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Antón Castro

CRISTÓBAL SERRA, POR EDUARDO JORDÁ

Julio José Ordovás, escritor y crítico que está ultimando una nueva novela, envía a algunos de sus amigos este artículo del narrador y poeta Eduardo Jordá, que reside en Sevilla, publicado en ‘Diario de Mallorca’, sobre Cristóbal Serra.

 

EN LA OTRA ORILLA

 

Eduardo JORDÁ. Diario de Mallorca

 

 Hay personas que uno lleva a todas partes consigo, aunque haga mucho tiempo que no las vea o aunque estén en el otro extremo del mundo. Y eso me pasaba con Cristóbal Serra, o Tòfol, como le llamaba, porque para mí Serra no era un escritor admirado „aunque también„, sino casi un miembro de mi familia, una especie de tío abuelo soltero que me recibía en su casa y me había enseñado casi todos los secretos que tenía guardados en su biblioteca, aunque por supuesto se reservase los secretos de su vida privada para sí mismo. El caso es que siempre, por una razón u otra, me acordaba de Tòfol. Y el sábado pasado, aquí, en Pensilvania, estaba en casa de unos amigos, en un claro de un bosque que da a un río. Al fondo del jardín, bajo los grandes árboles, se veían los destellos de las últimas luciérnagas del verano. Yo sabía que a Tòfol no le gustaban los bosques, porque a él sólo le gustaban los paisajes marinos, sobre todo los del Port d´Andratx de su infancia y juventud, y de hecho, en las pocas fotos que tenemos de él cuando era joven, siempre se le ve sentado frente al mar. En una foto, incluso, se le ve en un llaüt que lleva un curioso nombre en griego: "Agios Nikolaos". ¿Cómo llegó a Mallorca esa barca griega? Un misterio. ¿Y qué hacía Serra sentado en esa barca? Otro misterio. Pero la vida de Serra „como su literatura„ ha sido siempre un misterio, incluso para los que habíamos pasado horas y horas charlando con él.
El caso es que el sábado pasado se hacía de noche y estábamos todos a punto de volver a la casa, cuando se oyó una especie de gemido que llegaba desde la otra orilla del río. Era un lamento muy largo que parecía el grito de socorro de una mujer, pero también el llanto de un niño, aunque lo sorprendente era que aquel grito también sonaba como una incontenible explosión de alegría burlona. Pensamos que era un pájaro, pero nadie supo adivinar qué pájaro era. No era una chotacabras, ni una lechuza ni un águila. Entonces, ¿qué diablos era aquello? La dueña de la casa nos lo aclaró mientras cenábamos: un zorro rojo oculto entre los arbustos de la orilla. Los zorros salían a la hora del crepúsculo y de vez en cuando emitían aquellos aullidos.

Y entonces me acordé de una de las frases de Péndulo, que fue el primer libro que escribió Cristóbal Serra: "Los hombres somos unas sombras que algunas veces nos mezclamos con la luz de un crepúsculo". Allí mismo, junto al río, yo había tenido la prueba de aquel enunciado: no éramos nada más que sombras mezcladas con la luz del crepúsculo, sombras que escuchaban un grito que no sabíamos de dónde llegaba ni qué significaba. Y allí, al oír el aullido del zorro, también me acordé de la peculiar posición que ocupaba Cristóbal Serra en el panorama literario de nuestro país, porque nadie sabía situar a Tòfol en un sitio o en otro, y nadie sabía si era una chotacabras o una lechuza o un águila. O dicho en términos literarios, nadie sabía si era un narrador o un pensador o un poeta, o más bien un zorro rojo escondido entre los arbustos de un río (o sentado en una barca que se llamaba "Agios Nikolaos", que para el caso es lo mismo).

He conocido a mucha gente, pero nunca a nadie que tuviera unos gustos tan personales como Cristóbal Serra. Le gustaba la música de John Cage, que ponía en un tocadiscos de aguja en su salita, no sé si con el propósito de echarnos de su casa cuando se sentía fatigado. Le gustaba la pintura de Georges Rouault y el taoísmo empapado de cristianismo (o al revés). Le gustaban las historias bíblicas de los profetas, y no ha habido nadie que haya entendido mejor la figura del profeta Jonás, que era un profeta menor en la Biblia, pero que se convirtió en profeta mayor cuando cayó en sus manos. Y le gustaban los asnos, a los que siempre daba el tratamiento de altezas reales, refiriéndose a ellos en singular y con una reverente mayúscula. Y tenía opiniones políticas que sabía expresar de un modo enigmático. Un día, hablando del nacionalismo isleño, Serra „que era la persona más mallorquina que uno podía encontrarse me soltó este verso de Dante: "L´avara povertà dei catalani". Un endecasílabo le bastó para zanjar la cuestión.

Aunque Cristóbal Serra haya muerto, no vamos a poder librarnos fácilmente de él. Cuando menos lo esperemos, en medio de la oscuridad creciente, oiremos ese lamento que parece un grito y una risa burlona, todo a la vez, y sabremos que él está allí, escondido entre los arbustos de la otra orilla.

 

*La primera foto es de EFE / Manihtú. La segunda es de Pep Vicens y apareció en 'El Mundo'.

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