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Antón Castro

MARIA BUIL EN GIL DE LA PARRA

MARIA BUIL EN GIL DE LA PARRA

[Esta tarde se ha inaugurado en la galería de Carlos Gil de la Parra, con lleno absoluto, la exposición de María Buil. Este texto acompaña, junto a uno suyo magnífico y revelador, el cuidado catálogo de pequeño formato de la muestra.]

 

MARÍA BUIL: VERDAD, ARTE Y EMOCIÓN

 

Antón CASTRO

Como de algunas otras cosas, fue Pepe Cerdá la primera persona que me habló de María Buil. Le dedicó elogios que se me antojaron superlativos y dijo: “Tienes que conocerla”. A esa sugerencia inicial se sumó de inmediato la de otro admirador de la pintora: Félix Romeo Pescador. Eran los tiempos en que estaba en la Casa de Velázquez, a principios de este siglo XXI. Vi uno de sus catálogos y me pareció personalísima, con fuerza, turbadora y de una calidad pictórica incuestionable. La confirmación fue su exposición del monasterio de Veruela en 2002, creo recordar: allí había una pintora pintora, rezumaba pasión por el oficio, gusto por la investigación. Había expresión y hondura. Conocía el secreto de la pintura, o cuando menos andaba en su búsqueda con un afán intraducible: a veces en sus obras latían el miedo, el desconcierto, la melancolía. Pintaba con entrega, con osadía, con plasticidad, y con esa palabra que a Pepe Cerdá tanto le gusta: untuosidad, un término rotundo y sugerente –graso y pegajoso, según la RAE- que tal vez, por extensión poética, podría resumirse como el alma de la pintura.

Conocí a María Buil y me pareció una mujer frágil y contundente a la vez, casi displicente en ocasiones no por desdén o altanería de artista, sino por concentración, por ensimismamiento, por dedicación al arte. Era como si la pintura, el universo a veces desapacible de sus cuadros, dotado de un enigma familiar, le exigiese casi toda su atención. La trayectoria de María Buil es muy particular: ha hecho paisajes, vísceras, corazones y alas, cuerpos desollados, retratos de verduras, casi como bodegones. Y en cada una de sus series, en ese destilado paciente de temas, formas y colores, ha desarrollado una poética propia que se suspende en el tiempo y en la autenticidad. E incluso en un candor desarbolado que se alía con una vocación indiscutible. María Buil se apasiona por las pequeñas cosas, por subtemas de la pintura, y se ilumina de inmensidad, como escribió Giuseppe Ungaretti. O, a menudo, parece hacerlo al revés: se reviste de intensidad, de un instinto de sublimación, para hallar la esencia de lo ínfimo, de lo cotidiano, de los detalles y objetos que vemos a diario. Su desnudez extrema. Todo cuando hace tiene su sello y su ambición: un calambrazo de sensaciones, un escalofrío de verdad y emoción. Esa es su grandeza.

Hay un poema del gaditano Javier Sánchez Menéndez que me ha hecho pensar en ella. Se titula ‘La forma de mover tus manos’ y dice: “Me encanta la forma que tienes de mover tus manos. Sacudes la vida y dejas caer el arte por el suelo. La verdad, como el hombre, llena el alma de humo”. La palabra suelo admitiría perfectamente ser cambiada por lienzo. Quedaría así: “Sacudes la vida y dejas caer el arte por el lienzo”. Incluso se podría redondear algo más: “Sacudes la vida, María, y dejas caer el arte por el lienzo”. Lo ha vuelto a hacer, y de qué modo, en esta muestra que, de entrada, tiene otra revelación: María escribe de sí misma, de su busca, de su sentido del realismo, de sus inquisiciones con la materia y de su percepción de los objetos.

De entrada, esta es una exposición luminosa, pautada, en la mayoría de las piezas, por una aparente levedad. Aparente tan solo. La pintora se ha detenido en elementos que pueden parecen insustanciales o poco importantes para consolidar una carrera: mandarinas, naranjas, copas de helado, trozos de tarta con distintas frutas: fresas o cerezas o guindas. Y junto a esos cuadros hay tres retratos, magníficos, de una sutileza con heridas, de dos niñas y de un hombre adulto, y algunos bodegones, de una exquisitez inefable: elocuentes, alados, decisivos de trazo, de luz y de espiritualidad. Esas piezas están vivas, alientan despaciosas como en una novela de Alejo Carpentier o en los cuadros de Claude Monet, pongamos por caso. Quizá como el hombre que se sentía jardinero y artista en Givenchy, y que decía que pintaba como canta un pájaro, María Buil también podría confesar: «El color es mi obsesión diaria, la alegría y el tormento».

 

La pintura de María Buil apetece ser observada. Nace de la naturaleza contemplada y regresa a ella. Atrapa nuestra retina. Es alegre y perenne. Es pintura en el sentido más polisémico del vocablo. Es pintura de exuberante carnalidad, para comérsela. Está tejida con lentitud, con ansia y ansiedad de perfección, con ese latido que cautiva, que estalla y restalla, que invade desde la plenitud y la certidumbre de un arte definitivo. María Buil pinta con esfuerzo y tiempo, con el cristal de las horas, con la adivinación, con la claridad del estremecimiento. Es una estudiosa de su oficio, y se percibe. Nada en ella es baladí ni tampoco es pretencioso: exalta la mancha, la veladura, la transparencia, aquilata la textura y los relieves. Y, sobre todo, en ese viaje hacia la depuración y la sensibilidad más matizada, descubre arabescos y sinuosidades, el arrebato del aire, la caricia de la sombra, la música de la eternidad como aquel monje que se quedó traspuesto oyendo el canto del pájaro y despertó algunos siglos después.

Es una estudiosa de su oficio. Obsesiva. Cuando se encuentra con algo, con un apéndice de la existencia, no cesa hasta que le saca todo su partido. Hasta que le arranca el ánimo: indaga hasta el tuétano de la raíz. Y eso se percibe aquí. Esas naranjas y esa piel que se arranca en espiral; esos fragmentos de pastel cuya crema se desborda o rebosa. ¡Cuánta pulsión hay ahí metida, qué sinvivir de la materia y la contemplación, qué tumulto de acontecimientos se agolpan en lo minúsculo! Pintar así es una filosofía. Una artesanía de la conciencia. Y una salida al laboratorio de la historia de la pintura: aunque parezca petulante o desmesurado, María Buil se cita con Rubens y Durero, se cita con Velázquez y Goya, se cita o sencillamente conversa –con la imaginación, con la voluntad de ser- con Giorgio Morandi y David Hockney, e incluso con Lucian Freud o con Francis Bacon, por quien pareció sentirse más intrigada o acuciada en otro período de su vida. María Buil vive lejos del mundanal ruido y, en cierto modo, fuera de los circuitos del arte, pero su universo está preñado de impresiones y de anhelos que desembocan en la consumación. Velázquez elogió el valor plástico de la tajada de pan, el don de los humildes que es imprescindible para todo el mundo, y aconsejó: «Procura que tus sueños se vuelvan metas y no se queden sólo en sueños». En algún instante, María Buil debió oírle y le ha hecho caso. Pintar es un viaje y es el final del viaje. Pintar es la travesía accidentada y el puerto de desembarco.

María Buil, tan desenvuelta, se detiene en la encrucijada del camino y se sienta a tomar la merienda: una naranja, un helado, una porción de tarta, el viento desleído de la primavera. Al lado, una niña la coge de la mano y le dice: “Nada es lo que parece ser”. 

 

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