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Antón Castro

UNA PASIÓN EN LA GUERRA

Empecé a amarte por la letra redonda de aquella primera carta.
Me llamabas: “Madrina Isabel”. Y luego me hablabas de la nieve,
de la soledad de los campos bajo los bombardeos,
de un tumulto antiguo de ira que se desbocaba como un corcel alborotado.
Me decías que cuando caía la noche el mundo se adelgazaba
en la brisa glacial desde los mansuetos, desde las colinas
que se alzaban como farallones contra la tempestad inevitable.
Todos vivíais en el desvelo que precede a la caída y al adiós.
Recuerdo que ponías las primeras palabras a un paisaje que desconocía:
torres, mudéjar, mirador, escalinata, luz letal de las horas
en que la muerte avanza a trompicones entre los cuerpos vencidos,
luz letal de un vacío donde desaparecían los nombres y los rostros.

Hubiera querido consolarte. Bajaba al río Miño o me internaba en el bosque
y buscaba frases para ti. “Ya verás qué regocijo cuando todo haya acabado.
La memoria del dolor será el primer impulso para olvidar.
Ya verás cuando se acaben las balas y dejes de correr
como un vagabundo hacia la tormenta. Ya verás cuando pongas
mi rostro ante mis ojos y anudes a tu cuello esta bufanda de amor
que tejo para ti, bajo la fronda, y te imagino más altivo que la sombra”.
Habría querido apaciguarte las heridas, las del mortero, las de la ciega noche
en alpargatas y sin ángeles en el corazón de la escarcha.
Con mi tercera carta, te mandé mi retrato. Y puse por atrás:
“Para ese amigo entrevisto que aún no sabe que le amo”.
Y firmé, como a ti te gustaba: “De su madrina, Isabel. Lugo”.
Habría querido añadir, lo confieso, que te esperaba en un esquivo paraíso
donde la corriente se finge una alondra, y un lebrel, y un delirio de besos.

¿Por qué habrías de decirme, en la quinta carta del náufrago en la batalla,
que habías soñado con mis ojos para hundirte en ellos y volver desde allí a la vida,
desenvuelto, sin el pesado llanto de tantas madrugadas combatiendo espectros?
Otra vez, como si tomases confianza, me hablabas de un milagroso cigarrillo
que fumaste poco antes de la catástrofe. No tardaron en llegar.
Los caballos al trote, los enemigos con su estruendo, los tanques.
No tardó en llegar la derrota. Poco antes, con los pies reventados,
tomaste un camino hacia ninguna parte en medio de un pelotón
de soldados anónimos y harapientos. Uno de ellos, te preguntó:
“¿Qué te duele, camarada?”. Lo dijiste muy claro: me duele este aire
que me hace pensar en ella. Isabel. Mi conjuro. Mi amparo.
Mi única sed de lascivia. Ese amor que he soñado y al que he puesto cara,
un pelo muy negro y un desesperado afán de amar sin destino.

Miraste atrás, me escribirías luego, y me viste en el último espejismo de la nieve.
Creíste verme, reinventada, entre los escombros. Como una quimera de la que huías.
Al fondo, como un decorado de humo, la ciudad palidecía.

Pronto se interrumpieron tus cartas. Los aviones dejaron de surcar las nubes
con su indomable acero. La vida reapareció con toda la claridad del desconsuelo
y decidí escribirte al fin de la tierra, al último refugio de la patria interrumpida:
“Si consigues recordarme, sabe que aquí estoy y que aún te espero”.
Anudé tus epístolas y las guardé en un cofre. Les coloqué una leyenda:
“Mi pasión en la guerra. Diego. El deseado. El que algún día vendrá”.

2 comentarios

juanjo -

Podéis encontrar una visión del paisaje descrito de Teruelo desde el Mirador de Los Mansuetos, en el siguiente enlace:

http://geo.ya.com/senderosweb

Un saludico desde
Teruel

Anónimo -

Muy bonito. Las lágrimas a punto de salir...¿Será el domingo o la literatura?