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Antón Castro

JESÚS MONCADA: OTRA ENTREVISTA *

JESÚS MONCADA: OTRA ENTREVISTA *

Nos habíamos citado en Canaletas, en la entrada de Las Ramblas. Conversamos en un bar del Barrio Gótico. En medio del trajín de pocillos y música, surge Mequinenza en un plano esquemático: "Los japoneses me han pedido un croquis de la Mequinenza desaparecida porque ellos no entienden unos ríos como el Ebro y el Segre. Los dos puentes y el transbordador no coincidieron nunca en el tiempo. El del Ebro se construyó en los años 20, lo volaron durante la Guerra Civil, y aunque la propaganda franquista lo dio por reconstruido poco después del 39, eso no era cierto, hubo que volver al viejo sistema del paso de barca para atravesar el Ebro. Aquí está el campo de fútbol que aparece en uno de mis cuentos: la situación es exacta; cuando subía el agua el campo se inundaba y en cada partido, si chutaban fuerte, los balones iban a parar al Ebro o al Segre. Había un servicio de recogida de balones en barca, primero probaban con una red de pesca y a veces había pelotas que iban demasiado lejos y se perdían". La memoria de Moncada es como una esponja: el atento observador que ha sido desde niño le ha permitido captar paisajes, acontecimientos y personajes --algunos tan entrañables como el abogado y escritor Manuel Berdún Torres, autor de Destierro 6, "el primer escritor que vi"-- y transmutarlos en invención y sueño, en espejo del mundo.          

--Simplemente, por ahora, Mequinenza es mi territorio de ficción. Lo que importa es la obra que construyes a partir de  eso.

         --La Mequinenza que conserva en la cabeza, ¿es como una imagen fotográfica o usted va enriqueciéndola mediante la imaginación?         
--Las dos cosas. En mi última novela Estremida memòria (1997) aparece la Mequinenza actual, pero a ésa ya la conozco muy poco. De la Mequinenza que aparece en Camí de sirga (1988) no queda nada, sólo el puente sobre el Ebro. Y el castillo y algunos fragmentos de muralla. No es que el pueblo esté debajo del agua, si el nivel del embalse bajara al mínimo no aparecerían más que escombros. Lo destrozaron las máquinas.
  

       
--Usted elige un lugar que forma parte de su memoria y a la vez es el epicentro de un mundo nuevo que nace.
        
--Claro. Veamos: yo no soy ni un historiador ni un cronista, pero en mi creación literaria hay mucho de crónica y una base histórica cierta y además expurgada, pero no con mentalidad de historiador sino de novelista. Esta precisión a veces incluso tengo que hacérsela a los mequinenzanos para que no confundan la creación literaria con la historia. He dicho alguna vez que el deporte favorito de los mequinenzanos cuando sale un libro mío es intentar reconocerse o reconocer a los personajes que hay bajo los nombres del libro.
         

--¿Presenta sus libros en Mequinenza?
        
--Siempre. Es un ritual privado en el sentido de que ahí no participa ni la editorial ni nadie. Lo que se explica en Memòria estremida en realidad es esa intervención por parte de los mequinenzanos para explicarme cosas sobre el suceso que saben que estoy trabajando, o bien para añadir detalles, los mínimos, o en algún caso para decirme que no están en absoluto de acuerdo con que yo resucite un tema, aunque no sepan cuál es mi visión.
         

--¿Y su madre está atenta a su obra?
        
--Sí, por supuesto. Aunque la primera en leerla es mi hermana. Es un ama de casa muy culta, muy preparada, bastantes años más joven que yo, una mequinenzana con unas raíces muy fuertes que vive en Barcelona. Se llama Rosa María. Su opinión es muy importante para mí hasta el punto de que he llegado a modificar algunos detalles que ella, sagaz, precisa y con un gusto exquisito, me ha sugerido. Mi madre está leyendo un libro de su hijo sobre un tema que para ella es casi su propia vida, y se emociona.
         

--¿Y su padre? ¿No fue él quien quiso que fuese a un colegio laico?
        
