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Antón Castro

DANIEL GASCÓN: 'LA SOCORRISTA'

           

 

LA SOCORRISTA

            Daniel Gascón

            La primera quincena de julio de 2004, unos meses antes de irme a trabajar a Francia como profesor de español, llevé a mi hermana pequeña a un curso de natación en la piscina de Garrapinillos, el barrio periférico en el que vivíamos. Me sentaba debajo de los pinos y leía, pero eso enseguida se interpreta como una provocación o el síntoma de una soledad desgarradora, y pronto empecé a pasar todo el tiempo que duraba la clase charlando con las socorristas. Había dos; se intercambiaban los turnos de mañana y tarde. Una era alta y desgarbada, quería aprender inglés y era aficionada a la novela histórica. A la otra, Paula, le gustaba yo. Aunque las dos eran simpáticas, me entendía mejor con la segunda: compartíamos aficiones. Era guapa –el pelo negro, los ojos verdes-, pero un poco bruta. La primera vez que habló conmigo, después de que yo me acercase al borde de la piscina para rehacerle la coleta a mi hermana, me propuso tomar un café en el merendero de la piscina (no había bar), y cuando saltó la valla me dijo: “No me mires las piernas, que hace un huevo que no me depilo”. A veces me contaba cosas, me decía que tenía familia en Francia, precisamente, y en cambio otras veces se me quedaba mirando un rato y decía: “Qué ojos tienes, no sé ni lo que te digo”.

            La verdad es que, al margen de que a mi hermana no le gustaba perderme de vista, Paula no me convencía demasiado. No teníamos casi nada de lo que hablar. Había mucha luz, nada de alcohol, todo me parecía demasiado abrupto, y supongo que ella me intimidaba un poco. Que yo le gustara era sin duda un malentendido; a partir de ahí, la realidad -las conversaciones o el sexo- solo podían ir a peor. Cualquiera que sepa un poco de historia ya sabe cómo acaban las utopías. Y también sabe que el morbo sexual es como la autoridad: lo conservas mientras no estás obligado a ejercerlo. Por otra parte, como estaba más acostumbrado a seducir que a ser seducido, tampoco sabía cómo desatascar la situación. Me había quedado sin mi estrategia principal: la súplica abyecta. Aunque quisiera liarme con Paula, ¿qué le podía decir? ¿Proponerle un polvo en los vestuarios? En fin, nunca llegamos a nada y las visitas a la piscina empezaron a producirme angustia, aunque al menos mi hermana aprendió a nadar.

            Yo nunca iba a la piscina solo, y dejé de ver a Paula cuando mi hermana terminó el curso de natación. Pero a finales de julio me la encontré cerca de la estación de tren. Yo volvía de Madrid, donde acababa de romper con mi novia, e iba a coger el autobús para ir a Garrapinillos. Paula esperaba el autobús para volver a casa. Nos tomamos una caña; me dijo que había estudiado Atención Sociosanitaria y me habló de sus aficiones. Le pregunté qué deportes le gustaban y respondió: “Correr, nadar, follar”. No dijo la última palabra en voz alta, únicamente movió los labios, porque estábamos solos en el bar, y yo me sentí algo incómodo. Pero me sentí directamente imbécil cuando respondí: “Sí, a mí también me gusta ir a correr, me relaja”. Supongo que estaba afectado y la chica con la que acaba de romper también era socorrista y me parecían demasiadas coincidencias. Además, ya había salido con tres socorristas y una subcampeona de España de natación, y pensé que era algo excesivo, teniendo en cuenta que ni siquiera me gustan las piscinas y que nunca fui fan de Los vigilantes de la playa.

