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Antón Castro

AVANCE DE 'CABARET POMPEYA'

AVANCE DE 'CABARET POMPEYA'

Primera parte

El Pompeya del Paralelo

 

Por Andreu MARTÍN. Editorial Alevosía. Avance.

(Dos primeros capítulos. Cortesía de Elena Palacios)

 

Era un domingo por la noche. Mediados del mes de noviembre de 1975.

Habíamos visto el partido de la selección española de fútbol de Kubala contra la selección de Rumanía, en Bucarest, por la Euroco­pa. Habían empatado a dos. Preludio de una tarde interminable y vacía. Yo me retiré a mi cuarto para mirar el techo, compadecerme de mí mismo, suspirar y dejarme llevar por el sueño, y mis padres, después de la siesta más o menos voluntaria, se fueron a dar un pa­seo por el centro, tal vez para tomar una horchata en La Valenciana o una merendola en la calle Petritxol.

A su regreso, me pillaron bebiendo mi tercera cerveza y contem­plando sin interés una película titulada Tráeme a Christy Love y, desde las nueve, estábamos soportando El torero, su soledad y destino, a la espera de las noticias de las diez.

Sólo había una cadena de televisión, en blanco y negro, y la re­cuerdo borrosa, nevada por la caspa.

Mi madre, con aquellos movimientos lentos y cansados, lastra­dos por el sobrepeso, había estado haciendo la cena tan concen­trada como si cada ingrediente fuera un explosivo de gran capaci­dad destructiva. Callada, ausente, siempre un poco triste. Ya hacía tiempo que no le preguntábamos: «¿No te encuentras bien, te pasa algo?». Ya nos habíamos acostumbrado. En lugar de eso, a veces, le decíamos: «¿Dónde estás ahora?», y suspiraba: «En el pasado, en otros tiempos, otros mundos». La nostalgia de quien empieza a tomar conciencia de que esto se acaba y de que la experiencia atesorada sólo son recuerdos, tan inconsistentes e inestables como el humo.

Ahora traía la sopera, las sardinas, la tortilla de alcachofas. Mi padre y yo poníamos la mesa. La jarra del agua, el pan, los cubiertos, los platos, las servilletas. Él siempre dinámico e infatigable. Era in­creíble cómo se conservaba a su edad. La gente le calculaba poco más de sesenta, quizá los setenta como mucho, pero nunca podían imagi­nar que ya tuviera setenta y cinco. Cada día daba una larga caminata por la ciudad, y estaba seguro de que era eso lo que le alargaba la vida. «Mientras tenga fuerza en las piernas, todo irá bien», decía.

Sacó del frigorífico el champán que había descorchado a medio­día e inició el debate sobre la ineficacia de meter el mango de una cucharilla de café en la boca de la botella para evitar que se pierda el gas (él, en catalán, decía que s’esbravi).

–Esto no sirve para nada –era la opinión de mi padre.

–Pues en casa lo hemos hecho así toda la vida –defendía mi madre.

–Tendré que abrir otra.

–Sí, hombre. A ver si ahora cada domingo te vas a beber dos bo­tellas de champán.

–Cada domingo, no. Sólo mientras dure la agonía de Su Excelen­cia el Jefe del Estado.

–Vamos, anda.

–Sólo con un poco de champán entre pecho y espalda puedo so­portar que me hablen de las heces en forma de melena –mi padre estaba obsesionado con las heces en forma de melena desde que las había mencionado el equipo médico habitual el último día de octu­bre, «se han apreciado heces hemorrágicas en forma de melena»–. ¿Cómo serán las heces en forma de melena? Desde que lo dijeron, cada vez que voy al váter, miro cómo son mis heces, y no me parece que sean en forma de melena. Claro que vete tú a saber.

Desde el 12 de octubre, Francisco Franco, el Generalísimo, se estaba muriendo. Y cada noche, cuando iban a dar el telediario, mi padre nos hacía callar para escuchar atentamente los partes del equi­po médico habitual.

