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Antón Castro

DIÁLOGO CON ANTONIO ITURBE SOBRE 'LA PLAYA INFINITA'

DIÁLOGO CON ANTONIO ITURBE SOBRE 'LA PLAYA INFINITA'

Acabas de publicar 'La playa infinita' (Seix Barral). ¿Por qué se escriben novelas?

Para fijar el momento que se va a ir entre los dedos en un papel, igual que se prenden con un alfiler mariposas muertas sobre un corcho. Sabemos que parar el tiempo sobre una hoja es una tentativa condenada al fracaso, pero intentarlo nos llena de esperanza.

Dice un personaje que… Es cuando publicas, que dejas de ser escritor

Porque escribir es un acto íntimo, es solo escribir. La industria, que viene muy bien para pagar en la caja del supermercado y a la que estoy muy agradecido, es otra cosa.

-Venías de dos libros sobre otros: La Bibliotecaria de Auschwitz y Antoine de Saint-Exupery. ¿Por qué una novela que rastrea tu infancia y juventud y la huella de tus padres?

Surgió así. La literatura para mí no es un acto planificado. Así ha sido siempre.

-Creo que al principio esta era una novela sobre tu padre, camarero en la Barceloneta. ¿El protagonista, Iturbe, también podría ser un alter ego de él?

LA VERDAD ES QUE NO ME PLANTEÉ NUNCA QUE FUERA UN LIBRO SOBRE MI PADRE. Es una historia sobre la posibilidad del retorno a ese refugio mental que es el lugar donde crecimos, hicimos los primeros amigos, nos enamoramos y lloramos por primera vez. La figura de mi padre joven se cruzó porque forma parte de ese tiempo.

 -¿Qué te ha contado tu madre, de Casetas, de su emigración, del traslado a Barcelona? ¿Fue gozoso, traumático, se supera alguna vez?

Mis padres montaron un bar en Casetas, el Bar Español, y el negocio fue mal. Mi padre, que era camarero, se quedó sin trabajo y vino a Barcelona para tomar el ferry y hacer la temporada en Mallorca, pero encontró empleo en un restaurante de la Barceloneta. Y nos vinimos mi madre, mi hermano, mi abuelo y yo, a un pisito minúsculo, un quinto sin ascensor. No fue fácil, pero trabajando mucho mis padres, nos fuimos situando mejor, sin dejar nunca de ser una familia obrera.

-La novela tiene muchos registros: uno, casi genérico, es la memoria del mar y de los pescadores…

La Barceloneta es el barrio portuario de Barcelona que nació extramuros de la ciudad. Unas calles de pescadores y operarios del puerto con sus propios códigos.

 -Otro el histórico. ¿Qué significaron para Barcelona personajes como Cervantes, Albert Einstein o Carmen Amaya?

Todos ellos, tan distintos y de procedencias tan distantes muestran que Barcelona fue siempre una playa a la que el viento traía gente de todas partes, un lugar que acogía todas las voces. Barcelona es de todos los que han pisado alguna vez La Ramblas, no es de nadie.

 -Otro registro es el de espacio físico y sentimental del crecimiento. ¿Qué te ha dado a ti la Barceloneta, cómo te ha construido?

Aprendí a respetar ciertos códigos. En la Barceloneta cuando venía una autoridad preguntando algo, allí nadie había visto nada y nadie había oído nada. Existía una ley propia. Había muchos mangantes, pero nunca robaban a la gente del barrio, eso era sagrado. 

-Naciste en Casetas. Que también es un barrio. Dices: “El barrio es el mundo”. ¿En qué sentido?

Casetas también vive lejos de Zaragoza, física y mentalmente; en eso es muy parecido a la Barceloneta. En Casetas todo el mundo dice: “voy a Zaragoza”. Igual que en la Barceloneta una o dos veces al año, mi madre nos decía “vamos a Barcelona”, cuando había que ir a un médico de pago. Son universos en sí mimos donde está todo el abanico de fuerzas, las del bien y las del mal, y donde la lejanía de los despachos de la ciudad hace que la gente se organice a su manera.

-¿Qué le debe esta novela a Juan Marsé?

A Marsé muchos lectores le debemos mucho. Nos enseñó que la melancolía no tiene por qué ser ñoña.

 -El libro, en muchas de sus páginas, es la búsqueda de un compañero de la infancia y la historia de un gran amor soñado: Silvia Minerva. ¿Qué lugar ocupan en nuestra vida y en nuestra memoria el primer amor?

Con los años yo me he vuelto más mezquino, más materialista y más cabrón. Esos primeros amores no consumados y no consumidos son un pequeño depósito de reserva de inocencia. 

-Sin ahondar en ello, reflexionas sobre el independentismo. Y vienes a decir que todas las banderas son una forma de odio...

Lo son. Una bandera nos dice que hay un “nosotros” (los de la bandera), y eso implica que hay un “ellos” (los que no son de la bandera). Y ese abismo de soberbia que trazamos entre nosotros y ellos, como si las personas no fuésemos todas tan fallidas en todas partes, solo trae dolor.

 -¿Cómo vive un aragonés en Cataluña? ¿Qué errores cometemos los que somos críticos con el nacionalismo catalán, hay algo que no entendemos?

Ese es el problema: que se quiere entender. El nacionalismo -el catalán, el español, el alemán, el rumano…- no tiene nada que ver con la razón. Es algo más atávico, más cercano a la religión. El nacionalista cree en su patria en un acto de fe, como el que cree en Dios o Alá. Nadie los ha visto, pero se cree en ellos sin resquicio de duda. Nadie ha visto nunca una patria, si te subes a un avión y observas, abajo verás montañas y ríos, pero no patrias. Sin embargo, la gente está dispuesta a matar por esa ficción. A mí me parece incomprensible, pero es así.

 

 

-En la contraportada, se recuerda que tu novela ‘La bibliotecaria de Auschwitz’ se ha traducido a más de 30 lenguas. Ahora se publica en Estados Unidos. ¿Eso da vértigo, te deja dormir por la noche o no hay nada en este oficio que te robe el sueño?

Lo que te quita el sueño es no poder pagar las facturas o el alquiler, como por desgracia le pasa a mucha gente en España. Yo, con la modestia del oficio de juntar palabras, salgo adelante, así que me siento muy afortunado.

 -Acabas de regresar a Aragón y en particular a Zaragoza: Veruela, Casetas… ¿Qué te sigue diciendo la ciudad?

En los recuerdos de niño, Casetas me parecía una ciudad extensísima en la que te podías extraviar. Pensaba que la base estaba lejísimos del centro y ahora veo que está ahí mismo. Aunque para mí el Casetas de mi recuerdo es el horno de la calle de la Parra, que era un universo en sí mismo, con su bomba manual de agua en el patio, la leña apilada y el olor a mantecados recién hechos, mientras sonaba el rock’n’roll de los ensayos de Pedro Botero a todo meter. Se me hizo raro pasar por delante y ver que ahora es un bloque de pisos, pero así es la vida.

 

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