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Antón Castro

MARTA QUINTÍN: DE 'EL COLOR DE LA LUZ'

MARTA QUINTÍN: DE 'EL COLOR DE LA LUZ'

[Este fin de semana, Marta Quintín (Zaragoza, 1989), firmará ejemplares de su segunda novela, ’El color de la luz’ (Suma de Letras), una novela sobre la obsesión, la pasión imposible, el arte y la creación.

¿Cómo nació en ti la pasión por la literatura? Ganaste muchos concursos de cuentos.    

Es una pasión innata. Hay testimonio gráfico de que, antes siquiera de aprender a leer, ya me dedicaba a hojear cuentos y a inventármelos sobre la marcha mientras pasaba las páginas. De la mano de ese fervor por la lectura vino, como no pocas veces, la pulsión de escribir mis propias historias. Eso me llevó a presentarme a varios concursos de relatos, y ganar algunos, como el Tomás Seral y Casas de la Biblioteca de Alagón, me dio fe para pensar que la literatura podía ser lo mío.

¿Quién te marcó, quién te despejó el camino y cómo lo hizo?

Supongo que los escritores a los que he leído. Ellos son mis maestros, los que me han enseñado cuanto sé. Y un poco más pegado al día a día, mi familia, amigos y profesores siempre me han alentado a escribir, y esa confianza lo es todo.

-¿Qué fue primero, el periodismo o la literatura?

La literatura. El periodismo sólo fue una forma de profesionalizar mi vocación por la escritura. Y es cierto que encontré en ello un oficio muy bonito, puede que el mejor del mundo, que diría Gabriel García Márquez, siempre y cuando se practique en condiciones.

-Desde cuándo el arte es una de tus  pasiones?

Cursé el Bachiller de Humanidades, y una de las asignaturas era Historia del Arte. Entonces descubrí lo mucho que me interesaba, y quise profundizar mis conocimientos durante la carrera, escogiendo más asignaturas relacionadas con él. Además, siempre me ha gustado visitar museos y exposiciones. Con esa base acometí la novela, aunque luego tuve que documentarme mucho más, y me reafirmé en que es un mundo fascinante. 

-Todo empieza en Nueva York con una subasta de ‘El grito’ de Munch. ¿Qué pensaste, qué se te ocurrió?

Estaba trabajando en esa ciudad, en una agencia de noticias, y me habían asignado cubrir las subastas que se celebran en Christie’s, Sotheby’s... un cometido que, por mi afición al arte, me encantaba. Aquella noche de mayo, se subastaba la última versión que quedaba en manos privadas de esa obra tan emblemática, y las expectativas sobre el precio que iba a alcanzar eran altísimas. Y, efectivamente, se cumplieron, ya que se batió el récord de cotización: 120 millones de dólares. Esa anécdota me llevó a meditar sobre qué impulsa a alguien a desembolsar una cantidad tan exorbitante por un cuadro, y aunque los motivos suelen ser especulativos, opté por darle una vuelta de tuerca y fabular acerca de una historia de amor que recorre todo el siglo XX, y que explica por qué alguien querría, no sólo conseguir, sino recuperar una obra de arte a todo trance.

-Hay tres personajes claves. La galerista, el pintor y una periodista. ¿Cómo decidiste unirlos, qué te interesó, cómo quería anudarlos o mezclarlos?

A través de esa anciana que puja por el cuadro y del pintor quise tratar el amor imposible, el que emana de la propia naturaleza humana, de nuestros miedos, inseguridades, incongruencias y debilidades, y no ése tan manido y, a mi juicio, artificial, que fracasa por culpa de un condicionante externo, como una diferencia de clase social, unos padres que se oponen, un malentendido, un iceberg... En cuanto a la periodista, es un catalizador para que se cuente la historia, de una manera más ágil y fresca, tejiendo también una relación intergeneracional con la anciana, y reflexionando, por medio de ella, sobre el proceso creativo y la escritura.

¿Tuviste algún modelo real en la cabeza, Pollock y Peggy Guggenheim, por ejemplo?

Cualquier pintor de vanguardia, visionario e incomprendido puede ser un trasunto del protagonista, Martín Pendragón. Quizás al que tuve más en mente fue a Picasso, con su potentísimo caudal de genio y sus relaciones tormentosas. 

-Dinos un poco cómo son cada uno de ellos…

El personaje más complejo es la musa, Blanca Luz Miranda. Quise dotarla de muchos claroscuros, que fuera voluble, egoísta, caprichosa, incoherente... A riesgo de que cayera mal y de que costara empatizar con ella, mi intención era que el lector honesto pudiera decir: "Jolín, si, en el fondo, en algunas cosas, me parezco a ella". Aunque siempre prefiramos identificarnos con el héroe, en realidad todos, en algún momento, somos tan inconsistentes como esta mujer y, así, hacemos daño a quienes nos rodean, aun sin pretenderlo. Y eso no obsta para que también se pueda sentir compasión por ella, porque, al final, sabotea su propia felicidad con ese carácter tan complicado que tiene, del que es su primera víctima. El pintor, Martín Pendragón, es un hombre más de una pieza, entregado a sus pasiones, que ve más allá, un adelantado para su época, y que sufre por ser consecuente. 