-- Mi padre era un tendero de Mequinenza, hijo de minero, agricultor y cazador, que era una combinación muy frecuente y necesaria. Mi abuelo materno, al que no llegué a conocer, sé que también era un gran cazador, muy independiente, según la época del año hacía unos oficios u otros. Hacía de colchonero, y de él proviene la visión de la decadencia de los señores de Mequinenza a través de las lanas de los colchones, que aparece en Camí de sirga.

         --Volvamos a su padre. ¿Cómo le marcó?        
--Era un tipo muy interesante. Se hizo cargo de la tienda con catorce o quince años. Los maestros  nos preparaban a  cinco o seis alumnos que luego nos íbamos a examinar al Instituto de Lérida. Se planteó la hora de ir a estudiar fuera, y en Lérida sólo había un colegio, el de los Maristas; mi padre no quiso que yo fuera a un internado religioso. Un primo mío estaba en Zaragoza, en el colegio de los Labordeta, y así fui a parar yo allí. Alterné el Bachillerato Superior con Magisterio, acabé con 17 años. Yo era un crío, empecé magisterio con pantalón corto y pude terminar los estudios un año antes que los demás porque soy nacido en diciembre.
        

--¿Fue en el colegio donde descubrió su vocación de pintor y escritor?
        
--No, no. Ese es un pequeño mito que yo ya no sé cómo desmentirlo. La gente cree que yo empecé a escribir tarde. Mentira. Mi primera novela la empecé a los nueve años. Era un plagio de Julio Verne. Recuerdo que cuando aprobé el ingreso de Bachillerato me fui a una librería de Lérida y pedí libros. Iba con un amigo que ya murió, éramos unos escapados a los que buscaba la familia por toda la ciudad. La librera nos ofreció obras de Julio Verne. Yo me compré Cinco semanas en globo, que me entusiasmó tanto que al cabo de unos días estaba escribiendo una novela de aventuras africanas que ilustraba yo mismo.
         

--Es decir, que ya tenía desde niño esas dos inclinaciones: dibujo y literatura.
        
--He dibujado siempre. Además me gustaba expresar historias, y cuando las supe escribir me puse a hacerlas. Dibujaba a un ritmo tan brutal que hubiera necesitado una fábrica de papel para abastecerme. Mi padre adoptó una solución genial: del papel de estraza que se utilizaba para envolver en la tienda yo podía coger todo lo que quería, él doblaba una hoja hasta que daban la medida de una cuartilla. Ese papel no admitía la tinta, pero sí el lápiz. Yo necesitaba mi mesa y llenaba y llenaba dibujos con todas mis fantasías, personajes y animales. Dibujé miles. Todo ha desaparecido. La novela también se ha perdido, por suerte. Era un bloc de 30 ó 40 páginas.
         

--En el colegio de Santo Tomás de los Labordeta destacaba por sus redacciones y poemas. ¿O eso también es leyenda?
        
--Esto no lo digo con ninguna clase de petulancia ni nada, pero los estudiantes leían tan poco, tan poco, que yo debía ser un bicho raro. Yo no leía, devoraba. Rosendo Tello me decía: "Escríbeme para mañana una octava real. O un soneto, estrofas de pie quebrado, lo que quiera". Escribí una leyenda mequinenzana, Miguel Labordeta la premió y la publicó en Sampasarana. Y me regaló los Recuerdos de infancia y juventud de Ramón y Cajal de la colección Austral, que todavía lo conservo.
         

--En La galeria de les estàtues, usted inventó Torrelloba, que es una transposición literaria de Zaragoza. ¿Cómo vivió la ciudad?
        
--Como en la novela. Yo estuve no sé si cuatro años interno, pero hubo un momento en que le dije a mi padre que ya estaba harto de estar interno, no del colegio. Zaragoza siempre fue un exilio, y no quiero que se molesten los zaragozanos, no tiene nada que ver con ellos. Pero la vida en Mequinenza era diferente de la de todas partes por el ambiente de libertad que se vivía en pleno franquismo. Era un pueblo con dos ríos, de intensa navegación fluvial, y un puerto siempre es un camino para todo, eso implicaba una mentalidad social distinta y avanzada. A mí me ha quedado una especie de fobia por los viajes; a la hora de hacer equipajes me pongo de muy mal humor, supongo que el subconsciente me está recordando los momentos que para mí eran terribles: las maletas, el equipaje, la despedida, me ponía enfermo...
         

