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Antón Castro

'LA MADRE' DE ABEL HERNÁNDEZ

'LA MADRE' DE ABEL HERNÁNDEZ

El caballo de cartón, de Abel Hernández,

ganadora del VIII Premio de la Crítica de Castilla y León

 

El caballo de cartón -obra editada recientemente por Gadir-, del escritor soriano Abel Hernández ha sido elegida, hoy en Salamanca, ganadora del VIII Premio de la Crítica de Castilla León.

Este prestigioso premio, convocado anualmente por el Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, ha tenido como jurado una amplia representación de la cultura de las nueve provincias de Castilla y León, que incluye críticos literarios, profesores universitarios y escritores. Entre los ganadores de anteriores ediciones se encuentran autores como Luis Mateo Díez, Óscar Esquivias, Juan Manuel de Prada o Antonio Gamoneda.

El director del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, Gonzalo Santonja, copresidente del jurado, indicó que se trata de una obra “magnífica” que lleva a su autor a “ser el portavoz de una sensibilidad humanística del mundo de lo rural convertido en el mundo intelectual”.

El precedente de El caballo de cartón, Historias de la Alcarama, de Abel Hernández, fue también finalista de este premio en su edición del año pasado.

 

Javier Santillán me envía un capítulo de este libro de Abel Hernández, biógrafo de Adolfo Suárez, que se presentará el día 10 en Zaragoza. Se trata del capítulo de ‘La madre’.

LA MADRE

De Abel HERNÁNDEZ

25 de Octubre. Hoy hemos celebrado el cumpleaños de mi madre. La abuela Bibiana ha hecho rosquillos y ha venido a comer toda la familia. Mi madre ha cumplido 37 años. Hace ya más de ocho que murió mi padre y aún sigue de luto. Siempre la he conocido vestida de negro. En días señalados como hoy trata de aparentar que está alegre, pero yo sé que no es del todo verdad.

 

En toda esta historia que estoy contando, mi madre desempeña un papel especial. Siempre tengo delante su fotografía, una de las últimas que le hicieron. Vuelvo a mirarla. Lleva un abrigo negro. Abundan las canas en su ondulado y brillante cabello, rematado en un moño. Como único adorno luce unos pendientes de perla que yo le regalé. Su rostro, que denota una enorme fortaleza interior, sigue siendo hermoso, ancho y armonioso; pero en sus ojos castaños hay un rictus de tristeza que refleja ya el estrago interior de la enfermedad.

Una retinopatía causada por la diabetes le ocasionó una progresiva pérdida de la vista. Poco a poco fue quedándose ciega. Al final apenas distinguía el perfil de la cara de sus nietas y el color de sus vestidos. Esto la atormentaba, aunque procuraba disimularlo con humor. Murió de cáncer a los ochenta años recién cumplidos y sus restos descansan en el cementerio del Espino de Soria, cerca de Leonor, la mujer de Antonio Machado. Ella pidió no ser enterrada hasta que pasaran cuarenta y ocho horas de su muerte por temor a que la enterraran viva, como había ocurrido en algunos casos espeluznantes que le habían contado de joven. Fue uno de los escasos caprichos de su vida.

Aquella tarde de finales de octubre, cuando bajé del Espino, vi el cielo cárdeno, ensuciado de grajos, me sentí solo en el universo, perdido en el páramo infinito como un niño desvalido y lloré a solas dulcemente como nunca había llorado. Entonces me di cuenta del milagro: el llanto del hombre nos devuelve a la condición de niños, donde la vida empieza; nos purifica y nos introduce de nuevo en el seno materno.

Recuerdo de aquel cumpleaños de 1948, que iba a ser el último que pasaría con ella en muchos años, una escena desagradable en la sobremesa. Mi madre anunció su propósito de que nosotros, mi hermano y yo, estudiáramos.

—Aquí en el pueblo no se van a quedar. Ya lo he hablado con don Juan, el maestro, y con don Livino.

—Sí, van a estudiar para amolanchines —saltó el tío Felipe—. ¿De dónde vas a sacar los recursos para que estudien? Lo mejor es que vayan pastores.

Fue una reacción brutal e inesperada del mayor de los hermanos, desmentida luego con hechos, que a mi madre le dolió ese día como si le hubieran dado una puñalada. Desde que murió mi padre y se quedó viuda con 28 años, la principal razón de su vida fue sacar a los hijos adelante como si él viviera, sin condenarlos a destripar terrones.

