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Antón Castro

EL TORERO EMBRUJADO

CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 5

Martín Mormeneo suele leer los periódicos por la mañana en el bar. Cada día en un local distinto: Bar España, Casa Indalecio, Mesón Las Moreras, El Labrador, El Asador... Es un ritual que le permite conocer a los paisanos y estar en contacto permanente con el barrio. Sus periódicos siempre están llenos de notas, de apuntes, de fotos que ve y que no se atreve a disparar en medio de la multitud de las tabernas. Una de las cosas que más le han llamado la atención es que en los cafés y en los restaurantes siempre hay una foto, dos, tres del torero local. Todas dedicadas. Algunos tienen instantáneas del joven de cuando era novillero, de cuando tomó la alternativa de matador, de cuando triunfó en una tarde feliz de tres orejas y un rabo en Madrid. O todas a la vez, perfectamente enmarcadas. Las dedicatorias son escuetas. Cuando se instaló en el barrio vio que la plaza portátil, que estaba en la explanada, mucho antes de que empezasen a construir los chalés adosados y los pisos de varias alturas, llevaba el nombre del muchacho. ¿Que como era el diestro? Más bien menudo, con cara de niño y el pelo abundante y rizado. Nadie habría dicho que allí había un héroe, un gladiador de la arena que forja día a día su modesta leyenda.
Martín Mormeno fue testigo de las expectativas que despertaban sus actuaciones; vio como la gente abría cada lunes los periódicos para leer la crónica de sus corridas: si estaba lanzado hacia la gloria, si fallaba con la espada y se mostraba rutinario en los naturales, si había estado despistado en una tarde en Zaragoza en la que debía haber sido la de su confirmación definitiva. Esos lances eran motivo de tertulia en la plaza o en el kiosco de Orlando. Una de sus hermanas, menuda y morena, con un cuerpo esculpido en vulnerable belleza, hacía una crónica apresurada de una corrida –en Ronda, en San Sebastián de los Reyes, en Écija- que apenas llegaba a las páginas de los diarios.
Sin embargo, algo raro empezaba a pasarle al joven matador. Andaba despistado, sin enrgía, mordido por la indolencia o por una enfermedad invisible que se parecía al mal de la añoranza. Así lo dijo el crítico Sabino Susín en una de sus crónicas taurinas. Y le contó a Martín Mormeno, a quien conoció a través del encuestador electoral Albino Miravete, que ni siquiera sus compañeros de cuadrilla entendían la mudanza. Parecía hechizado. ¿Se habrá enamorado, por fin? ¿Existiría bajo esa languidez una pasión imposible? ¿Le habrá sentado bien dejar el barrio, el mesón de sus padres, el paseo de las moreras, el círculo de amigos que salen en moto, e instalarse en Colmenar? Todo eso se preguntaban los entendidos y los paisanos. Y su apoderado, y los monosabios, y tal vez los empresarios. Sabino Susín había hecho sus pesquisas y explicó a Martín Mormeneo una rara e increíble historia. El torero, Suso Barral, había sucumbido a una extraña fascinación por los pájaros. Más que por todos los pájaros, por dos halcones en concreto: “Merlín” y “Galván”. Con ellos había descubierto la cetrería. Iba a la finca, veía la plaza, contemplaba los toros y las vacas, y pasaba de largo; se dirigía hacia el entorno del lago junto a un pequeño bosque. Y allí, absorto en el vuelo rasante de los pájaros que acudían a su guante negro, se pasaba horas y horas. Los depredadores iban y venían de la fronda a su mano con un vuelo poderoso y recto. No quería saber nada del toreo de salón, ni de la práctica de banderillas, ni de la preparación física.
En las corridas era otro, un desconocido. Empezaba con fuerza, embarcando a la bestia con galanía y un desmayo dichoso; ejecutaba las verónicas con finura y una lentitud primorosa. Pero había un momento en que caía preso de la desidia y perdía el sitio, la compostura, la ciencia antigua de la lidia. Y se producía el naufragio, el abucheo, el aborrecimiento de sus seguidores. Hace unos días, en Ejea, tocó fondo ante un toro magnífico. Tan desesperado, tan perplejo estaba su apoderado, que le gritó desde el tendido: “Torea, zagal, torea, entrégate de una vez que ayer se te murieron los halcones”. Una mano caritativa les pegó seis tiros de escopeta.

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Anónimo -

llo bi un fantasma