«Las casas Civil y Militar comunican que la evolución de la enfer­medad de S. E. el Jefe del Estado, hospitalizado en la Ciudad Sanita­ria de La Paz es la siguiente:

»El curso postoperatorio continúa con constantes de presiones arterial, venosa, ritmo y frecuencia de pulso dentro de límites acep­tables.

»La situación pulmonar permanece estable. Sigue con respira­ción asistida, según las técnicas habituales de reanimación postope­ratoria. La sesión de hemodiálisis se realizó con buena tolerancia y eficacia. El pronóstico sigue siendo gravísimo.

»Firmado: El equipo médico habitual».

Y mi padre bebía el champán a sorbitos y se fumaba un puro habano, y mi madre lo reñía, porque el médico le había prohibido rotundamente tanto el alcohol como el tabaco.

–Son días muy especiales.

–Pues espérate al día en que se muera, que aún será más especial.

Yo lo miraba con antipatía.

No estábamos en buenas relaciones. Nunca lo habíamos estado, desde la época de mi rebeldía adolescente. Cuando me casé y escapé de casa, tuve una perversa sensación de liberación. Por fin, rompí las rejas que me encerraban y asfixiaban y descubrí el mundo real donde gente de verdad follaba y bebía, y se colocaba con todo, y se casaba de cualquier manera, y cometía adulterio, y se divorciaba, y lloraba por rincones solitarios y se daba de cabeza contra la pared hasta ha­cerse sangre, y se liaba con una de las jefas de la editorial donde tra­bajaba y, por fin, un día catastrófico, se peleaba con la amante-jefa, jefa-amante, llegaban a las manos, y abandonaba su puesto de trabajo para no tener que verla nunca más, y tenía que regresar, a mis treinta y un años, a casa de papá y mamá, con el rabo entre las piernas, de­rrotado, fracasado y humillado, para comprobar que papá y mamá, a sus setenta y pico, aún follaban como niñatos. Era yo quien me despreciaba, ahora ya lo sé, era yo quien me sentía inútil, patético e impotente, pero entonces creía que eran los otros quienes pensaban eso de mí. Mi ex primera, y la amante-jefa-cargo-importante de la editorial, y mis amigos, pero sobre todo mis padres, sobre todo mis padres, yo estaba seguro de que me despreciaban. Y esa sensación no me ayudaba precisamente a reconciliarme con el mundo. Como es natural, en justa reciprocidad, yo también los despreciaba a todos.

A mi padre, pequeño, delgado, manso y siempre sonriente y ami­go de todo el mundo. Y a mi madre gruesa, hinchada por suspiros derrotistas, con papada de tanto agachar la cabeza, piernas pesadas sobrecargadas por la resignación. Formaban la típica pareja de te­beo, él entrando en casa de madrugada, borracho, con los zapatos en la mano y de puntillas, y ella esperándolo con rulos y bata de boatiné, detrás de la puerta, con el rodillo de amasar en la mano. Una familia de puto chiste.

–¿A qué viene tanta celebración –le solté aquella noche, porque me había bebido unas cuantas cervezas y ahora me ayudaba con el champán–, si a ti Franco nunca te hizo nada, si siempre te la ha traí­do floja?

Se puso muy serio y me clavó una mirada furiosa como una bo­fetada.

–¿Que nunca me hizo nada? Pero ¿qué dices?

Supongo que aquella noche los dos habíamos bebido de más. Mi madre acababa de servir la sopa y suspiró ruidosamente.

–Bueno, vamos a cenar, que esto frío no vale nada.

–Más de una vez te he oído decir –insistí– que, antes de la gue­rra, esto era un caos de tiros y asesinatos y terrorismo y que alguien tenía que acabar con eso. Y que fue Franco quien puso orden.