Mi padre, Cristóbal Hernández Ridruejo, que, como tengo dicho, era secretario del Ayuntamiento de Valtajeros, padecía del corazón y murió de repente a los 28 años —ambos eran de la misma edad— el 4 de febrero de 1940, segundo día de las fiestas de San Blas. Yo tenía dos años y mi hermano, unos meses. Por más esfuerzos que he hecho toda mi vida, no lo recuerdo, no recuerdo nada de él, pero debió de ser un gran hombre. Su muerte, por lo visto, conmocionó a toda la comarca y, según me han contado, yo preguntaba insistentemente por él con mi lengua de trapo «¿dónde está mi papa?», sin obtener una respuesta satisfactoria. Desde entonces he estado buscando a mi padre inútilmente. Sólo conservo su mortuoria, con una gran cruz en medio y unos anchos márgenes con tres franjas de negro. Es en la mortuoria de mi padre donde aparece por primera vez mi nombre en letra impresa. Los dos únicos objetos personales, que estuvieron muchos años a nuestro alcance, su reloj de plata «Louis Coppel» y su laúd, se perdieron misteriosamente en un traslado.

Margarita, mi madre, desanduvo el camino vestida de luto, con sus dos niños pequeños, y se volvió a Sarnago, a la casa de sus padres, donde ella y yo habíamos nacido. Cuando distinguí mi imagen en el espejo, me vi vestido de negro. Puedo decir que la película de los primeros años de mi vida fue literalmente en blanco y negro.

Mi condición de huérfano a tan tierna edad junto con la fuerte personalidad protectora de mi madre y la sincera compasión que despertábamos hizo que familiares y vecinos me trataran con especial benevolencia, a pesar de que eran tiempos en que los niños ocupábamos en la sociedad un lugar marginal y despreciado, lo que nos obligaba a refugiarnos en nuestro propio mundo, en un mundo aparte, salvaje e inmerso por completo en la naturaleza. Los campos, los prados y el bosque eran nuestro hábitat natural. Allí éramos libres.

Andábamos por los caminos como saltamontes. Buscábamos nidos, sacábamos de la tierra con el azadón hormigas aludas, cazábamos pájaros con cepos de alambre o con paraderas de losas y recogíamos los frutos silvestres con especial dedicación en cada temporada: moras, endrinas, calambrujos, bizcobas, perques, maguillas, arándanos, grosellas, gayubas, aciablas, amugues, magüetas… Nos masturbábamos juntos en el pradillo de altas paredes, sentados en fila entre los rosales silvestres. En verano nos metíamos desnudos en las pozas y charcas enfangadas pobladas de eneas, con las ranas croando en la orilla y saltando entre los juncos y entre nuestras piernas. Nos bastaba un mendrugo de pan con cebolla o tocino. Bebíamos agua de cualquier regajo, manantial, acequia o fuentecilla que nos encontráramos, siguiendo una norma sagrada, que considerábamos infalible:

 

Agua corriente

no mata a la gente.

Agua sin correr

puede suceder.

 

No recuerdo ningún castigo físico en casa, ni siquiera una bofetada. Cuando tenía tres o cuatro años me ocurrió algo que se parecía a ello y que se me quedó grabado para siempre. Mi madre había amasado y estaba metiendo la masa de las hogazas en el horno. Hacía calor y yo tenía sed. Le pedí a mi madre que me bajara agua de la cocina. Ella no podía en ese momento. Se ofreció a hacerlo el tío Sotero, que me quiso siempre como si fuera un hijo. Subió a la cocina y bajó con una jarrita de aluminio llena de agua fresca. Me la ofreció y yo la rechacé, a pesar de que me moría de sed.

—Yo quiero que me la dé mi madre —dije enrabietado.

—¿Quieres el agua? ¡A la de una!

—¡No!

—¿Quieres? ¡A la de dos!

—¡No!

—¿Quieres? ¡A la de tres!

—¡No!

Entonces ocurrió lo inesperado. El tío Sotero lanzó con fuerza el agua de la jarra sobre mi cara. La impresión y el susto casi me cortan momentáneamente la respiración. Estallé en llanto mientras todos reían. Fue una buena lección, que demostró la excesiva dependencia que tenía entonces de mi madre y me ayudó a no ser en adelante un niño caprichoso. Andando el tiempo me enteré de que fue idea del tío Sotero encargar a los Reyes Magos el caballo de cartón con el aparejo de carne de membrillo.

El método de mi madre cuando estaba disgustada por alguna fechoría de mi hermano o mía era poner cara de pena, pronunciar la tremenda frase «¡me vais a matar a disgustos!» y no hablarnos, ignorándonos durante varias horas, a veces días, hasta que le rogábamos encarecidamente que nos perdonara. Este silencio de mi madre era un castigo moral, casi un chantaje, muy inquietante y doloroso. Exhibía su condición de víctima y nos acusaba a nosotros de aumentar su sufrimiento, de ser cómplices de su triste destino. La temprana viudez le dejó para toda la vida un fondo de resentimiento, que poco a poco compensó con su generosidad y su coraje silencioso.