--¿Y todos esos navegantes que aparecen en Camí de sirga y en los cuentos son fabulaciones o deudas con la realidad?
        
--Mucho de estos personajes nacen de seres reales, por ejemplo Madame Françoise, que es la cupletista francesa que aparece en el cabaret de Mequinenza; un amigo mío que murió hace tres o cuatro años con casi cien años aún conoció a Madame Françoise, pero de verla por la calle; al cabaret no le dejaban entrar porque era muy joven. Lo que pasa es que, claro, toda su historia es creación mía. Y esa mecánica la puede aplicar a casi todas mis obras. Hay un pasaje en Camí de sirga, que es la subida en globo por el Ebro, y eso es cierto, lo que es mío es la noticia de la proclamación de la república desde el globo... Y le digo todo para que se entienda que esa especie de realismo mágico que quieren colgarme es una tontería.
         

--Usted siempre ha rechazado el influjo de los latinoamericanos, se inclina por los europeos del XIX: Flaubert, Balzac, Cunqueiro...
        
--Justamente. Y Tommasi de Lampedusa, me habría gustado escribir El Gatopardo, o Bearn de Villalonga. Y además de los escritores sudamericanos el que más me gusta es Alejo Carpentier. El siglo de las luces me entusiasmó.
         

Su carrera literaria la empezó con fuerza en Barcelona, adonde se trasladó a principios de los años 60. Antes pasó por la experiencia de ser maestro en Mequinenza, y también vivió una mili terrible, a la que le ha dedicado amargas páginas en La galería de les estàtues. Y en éstas apareció Edmón Vallés, mequinenzano, historiador, que leyó sus cosas, vio sus dibujos y pinturas, y le aconsejó que se fuera a Barcelona.
        

--Me gané la vida pintando cuadros comerciales para sobrevivir, hasta que al cabo de un año y medio, a través de  Vallés, me surgió un trabajo en la editorial Montaner y Simón. Y allí tuve la suerte de encontrar a Pere Calders. Una de las cosas que Calders hizo, al volver del exilio, fue intentar reunir otra vez el fondo artístico de la casa que se había perdido. Había cartas originales de Emile Zola, la colección de las planchas de los grabados de Gustavo Doré, pero todo eso tuvo que venderse. Mi primer trabajo fue catalogar lo que quedaba. Montaner y Simón publicó una edición facsímil de El Quijote, tenía dos ejemplares de la edición príncipe y uno de ellos desapareció de la caja fuerte.
         

--En todo caso, ¿cómo le condicionó Pere Calders, un excelente cuentista, qué aprendió de él?
        
--Condicionarme nada ni lo pretendió tampoco. El me dio una lección que siempre reconozco: la del rigor a la hora de escribir y de usar el lenguaje. El se dio cuenta de que yo tenía mi propio mundo y me animó a que no renunciase nunca al catalán de Mequinenza, del Ebro y de mi zona. Yo si hubiera seguido escribiendo en castellano, habría acabado por no escribir. Cuando quise empezar a hacer algo más serio, me di cuenta de que me estaba traduciendo continuamente. Pensaba en una lengua y escribía en otra. Y entonces tuve la sorpresa, gracias a Edmón Vallés, de comprobar que la lengua que yo hablaba era una lengua literaria y que tenía una tradición. Vallés trabajaba en la editorial Vergara que publicó una soberbia colección en catalán, grandes traducciones de obras esenciales: La peste de Camus, Zorba el griego, Cristo se paró en Eboli de Carlo Levi, traducido por él mismo, que me enviaba a Mequinenza esos libros. Fue como mi mentor espiritual. El primer día que llegué a la Montaner y Simón, me dijo Calders: "Me ha dicho Edmón Vallés que escribes". Estaba francamente acojonado, le dije que sí y me pidió que le enseñara lo que escribía. Era un hombre entrañable y tímido, de una timidez increíble.
         

