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Antón Castro

FÉLIX ROMEO POR RODOLFO NOTIVOL

FÉLIX ROMEO POR RODOLFO NOTIVOL

‘TODOS LOS BESOS DEL MUNDO’

 

Por Rodolfo NOTIVOL GASCÓN

 

 

Es muy raro para mí estar hoy aquí presentado un libro de Félix. Es algo así como si el alumno pretendiera evaluar al maestro y no al revés. Porque Félix fue un maestro para mí en muchas cosas. Por supuesto, lo fue si hablamos de literatura. Hace algunos años, incluso asistí a uno de sus talleres de escritura. Esos talleres que él llenaba de juegos, de diversión y de pasión por las palabras. Y él fue también quién, más tarde, me empujaría a seguir escribiendo.

 Pero las mejores lecciones que Félix me dio no las recibí en aquel taller, ni tuvieron por objeto los libros. Las mejores lecciones que Félix me dio, sus auténticas clases magistrales, fueron sus lecciones de amistad.

Digo esto, porque “Todos los besos del mundo” es, precisamente, un libro nacido de la amistad. La que Eva y Chusé Raúl sentían por Félix. Pero es, además y sobre todo, un libro que resultaba necesario, un libro que hacía falta.

Y lo es porque Félix Romeo es un autor imprescindible si se quiere conocer lo ocurrido en las letras aragonesas y españolas durante los últimos veinticinco años.

Sin su figura nada hubiera sido igual.

Por eso la aparición de este libro me parece una gran noticia.

En él se recoge, como ya han dicho Eva y Chusé Raúl, una selección de sus cuentos en el orden cronológico en que los escribió. Esto nos permite leer el libro como una especie de biografía literaria y, por lo tanto, personal de Félix, pues él nunca supo escribir de otra manera que no fuera metido en la vida hasta las cejas.

Las narraciones que incluye el libro podrían dividirse perfectamente en cuatro etapas, que coinciden con los intervalos entre cada uno de los libros de Félix publicados con anterioridad, y en las que van apareciendo pistas sobre el camino que llevó al escritor hasta esos libros.

El primer cuento “Buscando cielo”, escrito antes de la aparición de “Dibujos animados”, funciona como un prólogo, un prefacio, en el que se nos anuncia una parte importante de lo que vendrá después.

Encontramos ya en él, por ejemplo, la figura del padre, una de las constantes a lo largo de todo el libro. Así, la primera frase del libro nos dice: “Habíamos ido a ver a las grullas, y yo solo pensaba en mi padre”.

Encontramos también a su amigo Bizén, y a su amigo Chusé Izuel a cuya muerte dedicó luego el magnífico “Amarillo”.

Encontramos las referencias literarias y culturales que salpicarán muchos de los textos posteriores de Félix. Referencias que nunca pretenden ser un alarde, sino que Félix suma a sus narraciones de forma natural, como parte importante de su vida que eran.

Y encontramos también, finalmente, en estas tres pequeñas historias que componen “Buscando cielo”, su pasión por los viajes.

Fue en un viaje a Santander, precisamente, cuando Félix me recomendó la lectura de “A cualquier otro lugar”, la estupenda novela de Mona Simpson. Pues bien, estos días no he podido dejar de pensar que este libro se podría haber titulado también de esa manera: “A cualquier otro lugar”. Porque en “Todos los besos del mundo” todos o casi todos los cuentos están protagonizados por personajes que están viajando en ese momento o tienen un pasado lleno de viajes. En “La novia del viento”, otro de los cuentos que lo integran, el narrador llega a decirnos: “Ella preferiría estar siempre en el mismo sitio. Yo preferiría estar siempre en otro lugar.”

Estos viajes, que también formaban parte esencial de la vida de Félix, nos remiten a su amor por las ciudades, a su afán por estar en el mundo y, también, a la idea de búsqueda. Algo que enlazaría con otros libros de Félix en los que hay una constante indagación como “Noche de los enamorados”.

Y, claro, donde hay un viaje hay un paisaje. Y es curioso que alguien al que le gustaba decir que no sentía el menor interés por los paisajes, utilizara estos como recurso para transmitirnos una sensación que cruza también todos los cuentos del libro: la sensación de extrañamiento.

En “Buscando cielo” el narrador nos dice: “Los olivos seguían allí. La carretera seguía allí. Nosotros parecíamos estar en otro sitio”.

Félix hace que sus personajes miren el paisaje como ven sus vidas, desde una cierta distancia, como si solo fueran una película proyectada sobre el parabrisas del coche en el que viajan y ellos mismos no formaran parte de él.

Como digo, “Buscando cielo” anticipaba ya algunas de las cosas que importaban a Félix, pero, cuando lo escribió, Félix no había pasado todavía por la cárcel y ese es el hecho que marca los cuentos siguientes del libro, un grupo de cuentos que entroncan directamente con su novela Discothéque.

En ellos queda reflejado el mundo carcelario y otros próximos a él, como el del boxeo, el de la lucha libre o el de los casinos. Son cuentos en los que se vuelve a indagar en la relación padre-hijo dejando ahora entrever casi siempre en ella un latido de culpa. Y son cuentos, por otra parte, trepidantes, que al leerlos me han hecho pensar en lo bien que se lo hubiera pasado con ellos Quentin Tarantino.