–Antes de la guerra –reivindicó–, vivíamos muy bien. Había cul­tura y libertad. Libertad de pensamiento, palabra y obra.

–Tú lo recuerdas así porque eras joven –intervino mi madre es­céptica.

Y él levantaba la voz, como si se indignara:

–Vivíamos en el país que permitió que surgieran artistas de fama mundial, como Picasso, Dalí, Buñuel, Pau Casals, un país en que todos podíamos pensar, opinar y decir lo que queríamos.

–Había de todo –iba diciendo mi madre como acompañamiento de fondo–. También había tiros y bombas.

–... Antes de la guerra, éste era un país idealista, utópico, ge­neroso, donde se luchaba para que los hombres, algún día, fueran todos iguales, y para que desapareciera la miseria, la explotación y la esclavitud.

–Había de todo.

–... Y había desórdenes, y pistolas y anarquismo, también, sí, y alguien tenía que acabar con los tiroteos y las bombas, sí, y llegaron los señores del puñetazo en la mesa y dijeron: Basta ya. Y entonces nos aplastaron a todos, a todo el mundo, a todos los españoles. Y no se limitaron a apagar el fuego y volverse al cuartelillo. Apagaron el fuego y apagaron el fuego y apagaron el fuego y apagaron el fuego, y cuando ya no hubo fuego trituraron a los incendiarios y luego a las víctimas y luego a los que pasaban por ahí. Aplastaron las tertulias de intelectuales que se reunían en los cafés, aniquilaron la poca ilus­tración que había en este país, el respeto por la cultura. No acaba­ron con la anarquía: acabaron con Picasso, con Lorca, con Buñuel...

Se estaba congestionando mucho. Hasta mi madre se volvió hacia él alarmada. Tan poca cosa como era, huesudo, arrugado como una pasa, tanta energía parecía que tenía que romperlo en pedazos. Un infarto, una embolia, lo vi al borde de la muerte. O de la locura.

–... Jodieron a toda España. Jodieron a todos los españoles, a todos.

En ese momento, tuve que haber entendido que hablaba de per­sonas muy concretas, íntimamente relacionadas con él. Hablaba de heridas que no se habían cerrado todavía, que no se cerrarían jamás. Y yo estaba hurgando en esas heridas. A veces somos crueles y no podemos dejar de serlo aunque nos demos cuenta de ello.

–A ti poco te jodieron –me atreví todavía–. Tú estabas por ahí, en Grecia, Italia, Turquía, qué sé yo dónde.

Mi madre me disparó un dardo de recriminación.

–Jordi –avisó.

–Es verdad –insistí–. Tú poco sufriste a Franco.

–Jordi –repitió la matriarca conciliadora–. Tu padre estaba traba­jando para alimentarnos a ti y a mí.

Mi padre me miraba irritado. Hacía rato que yo movía la cabeza con lástima insultante.

–Franco nos jodió a todos –insistió, bajando la voz–. A los que protestaron y a los que callaron, y a los que se fueron a Sudaméri­ca, y a los que se escondieron en un sótano, y a los que murieron y a los que sobrevivimos. A todos. Incluso a los franquistas de toda la vida, que ahora lo llorarán y se rasgarán las vestiduras. A ellos también los jodió, aunque parezca que no.

Mi madre callaba y trataba de evadirse con la vida de los toreros en la tele gris. Yo encendí un cigarrillo. Fumaba y sorbía la sopa al mismo tiempo.

–Entonces, qué –continuó mi padre, provocador y belicoso–. ¿No lo celebro? ¿Hago como si nada?

–Yo sólo digo –replicaba mi madre, siempre fija en el televisor– que no tendrías que beber alcohol ni fumar. Eso es lo único que yo digo. ¿Qué pasa? ¿Que te quieres ir con Franco? ¿Os enterramos a los dos juntitos?

En ese momento, llamaron a la puerta.

Era Víctor Luys.

