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Antón Castro

CUENTOS FAMILIARES: PADRE E HIJO

CUENTOS FAMILIARES: PADRE E HIJO

De la serie ’Cuentos de domingo’. Día del Padre. Heraldo 

Padre e hijo

 

Mi primer recuerdo es un viaje en bicicleta hacia Larín, el pueblo de mi madre; allá, al fondo, divisé por primera vez el mar: Barrañán, luego Caión, el umbral de la Costa de la Muerte. Mi padre llevaba un pedalear tranquilo que no le impedía cantar, al son de la melodía de las retamas y la queja de los pinos: “A Santiago voy, ligerito…”. En casa de mi abuelo paterno tuve otras certezas: el embrujo del huerto, donde vi cerezos, ciruelos, manzanos y una parra trepadora. Otro día, algunos años después, antes de que partiese a la emigración, me veo por el monte, recogiendo leña. Mi padre, que podía ser muy silencioso, me indicaba ramas, troncos rotos, musgos y el vuelo de algunos pájaros. Yo me sentía seguro, pero de repente dijo: “Ahí está la cueva del tesoro, donde se ocultan los fantasmas. Nunca me he atrevido a entrar”. Llegamos a una cumbre agreste, alfombrada de pedruscos. “Aquí, cuando era chaval, jugué al fútbol. No quería ser como Zamora o Lerín. Yo era de Juanito Acuña”.

Volvíamos a casa y a veces me decía que, antes de entrar, me asomase a la fuente de las salamandras, donde recogíamos el agua para beber. Era el mejor espejo del mundo. “Que tu madre te vea bien peinado”. Otro día se marchó a trabajar a Suiza, y empezaron a llegar sus cartas. Preguntaba por todo: por las vacas y las fincas y las tormentas, por los mendigos Xosé y Lelo, por una tía minusválida, Pilar, a la que él llevaba en su espalda a las verbenas que tanto le gustaban, “adora a Pucho Boedo, el vocalista de Los Satélites”; al final cerraba con otro interrogante: “¿Cómo está el rey de la casa?”. Volvía en vísperas de navidades, con bolsas de naranjas, caramelos de menta y una armónica nueva. Contaba cosas de su vida allá lejos: en un año había sido barbero, jardinero, albañil, ebanista, y no sé cuántas cosas más.

Hay cientos de recuerdos pero el que más me impresiona es otro: su padre, Jesús, tratante de ganado, contrajo una enfermedad incurable y él, tras salir del trabajo, iba con su bicicleta a verlo. Se sentaba a su lado y le daba plátano, zumo de naranja, y le hablaba de los animales. Un día, no sé por qué, me impactó tanto la escena que quede al acecho, como si se me revelase un gran secreto. Aún hoy, medio siglo después, me sigue pareciendo una bella forma de ser padre e hijo a la vez y en perfecta reciprocidad.

*En la foto, mi madre Carmen Castro (1928-2014) y mi padre Benito Rodríguez (1925-2007).

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