Son historias llenas de personajes estrambóticos, al borde del precipicio, muchas veces violentos, y que, como los del cineasta norteamericano, hablan sin parar, de forma nerviosa, casi como una metralleta, con repeticiones y frases cortas y rápidas, que silban como balas. De hecho, son cuentos llenos de pistolas. Y llenos también de elementos y personajes de lo que podría llamarse la “cultura popular”. Por ellos desfilan: Perico Fernández, Nino Arrua, el Real Zaragoza, los hermanos Lambán, Camilo Sexto, Homer Simpson o Cantinflas.

También son cuentos barrocos, abigarrados, en los que cabe casi todo. En los que parece estar todo el tiempo a punto de estallar la tragedia, pero en la mayoría de los cuales toda acaba en una comedia triste. Y en los que de repente se cuenta un chiste y a uno le parece oír a continuación una de aquellas estruendosas carcajadas de Félix que nunca olvidaremos.

Con “La novia del viento”, cuento ya posterior a “Discothéque”, Félix parece querer quitarse la máscara de luchador de lucha libre y exponerse ante los ojos del lector de una forma más desnuda, sin protección. Así en los cuentos siguientes encontramos a un Félix más íntimo; en el que lo cotidiano, que sigue transcurriendo en mitad de los viajes, se hace más presente, y en el que dos de sus obsesiones principales: el amor y la búsqueda de la felicidad, toman mayor protagonismo.

Todos los cuentos de esta parte del libro giran en torno a las relaciones de pareja.

Son siempre parejas a punto de romperse, como en “CINCO CAMAS Y CASI SETECIENTOS VINOS”, un cuento divertidísimo, aunque de final amargo, donde una pareja hace recuento de las camas que han roto por efecto de su furor amoroso, hasta que descubren que lo que se ha roto de verdad no son las camas sino su amor.

Son parejas a punto de estallar, pero que parecen decidir darse una prórroga y hasta que llegue ese momento de la ruptura, celebrar la vida cada día como si fuera el último en que están juntas. Por eso son cuentos llenos de restaurantes, de comida, de vino y de sexo. Y también, otra vez, de aquella extrañeza a la que antes aludía. Ese desconcierto, casi humorístico, que sientes cuando, por ejemplo, consciente de que tu vida amorosa se va al carajo, te descubres incapaz de pensar en otra cosa que no sea algo, por otra parte tan común, como escribir un cuento sobre la visita de un grupo de poetas zaragozanos de los años cincuenta a la casa de Vicente Aleixandre.

Un cuento que destaca en esta parte del libro es “EN UNA ISLA FLOTANTE”, donde además de esas relaciones de pareja, hacen acto de presencia otras de las preocupaciones más intimas de Félix como la ciudad de Zaragoza y sus ideas para mejorarla, la especial relación que mantenía con el agua, representada aquí en el río Ebro o ese desasosiego que creaban en él los crímenes no resueltos.

Los tres últimos cuentos del libro son tres de mis cuentos favoritos. Fueron escritos los tres en 2011 y forman un epílogo que nunca debió de haberse producido y que auguraba una madurez espléndida del escritor.

Así, en “EL HOMBRE INVISIBLE Y EL ZOO DE LOS BOWLES”, a través de un mecanismo tan sencillo como indagar en la relación que mantuvieron con sus mascotas, Félix construye una breve biografía, muy poco al uso, de William S. Burroughs, Paul Bowles y Jane Bowles en la que confronta vida y literatura y, sin subrayarlas en ningún momento, reivindica dos de sus ideas más recurrentes: que la vida debe estar siempre antes que la literatura y que esta no sirve sin un cierto compromiso moral.

En “TEMBLOR”, el segundo de estos cuentos, Félix consigue un cuento delicioso, un cuento que se lee con una media sonrisa en la cara, esa media sonrisa tontorrona que nos dibuja en ella al descubrir un momento de felicidad entre dos personas que se quieren, un momento seguramente efímero, pero que ni siquiera un supuesto terremoto es capaz de destruir. Un momento que al ver la portada del libro no he podido dejar de relacionar con ella.

Y, finalmente, en “VERANO DEL 75”, el último de los cuentos del libro, Félix vuelve a la infancia. A unas vacaciones con sus padres en la ciudad de Castellón durante el último verano de Franco en las que asiste a un espectáculo del bombero torero y visita a una pariente encerrada en un manicomio. Pero ahora la mirada hacia esa infancia ya no es la mirada nerviosa de aquel adolescente de “Dibujos animados”. Ahora se trata de la mirada de un adulto, igual de perpleja, pero más reflexiva y llena de preguntas que el paso del tiempo ha dejado sin respuesta.

Quiero deciros para acabar que, como le ocurría a Félix, me gustan los libros que retratan la vida de sus autores. Y, desde luego, en “Todos los besos del mundo” Félix sale de cuerpo entero, casi a tamaño natural.

Para quienes tuvimos la suerte de conocerle este libro es un reencuentro con nuestro amigo, con su voz, con su mirada siempre diferente del mundo y con su risa. Quienes no le conocieron podrán contemplar en sus páginas el retrato de un hombre alegre, apasionado, desbordante y, a veces, desbordado. Pero también generoso, frágil y tierno. Un hombre al que desconcertaba el mal y, en ocasiones, también la propia vida; pero que la amó y la celebró cada minuto. Un hombre al que nunca importó estar solo en defensa de aquello que creía la verdad, aunque eso le causara no pocas dificultades; pero al que aterraba la idea de vivir solo, sin amor o sin amigos. En definitiva, un hombre, como era Félix, esencialmente, libre y bueno.

 

 

 

 

 

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