Este carácter victimista de mi madre, unido a su extraordinaria inteligencia natural y a su sentido común, no dejaba apenas resquicio alguno a mi autonomía personal a la hora de hacer planes sobre mi vida. En el pueblo los niños carecíamos de capacidad de decision sobre nuestro futuro. Ni siquiera se nos pedía directamente opinión. Asistíamos a las conversaciones de los mayores como si fuéramos los gatos que ronroneaban en torno a la mesa de la cocina.

En honor a la verdad hay que decir que mi madre no utilizaba nunca el ordeno y mando o los argumentos de autoridad. Tampoco la vi jamás perder los papeles, hablar a gritos o tener una reacción histérica. Cuando lloraba, lloraba a solas. Procuraba actuar con naturalidad y cercanía, y ser convincente. Su frase preferida si te resistías a su propuesta era: «Atiende a razones». O «no retoriquees». Te envolvía hábilmente en sus razonamientos y uno llegaba a la conclusión de que quería lo mejor para ti y que te podías fiar de ella. Nunca, en toda mi vida, lo he dudado.

La sombra de mi padre gravitó sobre nuestras vidas. El baúl con sus recuerdos más personales, forrado de seda color crema, permaneció siempre al lado de la cama de mi madre, que siguió enamorada de mi padre hasta la muerte. Cada año nos llevaba varias veces a visitar su sepultura en el camposanto de Valtajeros. No se le pasó por la cabeza volver a casarse, aunque no le faltaron pretendientes y proposiciones tentadoras. Yo mismo fui testigo de una de ellas en el portal de la casa de Sarnago. La abuela Bibiana le decía cuando los días de fiesta la veía afanada en la cocina con el delantal de rayas puesto: «La que luce entre las ollas no luce entre las otras». Pero ella lo tenía claro.

Cuando regresó, viuda y con dos niños, a la casa paterna comprendió enseguida que tenía que hacerse cargo de todo. El abuelo había superado ya los 70 años, la abuela padecía depresiones, que atribuían al susto que le dio su cuñado, el tío Nicolás, un locatis, cuando le apuntó con la escopeta («se le levantaron —decían— las alas del corazón»), aunque lo más probable es que sus desvaríos tuvieran que ver con la menopausia tardía y con una formación religiosa poblada de temores y escrúpulos; y el bueno del tío Co no era un hombre con capacidad de resolución. Para ellos la vuelta de mi madre fue una bendición del cielo.

Además de ocuparse de las tareas domésticas —barrer, cocinar, fregar, coser, lavar, planchar, hacer las camas…— vareaba la lana de los colchones en las eras, lavaba la ropa en el río, traía la hornija, amasaba el pan, lo cocía en el horno, ordeñaba las cabras cada mañana antes de que sonara la cuerna del cabrero, iba con los cántaros por agua a la fuente, uno en la cabeza y otro en la cintura, no rehuía echar una mano en las tareas del campo: la escarda, la siega, el cuidado de las huertas y la recogida de la cosecha. Comprendió enseguida que criar cerdos era entonces lo más rentable, y más de una noche pasé yo con ella en la pocilga a la luz de un candil procurando que la cochina recién parida no aplastara a los cerditos de la lechigada. Luego defendía el valor de aquellos animales hasta el último céntimo cuando el «Peña» de Cigudosa llegaba al portal con su blusa negra y su cara de pocos amigos a comprar los tetones.

Para hacer frente a aquellos tiempos de penuria montó en la cocina de abajo una pequeña tienda, que hacía también de estanco y de taberna y donde repartíamos el racionamiento en la posguerra. Los arrieros de Cervera, Igea, Aguilar e Inestrillas, que iban y venían con sus mercancías camino del mercado de San Pedro, paraban en casa, que estaba siempre abierta; cuando acababan empapados por la lluvia o les sorprendía la nieve en descampado se secaban a la lumbre, bebían una jarra de vino caliente con miel y canela y, si era preciso, encontraban allí refugio gratis para pasar la noche.