--¿Y Jesús Moncada: es tímido o está muy volcado con su obra, casi con fervor religioso? Ni presenta ni da conferencias ni colabora en los periódicos.
        
--Lo del fervor, lo acepto. De religión nada, en absoluto. No me gustan los saraos, y eso no implica ningún tipo de desprecio por otros escritores. Prefiero estar al margen y centrarme en mis proyectos. Soy ordenado, pero hasta cierto punto, y tampoco vivo en una torre de marfil ni mucho menos. Escribo con el perro dando vueltas, viniendo a lamerme o ladrando, y con mi madre entrando a preguntarme si le parece bien qué haga tal o cual menú para comer. No soy un monje, pero sí trabajo muchísimo todo lo que hago.
         

--¿Cómo escribe ahora: a mano, a máquina, con ordenador?
        
--El trabajo de traductor lo hago directamente con el ordenador. Con mis libros es distinto: procuro hacer con el ordenador un esbozo del capítulo muy rápido, o de todo el libro, e imprimirlo, y el gozo es coger la estilográfica y empezar a manchar las hojas impresas hasta que no queda nada. Y entonces paso eso al ordenador; corrijo de nuevo, añado otros matices, vuelvo a imprimir, cojo la estilográfica de nuevo, y ese es el procedimiento que en la última novela creo que hice trece veces. O catorce.
        

--Hablemos de Estremida memòria: un caso de bandolerismo y muerte en Caspe hacia 1877. ¿Por qué le había obsesionado tanto ese tema?        
--Porque es una de esas viejas historias que te cuentan siempre. Y que yo no hubiera escrito nunca de no haber sido por la aparición de una relación manuscrita del escribano de Caspe que participó en las investigaciones. Esa relación existe y a mí me dio los datos históricos que yo necesitaba para comparar esa versión fidedigna con todo lo que la memoria había ido incorporando, deformando o falseando de lo que sucedió. Es una novela, una vez más, sobre la memoria realizada a mi manera desde la certeza de que la realidad es muy literaria.
         

--Usted ha empezado escribiendo libros de cuentos. Tras tres extensas y exitosas novelas, ahora anuncia el regreso al cuento.
        
--No lo abandoné jamás. Yo no escribí cuentos como un aprendizaje para luego escribir novelas. Escribiendo cuentos no se aprende a escribir novelas y escribiendo novelas no se aprende a escribir cuentos. Pero a lo largo de estas tres novelas he ido reuniendo cosas e ideas que quería convertir en cuentos. Y después de Estremida memòria he vuelto a ello. Sería un libro de cuentos muy unitario, situado en los años 50, contado por un juez de paz. Pero no piense que van a ser relatos policiacos. 
         

--¿Tiene título ya?

         --No. Y además le prometí a mi sobrino que sería el primero en saberlo. [El título sería “Calaveras atónitas”. Hay edición castellana en Xordica. Esta entrevista es de 1998, y Jesús Moncada falleció en 2005.]

*En 1998, concerté un encuentro en Barcelona con Jesús Moncada. Encuentro ahora el acta de este diálogo (se publicó en "El Periódico de Aragón", en la sección "En Primer Plano") y lo traigo aquí, al blog. Creo que es un texto que explica mucho al autor, incita a la escritura y abunda en el proceso de  redescubrir la Zaragoza de los años 50.             

3 comentarios

txingurri -

Antón,con tu permiso, de momento sin el..cuelgo tu entrevista en una pagina de admiradores de Jesús Moncada en el facebook, http://www.facebook.com/#!/group.php?gid=46927027482 Un saludo, si prefieres que lo retire no tienes nada mas que decirlo, un saludo

a. -

me apena haber conocido la obra de jesús moncada muy poco antes de que éste muriera. aunque, efectivamente, siempre nos quedará su obra. y nos quedarán entrevistas como la que aquí reproduces. gracias.

Chorche -

Qué entrevista....!! :) deliciosa.