            A finales de agosto, salí con algunos ex compañeros de la universidad. Cenamos en una casa y luego fuimos a tomar unas copas. Imaginaba que las cosas transcurrirían por los cauces habituales, y que volvería a casa de mis padres en el primer autobús de la mañana, lamentando haber gastado tiempo, salud y dinero. Pero cuando llegamos al primer bar, prácticamente sobrios, se me acercó una chica guapísima que me resultaba vagamente familiar. Me pidió fuego. Me reproché no ser fumador. Le dije que no tenía mechero, pero que podía conseguirlo: era un tipo capaz de solucionar problemas. Iba a preguntar a mis amigos, pero la chica me dijo: “No, si solo te lo he dicho para hablar contigo. Ya le pediré fuego a algún gilipollas”. Unos dos minutos y medio después, tras algunas palabras de cortesía, nos estábamos enrollando. Se llamaba Vanessa y sus amigas estaban en el otro extremo del bar. Vi que mis amigos se marchaban, uno de ellos me hizo señas. Vanessa y yo pedimos otra cerveza y nos seguimos besando. Todo iba perfectamente hasta que ella metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón, se separó un poco y me dijo: “Oye, tío, ¿me has robado la cartera?”. No la entendí y pedí que me repitiera la pregunta. “Que si me has robado la cartera, cabrón”, gritó, justo cuando acababa la canción, y la gente que estaba cerca se nos quedó mirando. Le dije que no, claro, y ella fue a buscar a sus amigas. Me rodearon y me miraron sospechosamente, y me di cuenta de por qué me sonaba Vanessa: era la hermana gemela de Paula, que formaba parte del grupo. Se parecían mucho, aunque Vanessa era algo más alta y delgada, y llevaba un corte de pelo más estiloso. Paula rompió la hostilidad y me saludó con dos besos. “Nada, cariño, que mi hermana ha perdido la cartera”, me dijo. Explicó que no llevaba mucho dinero ni tarjetas de crédito, pero sí una foto de sus abuelos, que tenía “valor sentimental”. Decidieron recorrer los bares en los que habían estado. Yo dudé un momento, pero me pareció que no tenía sentido acompañarlas. Paula me dio un pico al despedirse. Vanessa no se despidió. Pensé que Paula tenía que haberme visto con su hermana, y todo me pareció muy raro. Incluso me sentí un poco infiel. ¿Cómo me había enrollado con Vanessa si Paula no me gustaba y eran casi iguales? Luego me pregunté si a las gemelas las atraían los mismos chicos, si era un duelo entre hermanas o si todo era una coincidencia y me estaba volviendo loco. Acabé mi cerveza, llamé a mis amigos y volví a casa seis horas después, lamentándome por la pérdida de tiempo, salud, dinero y amor.

            A mediados de septiembre, cogí el autobús de Garrapinillos a las once de la mañana. Paula estaba sentada en la penúltima fila, me invitó a sentarme a su lado. La temporada de la piscina estaba a punto de terminar y ella no sabía qué hacer. Estaba pensando en irse a Alemania. También me habló de su hermana, que estudiaba en la Escuela de Teatro. “Mi padre dice: a Vanessa la quieren de novia, a ti para chingar”. Le dije que era un comentario encantador de su padre y ella rió. Luego dijo: “De todas formas, es verdad”. Me besó a la altura del desvío del club de tenis. “Para, cariño, que me estoy poniendo cachonda”, me dijo, cuando pasamos ante las primeras urbanizaciones, donde algunos viejos se bajaban para trabajar en sus huertos. Pero seguimos besándonos hasta llegar a la parada que hay en el centro del barrio. Allí nos despedimos con un pico, y luego ella se fue hacia la piscina y yo me marché, un poco perplejo, hacia mi casa y empecé a preparar la maleta. Al final de esa semana me fui a Francia. No he vuelto a la piscina, ni tampoco a ver a Paula.

 

*Ayer en el suplemento de verano, Daniel Gascón publicaba este cuento ‘La socorrista’, inspirado en buena parte en Garrapinillos, el lugar adonde nos trasladamos en 2001. Daniel publicará dentro de un par de meses o así su tercer libro de relatos, ‘La vida cotidiana’, en el sello Alfabia de Barcelona. Las dos fotos son de Jacques Henri Lartigue.

1 comentario

passy -

tiene gracia. Encuentro tu blog buscando cosas de fotografía y doy con el relato que ayer leí en un libro de cortesía de un hotel de Madrid.

Saludos,