Pero la principal misión de mi madre, aparte de sacar a los hijos adelante, fue cuidar a sus padres con extraordinaria delicadeza hasta que, con más de noventa años el abuelo y unos años menos la abuela, cerraron los ojos para siempre con unos meses de diferencia, y, andando el tiempo, cuidar de su inseparable hermano, el tío Co, afectado de ictus cerebrales y que en los últimos años de su vida fue como un niño desvalido. Entonces no había ley de dependencia ni a nadie se le ocurrió concederle a mi madre la merecida medalla del mérito en el trabajo o del sufrimiento por la patria o por lo que fuera, si es que existía. Estas medallas y condecoraciones están destinadas desde siempre a los famosos y chupatintas de la capital. La excepción fue mi bisabuelo Diego al que le hicieron caballero de la Orden de Beneficencia por un acto de heroísmo.

Don Manuel, el médico de la comarca, le enseñó a poner inyecciones y, desde entonces, hizo de enfermera y practicante en el pueblo, sin cobrar un real ni recibir compensación alguna. Coincidió con la llegada de la penicilina. Traían de San Pedro a caballo las ampollas en una caja envuelta en hielo. En Sarnago había varios jóvenes tuberculosos, entre ellos dos hermanos en el barrio de abajo, y mi madre, a pesar del evidente riesgo de contagio, acudía hasta su lecho a ponerles cada noche la dosis que parecía milagrosa.

Fue una mujer fuerte, generosa y desprendida, que conectaba lo mismo con los más viejos que con la gente joven. Todo el mundo la respetaba y la quería. Era religiosa, pero nunca cayó en beaterías. En el baúl donde conservaba los recuerdos de mi padre guardaba también una colección de novelas de su autor favorito, Pío Baroja, que ella había ido adquiriendo en fascículos. Un cura tridentino, seguramente don Juan Pérez, el de Huércanos, que le escribió una carta aquel octubre del 48 con motivo de su cumpleaños y cuyo sobre azul, sin la carta dentro, con un sello de Franco de 50 céntimos, ha aparecido misteriosamente en mi arquita, le aconsejó, apelando a la salvación de su alma, que las quemara para que un autor tan impío no cayera en manos de los niños. Como fiel hija de la Iglesia, obedeció con harto pesar y las quemó lentamente en el fuego del hogar por la noche, sin testigos.

Su afición a la lectura, a pesar de no haber pasado de la enseñanza primaria, le otorgaba una superioridad moral en un pueblo sin luz eléctrica y en el que no había casi ningún libro en la mayor parte de las casas. Los libros eran objeto de culto y se trasmitían de una generación a otra con la firma correspondiente, una debajo de otra. En las largas noches de invierno, mientras las Úrguras recorrían las callejas agitando la nieve, barriendo los tejados y ululalando por las chimeneas, mi madre, con voz pausada, nos leía un libro en la cocina de mi casa, al calor de la lumbre, a la luz de un candil, bajo las varas de los chorizos y las morcillas de la matanza, que colgaban del techo. Los atentos oyentes éramos el abuelo Natalio, sentado en su silloncito a la derecha de la chimenea, la abuela Bibiana en un banquito a la izquierda, el tío Co, cuando no estaba en el trujal, y nosotros, los niños, sentados en el centro de cara a la lumbre. Un invierno nos leyó el Quijote en dos tomos, en rústica, cada noche unos cuantos capítulos, y otro, con un sonsonete inolvidable, lleno de musicalidad, los romances castellanos antiguos, que acabamos aprendiéndonos de memoria.

Llegado a este punto y pensando intensamente en mi madre, que tiene que seguir existiendo en alguna parte porque nada de lo que se ama desaparece, he vagado de recuerdo en recuerdo, formándome una imagen perenne, que ha ido cristalizando en un amor tranquilo que recorre la casa vacía entre montañas, pasa por el cerro del Espino y se eleva en el Monte de las Ánimas hasta las estrellas.

 

*Todas las fotografías que ilustran este fragmento de 'El caballo de cartón' de Abel Hernández pertenecen a un fotógrafo inolvidable: el gallego Virxilio Vieitez, ese hermano de sangre y de sensibilidad de August Sander.

 

 

 

 

 

2 comentarios

Mario Cuesta Lerma -

He leído, Abel, tu primera novela "Historias de la Alcarama" y "El caballo de cartón". Me identifico plenamente con las vivencias y los recuerdos de aquella época -soy algo más joven que tú- y me identifico también con el paisaje, pues yo soy del otro lado de la sierra del Alba, de Castilfrío. Tengo contigo -y perdona que te tutee- una cierta afinidad, por ser hijo de secretario también. Por otra parte tengo vínculos familiares con Valtajeros, el pueblo de tu padre. Me gustaría poder saludarte y charlar un ratito contigo. Completaré tu trilogía con "Historias de la Alcarama". Un saludo.

Inde -

Jo, qué preciosidad. Y encima me toca en mi punto débil...