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Antón Castro

EL HOMBRE DEL SACO. CUENTO BREVE

EL HOMBRE DEL SACO. CUENTO BREVE

 

Esta historia arranca con el nacimiento de Martín Cruz en Teruel, en los alrededores de la catedral o del mausoleo de los Amantes, cerca de la Plaza Roja. Ahí estará una de sus fascinaciones: ese mundo de pintadas, demoliciones, cascotes, terrazas y mansardas. Aunque lo que más le gusta sin duda es la torre mudéjar, herida por el rayo de luna: esa explosión leve de claridad entre el aljamiado, las rectas que se elevan y el ajedrez de los muros. Un día, en una casa de enfrente, en una de esas casas que tienen las galerías hundidas en medio de edificios modernistas, contempló el paso de un hombre: no era un mendigo, ni un sereno, ni siquiera el barrendero, pero siempre llevaba un saco gris al hombro y quizá una visera de marino. Jornada tras jornada, a las doce en punto, sin tarea alguna, pasaba ociosamente ante su ventana. Y el niño se lo quedaba mirando muerto de miedo. Temía que, por puro capricho o por deseo de romper tantos años de rutina, se detuviese, lo viese allí, en el alféizar, inmovilizado por el pánico y la curiosidad. Aquella era su imagen del hombre del saco.

         Una tarde, Martín Cruz entró en el taller de su padre y se lo dijo:

         --Lo he visto pasar otra vez. ¿Qué ocurriría si un día subiese hasta mi cuarto?

         El padre lo tranquilizó y por primera vez lo llevó a las afueras. Le comentó:

         --Fíjate en esas moles de tierra.

         El niño se quedó perplejo, mientras su padre, que ya había plantado el caballete ante el pedregal, comenzó a pintar. Sobrecogido de emoción, de admiración o de cariño hacia el artista, miraba cómo derramaba colores, cómo trazaba líneas y cómo se concentraban las luces y las nubes viajeras en aquellos tótems horadados que se alzan del suelo; en sus intersticios, percibió ante el lienzo, se iban hacinando los murciélagos, las sierpes, las águilas, los cernícalos del atardecer. Resonaba por hechizo la melodía del viento.

         --Padre. Ese cuadro casi me da miedo.

         A pesar de todo, no le quitó ojo en toda la tarde. Experimentó temblores, cosquilleos a la altura de la garganta y una emoción inefable de agua, olores y noche.

         El niño se hizo mayor. Siguió la afición del padre. Este padeció una gran depresión: se encerró en su casa sin querer salir para nada y se tendió en la cama. Llamó a su mujer:

         --Edelmira, que nadie me moleste. Si alguien pregunta por mí, estoy en la cama muriéndome o soñando con mi próximo cuadro.

         El hijo acudía cada tarde a visitarlo. El padre no quería verlo, pero sabía que llegaba, que hablaba con la madre, oía el murmullo de sus voces --«hoy no ha comido, carraspea con insistencia y habla sólo de piedras y pájaros. Si no lo conociese, diría que se ha vuelto loco», murmuraba ella-- y que se acercaba a la puerta. Notaba su respiración silenciosa, sospechaba su mirada clandestina, sabía que se quedaba al acecho, tras la cortina roja.

         El hijo dejó de ir. Creyó que el mejor homenaje al desahuciado era volver a los mismos lugares que él había recorrido, a aquellos parajes de mansuetos que tanto le habían gustado al joven reportero Ernest Hemingway. En una de sus crónicas de guerra, anotó el 23 de septiembre de 1937: «...detrás se levantaban peñascos rojizos esculpidos como columnas por la erosión, columnas parecidas a caños de órgano, y detrás de los peñascos, a la izquierda, se extendía el Patio del Diablo, tierras baldías, rojizas y sin agua.»

         Hubo un momento en que ya no le bastaba con repetir los sitios conocidos, sino que se extraviaba por el llano, la serranía, las hondonadas, las abruptas barranqueras. Recogía las tierras, las maceraba, las machacaba, las colaba y elaboraba con ellas --disueltas en polvo oscuro, blanco, rubio, gris como perlas de llovizna-- la pasta con la que iba a pintar; amontonaba huesos en el muladar, espadas de costillares, puñales de omoplatos, cualquier cosa, basura. «El arte me sale al encuentro a cada instante y yo sólo debo abrir los ojos», anotó en su Diario de artista. A veces dejaba la furgoneta y ascendía hasta una colina o descendía al cauce seco del Alfambra y recogía lo que podía: sedimentos, hojas, limo de reptiles. Luego, con el saco colgando de la espalda, volvía.

         Un día, su madre le reveló:

         --Tu padre ha vuelto a pintar.

         Volvió a verlo. Como siempre, a hurtadillas, desde los cortinajes. Pasaron semanas hasta que su padre lo dejó entrar. Entonces, se levantó y le dijo:

         --Quita esa tela y descubre el cuadro.

         Al muchacho no le fue imposible reconocerse en él: allí estaban las nubes, los vencejos, la luz última del poniente, y en el fondo del regato aparecía alguien, recogiendo piedras y cantos. Alguien que seguía el cauce del Alfambra y enfrentaba los mansuetos, aquellas colinas rojizas y polvorientas donde había descubierto la pintura por primera vez.

         --Lo ves, hijo. Ese eres tú. El hombre del saco.

 

*Empecé a publicar microrrelatos en los años 80. Textos de diez, quince, veinte líneas, siempre menos de un folio. Desde entonces, habrán aparecido alrededor de 40 o 50 en distintos libros míos. En Los pasajeros del estío (Olifante, 1990), había una parte, “Historias incompletas”, con ocho piezas breves. Y desde entonces, en casi todos mis libros de ficción, ha habido microrrelatos. En Los seres imposibles (Destino, 1998) apareció éste dedicado al pintor Miguel Ángel Domínguez, en quien estaba inspirado.

 

*La foto es de Annie Leibovitz.

 

 

 

2 comentarios

mega -

¡Y qué desenlace! Toda una revelación.

Un abrazo,

Blanca -

Estupendo cuento..!!