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Antón Castro

LOS ROSTROS DE FÉLIX ROMEO

Con Soledad Puértolas recibiendo el Premio Ondas.

En la cárcel de Torrero, retratado por Cristina Grande,
su compañera durante 16 años.

En la cárcel de Torrero, durante el rodaje de la película
de Fernando Trueba. Foto de Julio Foster.

Como director de 'La Mandrágora'.

En la presentación de 'Cuentos a patadas' con
Antón  Castro y Eduardo Bandrés. En 2007.

Con su admirado Mario Vargas Llosa en Segovia:
lo sorprende con un regalo inesperado.

Félix con su característica chupa de cuero.

Con la siempre hermosa Emma Suárez.

Con Javier Tomeo en el Círculo de Bellas Artes: fue su amigo, su lector, su divulgador y algo así como un hijo-padre de Tomeo.

Félix opta por las camisas. Foto de Aloma Rodríguez.

Félix o la fábrica de ideas.

Felix con Lina, en el verano de 2009. Cerca de la piscina, observados
por la luna y muy cerca de los olivos.

 

[Este jueves, en el suplemento ‘Artes & Letras’ de ‘Heraldo de Aragón’, donde Félix Romeo colaboró en su segunda época desde el primer día, y llevamos 351 números, el escritor y periodista Julio José Ordovás publicaba este artículo sobre el autor de ‘Dibujos animados’ o ‘Amarillo’. Los rostros de arriba explican o sugieren algunas de las notas del texto.]

 

 

EL HOMBRE DE NEGRO

 

Por Julio José ORDOVÁS

 

   En la cubierta de “Héroes” Ray Loriga no parecía un escritor, o mejor dicho, parecía cualquier cosa menos un escritor español. Félix Romeo, que también publicó “Dibujos animados” en Plaza y Janés, después de agotar la edición de Mira, tampoco parecía entonces, a sus veintipocos años, un escritor español. Los dos tenían pose y actitud de rockeros, y tatuajes y chicas rubias, y en sus novelas la electricidad callejera del rock fluía de manera natural.

   Ray Loriga y Félix Romeo fueron los primeros escritores españoles en vestir, en actuar y quizá también en escribir como rockeros. Eran chicos de barrio que se habían criado en los salones recreativos y que escogieron la literatura como segunda opción, después de fracasar en los locales de ensayo.

   El pelo largo, la barba rala y pajiza, la boina que ocultaba la calva prematura… Félix iba de negro porque el negro adelgaza y porque el uniforme del rock no tiene otro color. De la parcela de la calle Rusiñol a la calle Borrell de Barcelona, y de allí a la Colina de los Chopos. Es un buen salto. De los solares del barrio de Las Fuentes, sembrados de jeringuillas y navajas, a la confitería arquitectónica del barrio de Salamanca, pasando por la Barcelona que aguardaba con la boca abierta la llegada de la llama olímpica, con parada y fonda en la cárcel de Torrero. Comparar las entrevistas de “A Fondo” con las entrevistas de “La Mandrágora”,  y el cuello duro de las camisas de Joaquín Soler Serrano con la chupa de cuero de Félix, es una buena manera de visualizar la zancada de gigante que había dado España hacia el futuro, hacia Europa, hacia la normalización democrática. Y ese paso lo encarnaba, en la televisión de todos, un joven insolentemente joven, provocadoramente sabio, rabiosamente libre. Un ogro bueno con sonrisa de niño malo que mezclaba en su mochila las primeras ediciones de las novelas de Sender con las canciones de “Los Planetas” y con las viñetas de “El Víbora”.

   Como si hubiera querido acabar de golpe con el aura de poeta maldito y ese aire existencialista que, inevitablemente, le daban el pelo largo y la boina, Félix se rapó la cabeza y se dejó crecer una barba herrumbrosa, feroz. En la foto que Cristina Grande le hizo para la solapa de “Discothèque”, Félix ya no parecía un cantante de rock. Parecía otra cosa, peor todavía: un convicto o un exconvicto o un ángel del infierno o un matón del Este o un traficante de armas o un cazador de ballenas o un pirata resacoso. Jugaba a los disfraces y se había disfrazado de todo eso y también de camionero con ganas de matar a cualquiera después de haber perdido las llaves de su camión en una partida de póker. Un disfraz muy apropiado para el autor de esa novela salvajemente paródica y pornográficamente aragonesa (solo a él se le podía ocurrir la idea de crear un personaje que llevara a la pantalla una adaptación sexual de “El comulgatorio” de Baltasar Gracián).

   En 2004, Félix se fue a pasar una temporada a Aberdeen, donde disfrutó de una beca, y de allí volvió sin rastro de barba y con unas rubicundas patillas de hacha. Para pasar por escocés no necesitaba una falda de cuadros. Al quitarse la barba descubrió sus cicatrices y así, mostrando las señales que le había dejado en la cara y en el corazón uno de los golpes más terribles que le había dado la vida, fue como escribió “Amarillo”, que es una variación trágica de la historia de Los Tres Mosqueteros.

   Lina Vila desenlutó la imagen de Félix, iluminó su rostro, dulcificó sus gestos. No lo domó, porque era indomable. Félix, que adoptaba a menudo un talante paternal, actuaba sin embargo como un niño, incapaz de contener sus emociones y por supuesto de callar sus opiniones, y Lina, sin ejercer de madre, sabía calmarlo.

   Los ojos de Félix jamás se estaban quietos, podía estar mirando mil cosas a la vez, no había un detalle en el que no reparara, nada que no le produjera asombro. La ironía brillaba continuamente en ellos, pero estaban limpios de malicia. Su mirada era como un taladro y no se desprendía de ti hasta que obtenía una respuesta.

   Tampoco sus manos se estaban quietas. Necesitaban tocarlo todo, acariciarlo todo, rasgarlo todo. En la manera con la que daba y apretaba la mano al saludar, demostraba que seguía siendo un chaval de Las Fuentes, que no había olvidado las consignas de la calle, donde los apretones de manos equivalen a pactos de sangre, y te transmitía la seguridad de que podías confiar en él.

   Félix llevaba libros hasta en los bolsillos del pantalón. Cuando salía de Antígona, siempre con dos bolsas cargadas, sonreía como si hubiera desvalijado un banco y a la vuelta de la esquina le esperara un coche con el motor el marcha y un billete de avión con destino a una ciudad en la que siempre fuera verano y los museos, los cines, las librerías, los bares y los restaurantes nunca cerraran sus puertas. Así quiero recordarlo, como un papanoel sin gorro, sin barba y vestido de negro, con millones de libros y de sonrisas para todo el mundo.

  

1 comentario

Jose -

A mi me regaló un libro de esos qué siempre llevaba en los bolsillos.Te extrañaremos Félix