.El 20 de abril de 1975, separado ya de su primera mujer, se dejó tentar por un barco de Santander, el Baitin, de 2.200 toneladas, en el que iba a Liverpool y Rotterdam, pero también a Durban y a Mozambique. Abandonó ese barco porque quería asistir a la agonía de Franco en España, y se desplazó a Madrid, nada más ni nada menos que a la casa de un joven comunista que quiso destrozar y quemar su archivo el día que murió el general. Entonces, Víctor no intuía que estaba a punto de iniciar la gran aventura de su vida: el 28 de diciembre de 1975, se embarcó en el Urquiola de la Naviera Artola en La Coruña.

El viaje fatídico del “Urquiola”

“El ‘Urquiola’ era grande, muy grande, pero no era exactamente un superpetrolero, como tantas veces se ha dicho. Tenía un peso muerto de 110.000 toneladas, consumía 40 toneladas al día de fuel y efectuaba una ruta única: la del transporte de crudo desde Arabia Saudí a la refinería de La Coruña, a Petrolíber. Cada viaje duraba 34 días de ida y 34 de vuelta, y a eso había que sumarle entre 24 y 30 horas de carga y otras 48 o 72 de descarga”. El petrolero Urquiola había sido construido en Astilleros Españoles, en Sestao, y había sido botado el dos de junio de 1973. Sólo realizaba aquel trayecto, y lo había efectuado 16 veces. De eslora total (largo) medía 276 metros, y de manga (ancho), 39 metros. La tripulación estaba compuesta por 38 hombres y cumplía órdenes de Francisco Rodríguez Castelo, “Paquito el alemán”. “Era un gallego rubio, de ojos azules, de La Coruña. Se había casado algo tarde y tenía dos niñas. Creo que acababa de cumplir los 42 años. Tenía un aire de alemán insobornable y rígido, pero era un pedazo de pan. Era el único que se ponía el traje y los galones cuando llegábamos a puerto. También venía con nosotros, como segundo de a bordo, Arturo “el Legionario”, un tipo de Calatayud que había vivido en Vitoria y acusó las muertes de una manifestación que hubo por aquellos días”. Víctor Gracia recuerda que no se produjo ningún incidente reseñable tras 68 días de navegación. 

“No parábamos hasta llegar al Golfo Pérsico para cargar y al puerto de La Coruña para descargar. Sí hacíamos una pequeña trampa en la vuelta: nos deteníamos en Tenerife y, así, entrábamos en la bahía gallega como si aquel fuera un transporte nacional”.El marino aragonés, que obtuvo la licencia de capitán en 1985, había concertado una cita con una novia madrileña, y sólo esperaba llegar a tierra para verla. Antes había que vaciar las 107.676 toneladas métricas de crudo. Todo discurría con absoluta normalidad. “Algunos ya nos habíamos duchado y todo. El Urquiola estaba equipado con camarotes individuales y con duchas. En La Coruña hacía, con el alba, un tiempo espléndido, el mar estaba tendido, había olas largas de calma chicha. Recuerdo que subí al puente a las ocho, que le dije algo al capitán, algo de la chica que me esperaba, Pilar era su nombre. Entrábamos perfectamente enfilados, pero de repente uno de los dos timoneles dijo: ‘Don Francisco, que no gobierna el barco’. No sólo no gobernaba, sino que había tocado fondo y dejaba una negra mancha de crudo”.Víctor Gracia dice que no recuerda todos los detalles. Han pasado 30 años exactos. Me enseña el relato del accidente que hizo de la tragedia el Sindicato Libre de la Marina Mercante, en cuya fundación participó: “Urquiola, la verdad de una catástrofe”.

“El Urquiola ha tocado fondo. De sus planchas desgarradas surge el maldito oro negro que, además de contaminar, es sucio, viscoso y se ve a simple vista. El buque recibe orden de la Comandancia de alejarse cien millas mar adentro llevándose su sucio cargamento. Orden recibida con una celeridad en verdad digna de mejor suerte. Celeridad que no es eficacia, sino precipitación, desconocimientos, incompetencia. En la maniobra de huida, el Urquiola vuelve a tocar fondo, ahora de forma definitiva. La mancha de petróleo, insignificante tras la primera tocada, se extiende con rapidez”.La tripulación abandona el barco. Toda, salvo el capitán y el práctico del puerto. Mientras Víctor pregunta por su amor, le dicen que el hotel donde lo esperaba se quemó hace un mes. Y casi en ese mismo instante, se oye una explosión que conmueve La Coruña. Una nube inmensa y negra oscurece el cielo de las ensenadas. Más tarde, mientras el crudo se extiende hacia Betanzos y Ares y entinta la costa, Víctor Gracia sabrá que el práctico apareció completamente tiznado pero vivo, y que Francisco Rodríguez Castelo, que apenas sabía nadar, apareció ahogado en otra playa algunos días después. Gaston Bachelard escribió una vez: “El héroe del mar es el héroe de la muerte”. Paquito el alemán se comportó como un héroe. Aquello hizo correr ríos de tinta, hubo juicios y polémicas, pero al final se vio que había habido un encadenamiento de errores de la Comandancia de Marina y del Instituto Oceanográfico, que les llevaron a perder el juicio. El Urquiola, sólo parecía ser el principio: luego vendrían el Mar Egeo, el Cason y el Prestige. 

 

EL HONOR DEL CAPITÁN 

“Me parece que este barco ha muerto”, se dijo aquella mañana del 12 de mayo de 1976 en Seixo Blanco. Apareció un remolcador y la tripulación abandonó el Urquiola “de manera ordenada y sin histeria. La historia de la tragedia es fascinante: al final gracias al abogado Ruiz Soroa, se comprobó que había sido un error del Estado por no advertir la existencia de la roca aguzada que se levantaba dejando sólo once metros para navegar, entre ella y la superficie, cuando nosotros necesitábamos 19. Y además porque se tomaron mal demasiadas decisiones”. Sin embargo, uno de los detalles más conmovedores fue la defensa que se hizo del capitán, que había entrado varias veces en esas aguas y con idéntica carga, y que se comportó con un coraje extraordinario. Se quedó hasta el final, hasta que se desmandó el fuego. “El sindicato logró restituirle el honor a Francisco Rodríguez Castelo, su buen nombre, y no sólo eso. Tras mucho batallar, su viuda y sus hijas acabaron recibiendo una indemnización de diez millones de pesetas de entonces”, 60.000 euros de hoy. “Recuerdo a su mujer y a sus hijas. La recuerdo a ella, rubia, diciendo: ‘Ay, mi Paquiño, ay mi Paquiño’. A mí aquello me marcó mucho también. Le cogí miedo al avión. Le cogí mucho miedo al avión. No es un chiste”.

 

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