-¿La novela es una meditación sobre el vínculo entre el artista o la musa, o la ligazón, casi enfermiza, entre la galerista y su artista, con dominios casi alternos?

Hablo de dos pasiones: la pasión por el arte y la pasión por una persona, y cómo a veces eso choca. Te tiran ambas con la misma fuerza, cada una de un brazo, y te acaban descoyuntando. Ambas corren en paralelo a lo largo de la vida de Martín Pendragón, revelándose incompatibles muchas veces, pero al mismo tiempo, nutriéndose la una de la otra. Establezco una analogía entre el amor y una vocación artística. Por ejemplo, en un momento dado, él dice que el ser humano se dedica a cosas tan poco prácticas como pintar cuadros que no colgarán de ninguna pared y a enamorarse de gente que jamás le corresponderá.

-¿Querías hacer una novela sobre la complejidad del amor, sobre las pasiones imposibles, casi sobre la sinrazón?

Sí, sobre esos amores que son imposibles por nosotros mismos, y que aun así, sobreviven al tiempo, de una manera irracional, sí, pero también inevitable. En este caso, se trata de un primer amor que marca la vida de los protagonistas, que los lastra y los condiciona, y que los aboca, con una suerte de fatalidad, a buscarse y a rehuirse a lo largo de los años, a encarnar el refrán de "arrieros somos y en el camino nos encontraremos". Un no pasar página que los condena, pero del que también nace algo bello, como es el arte de Martín.

-¿Qué significa el París del arte para ti?

Es una época que me encantó recrear, aquellos años veinte en los que París era el centro del mundo, con toda su bohemia, pero también su penuria, y, sobre todo, el empuje creador que entró en ebullición allí, con esa fuerza; esa ingenuidad incluso, que llevaba a los artistas a atreverse a todo, a subvertir y a cuestionar con tanta audacia; y esa camaradería que hacía que unos y otros se estimularan a intentar cosas nuevas, a desafiarse... Siempre me fascinan esos periodos de la Historia en los que, en unos años y en un lugar, convergen los mejores. Entonces, la humanidad siempre da un paso adelante.

-¿Por qué es Marc Chagall tu artista favorito?

Lo digo en la novela: porque en sus cuadros parece que estás dentro de un sueño. Su forma de usar los colores, que la gente vuele por el espacio y esté cabeza abajo... Además, la cultura rusa me gusta mucho, y él plasma esas influencias muy bien, aunando tradición y modernidad de una manera muy personal. Es de esos pintores que logró crear un mundo propio.

-La novela es una reflexión sobre la obsesión, la fatalidad y tal vez la mentira. En su noche de bodas, a blanca Luz se le escapa un nombre sorprendente…

Sí, en la novela, el pasado nunca acaba de pasar, está constantemente volviendo a por los personajes, porque no han sabido, o no han querido, cerrar bien las heridas. Y eso pasa siempre que no eres honesto contigo mismo. Cuando te engañas, acabas engañando a los demás, y sembrando dolor. Por ejemplo, sí, pronunciando el nombre menos indicado en el momento más inoportuno... Y hasta aquí puedo leer.

¿Qué le debe la novela al periodismo?

Es su punto de partida, ya que la génesis de la novela se produce cuando yo estoy trabajando de corresponsal. Le rindo homenaje a eso a través del personaje de la periodista, en la que algunos pueden encontrar cierto alter ego. Ella presencia la subasta, le pica la curiosidad sobre por qué la anciana ha pagado semejante montante por el cuadro y decide comenzar a investigar, y a utilizar una técnica periodística como la de la entrevista. Eso le confiere dinamismo al libro y un toque de misterio, a medida que va descubriendo qué se esconde tras esa adquisición, que todo no es lo que parece, y que las cosas suceden, al final, según las cuentas. Y, en eso, ella tiene mucho que decir.

‘El color de la luz’ es una novela sobre la creación y los secretos del arte. ¿Qué has aprendido de la pintura y de los pintores?

Trato la pintura, y el arte en general, como un reducto que nos permite redimirnos. Un bastión hermoso y con valor que nos sitúa por encima de nuestras miserias, y que dota de sentido a lo que no lo tiene. Al final, el arte nos salva, nos recuerda que somos capaces de crear algo que nos trasciende. O, al menos, nos mantiene ocupados en un propósito por el camino, y lo embellece. Que no es moco de pavo. 

-Cuál es tu relación con el lenguaje, cómo quieres escribir, qué buscas?

Busco que la vida se vea de otra manera a través de las palabras. Crear imágenes, mirar lo que miramos todos los días desde otra perspectiva, por medio del juego, explorando los límites del lenguaje, sus maravillosas posibilidades. Emocionar. También hacer pensar. Dar vida a una historia, en definitiva. Ser esa narradora a la que le pides que te cuente un cuento al calor de la hoguera. No más.

¿Cuál será tu próximo proyecto?

Todavía no lo sé. Tengo otra novela terminada, pero en un cajón, no sé qué ocurrirá con ella, si habrá alguna oportunidad de que vea la luz. Y luego tengo ideas... Falta trasladarlas al papel. A ver si me pongo.

 

*La foto de Marta Quintín apareció en el 'Diario de Navarra'.

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