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Antón Castro

FRANCISCO PRADILLA: RECUERDOS DE UNA VIDA

FRANCISCO PRADILLA: RECUERDOS DE UNA VIDA

Hacía tiempo, meses, años, que Francisco Pradilla (1848--1921) se había convertido en una sombra. En un recuerdo. En una mole de amarga celebridad, en puro olvido. Cuando se murió, muchos se quedaron estupefactos: hacía tiempo que pensaban que Pradilla, "el segundo pincel de Aragón" tras Goya, para muchos, ya peleaba con la eterna noche de la muerte.         

No era así. Bien mirado, tampoco era tan viejo: rebasaba en poco la setentena y se levantaba casi todos los días para pintar, contemplar sus acuarelas y sus dibujos alegóricos, sus bocetos y su inmensa biblioteca. Solía ir a la ópera, devoraba a los clásicos latinos envuelto en la añoranza y pintaba y pintaba con frenesí. Francisco Pradilla, el ausente, dicen que el levemente resentido con su hado, se debatía entre un cáncer galopante y el torrente de imágenes de la memoria.        

En esa visión vertiginosa que es la propia vida, en ese instante fatal en que uno se adentra en el laberinto de tinieblas, Pradilla recordó su trayectoria casi al completo: su aprendizaje, su trabajo lento pero empecinado en la búsqueda de la perfección, su ansiedad, la consumación del oficio de pintar. Se vio casi un niño en el taller de Mariano Pescador, y luego ya en Madrid, realizando mil y un trabajos, esforzándose en las males calles, hasta abrirse camino. Cuando vio impreso su primer dibujo en La Ilustración Española pensó que se aclaraba el porvenir. En 1871 realizó uno de esos viajes que le marcaron la vida: estuvo en Vigo, y las neblinas galaicas, los paisajes de exuberante naturaleza, los pinares agitados por la verde brisa del Cantábrico, el mar en calma o exasperado impresionarían su retina. Creyó toparse con una Arcadia legendaria e ideal para extraviar su imaginación. Y su vinculación con ese edén purísimo de lluvia, aumentó al entablar relación con una muchacha de Vigo, a la que logró seducir con cartas preñadas de romanticismo y de dibujos. Pese a la feroz oposición familiar, se casaron.

Cuando en 1872 ingresa en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, detectó que su evolución estaba encauzada, algo que se vio algo después con su traslado a la Academia de Bellas Artes de Roma, de la que sería director. Le entusiasmó aquel ambiente de artistas y la huella que había dejado Mariano Fortuny. Se entretenía copiando a Mantegna, a Rafael de Urbino o visitando museos. Una de sus primeras obras maestras, Doña Juana la Loca (1878), fue presentada en la Exposición de Bellas Artes, donde recibió la medalla de honor. Casi idéntico éxito repitió en en Berlín, Viena y París. A esta obra le seguirán otras de pintura de género histórico que le dieron enorme fama: La rendición de Granada, El suspiro del moro o Doña Juana recluida en Tordesillas. Esta figura fue una obsesión constante de su vida, y cada vez que se acercaba a ella parecía desdibujarla levemente en el cuadro en un enigma de desgarro y leyenda, de pasión enfermiza y de lirismo.        

Pero Pradilla era un pintor muy completo. Lo sabía. Era capaz de abordar cualquier género con calidad: el retrato (el Ayuntamiento de Zaragoza le encargó sendas obras de Alfonso I El Batallador y Alfonso V El Magnánimo); la escena costumbrista, tocada con elegancia, buen gusto y una inclinación a la suavidad; la pintura alegórica, casi victoriana en algún instante; el paisaje, al óleo, al dibujo o a la acuarela. Intuyó el impresionismo y dotó a su obra de una dosis peculiar de luz y de atmósferas, de intensidad y belleza.         

Recordó ese periodo un tanto atropellado, de 1896 a 1897, en que le nombraron director del Museo del Prado, que había sido su casa durante años: cada vez que volvía de Roma o de un viaje por Vigo o por su tierra aragonesa (era de Villanueva de Gállego), y pasaba por Madrid, buscaba el solaz del Prado y se encerraba con Velázquez, con Goya, con Zurbarán. Permaneció poco en el cargo debido a la desaparición de un cuadro: decepcionado, se retiró a su estudio y a sus obsesiones, y en ellas navegó durante casi una veintena de años, a solas y casi abandonado.

         Al recapitular el frenesí del tiempo, pudo pensar: "Para pintar he nacido". Luego, la parca le cerró obscenamente los ojos.

 

*El cuadro de Juana La Loca que pintó en 1877 y que está en el Casón del Buen Retiro.

2 comentarios

De Anton -

Gracias, Mari
Ayer anduve yo viajando un rato por tu blog.

Un beso. AC

inde -

Tiene tantos cuadros Pradilla que me seducen... El de Doña Juana encerrada, acuclillada sobre un libro, bajo una ventana gótica toda luz, con un ama al fondo, que atiza el fuego de la chimenea, es una maravilla: qué tristeza en esos ojos de mujer sola y encerrada, nunca entendida. Tiene un aire a El Greco... Ay, no sé decirte; es como una liquidez, un a punto de llorar, que eriza el vello. Qué reconocible es esa sensación, qué bien la transmite.