2

Fue a abrir mi padre. Porque estaba exacerbado y el sonido del timbre disparó todos los resortes de su cuerpo y lo proyectó fuera de la silla y del comedor con tanto ímpetu como si pensara partirle la cara al intruso que acababa de interrumpir su mitin. ¿Quién será a semejantes horas? Un vecino. A ver qué pasa.

El sonido de la puerta al abrirse fue seguido de un silencio tan denso que mi madre y yo, después de un instante de inquietud, nos dirigimos también al recibidor con la seguridad de que nos íbamos a encontrar con algo muy grave.

–¡Víctor!

El grito nos pilló por el pasillo y aceleró nuestros pasos.

Mi padre se encontraba ante un hombretón de tórax enorme, una gran mata de pelo blanco, gafas de gruesos cristales y nariz pro­minente, ganchuda y soberbia. Vestía con modestia, una camisa de cuadros, pantalones de trabajo anchos, bastos y manchados, y una cazadora de piel de carnero, con las solapas recubiertas de espeso pelo amarillento. Contemplaba con plácida ternura a mi padre, que estaba plantado ante él, le daba cachetes y decía: «Victorino, Victo­rino, la madre de Dios, me cago en la madre que te parió». Me fijé especialmente en los ojos del recién llegado. Pequeños, de mirada serena y firme, brillaban con lágrimas trémulas. Movía la cabeza afli­gido como un niño pillado en falta, había puesto sus manazas sobre los hombros de mi padre, y sólo atinaba a insertar palabras sueltas en su verborrea arrolladora. Le oí decir: «Lo siento. No pude. Ne­cesitaba otra vida».

–La Virgen, Victorino –decía mi padre–, estás vivo, si yo ya sabía que estabas vivo, cuando me lo dijo Miguel no me lo creí, por la manera como me lo dijo no me lo pude creer. Figúrate, si todos ha­bíamos pasado por muertos. A mí me disteis por muerto en el frente del Ebro; a Miguel creímos que le habían aplicado la ley de fugas, ¿te acuerdas? Ahora te tocaba a ti. Le dije a Miguel: «¿Dónde ha muer­to? ¿Cómo? Quiero ver el cuerpo», le dije. Y él: «Imposible». Digo: «No me lo creo, si no lo veo, no lo creo». Y aquí estás, la madre de Dios. Suerte que no sufro del corazón, cabrito, porque, si no, me matas, apareces aquí de pronto y me matas, cabrón... Siempre pensé que saldrías en el 69, ¿te acuerdas?, cuando prescribieron las respon­sabilidades políticas y los topos salían de sus escondites, ¿os acor­dáis?, todos aquellos que estuvieron escondidos en sótanos y cuevas durante treinta años y, de pronto, salieron a la luz. Entonces, pensé que saldrías tú y, cuando vi que no salías, me dije: «¡Malo!», en ese momento dudé. Pero aquí estás, que yo sabía que estabas vivo...

Se abrazaron. Uno tan grandote e imponente, el otro tan esmi­rriado, «Victorino, la madre que te parió», con la voz estrangulada por el llanto.

–¿Te acuerdas? La última vez que nos vimos fue en Ca l’Agustí, en la calle Bergara.

Mi madre también se había quedado de piedra al ver a aquel hom­bre. Se hizo oír entre las exclamaciones incongruentes de mi padre:

–¿Víctor? ¿Eres Víctor Luys?

Mi padre se volvió hacia ella, hacia nosotros. Entonces vi los la­grimones que caían por sus mejillas hundidas y mal afeitadas:

–¡Es Víctor! ¿Recuerdas que siempre te dije que estaba vivo? ¡Siempre dije que estaba vivo! Por la manera como me lo dijo Mi­guel. No le creí. Le dije: «No me lo creo, Víctor no está muerto».

El visitante se dirigió a mi madre contemplándola con franca ve­neración.

–Montse –dijo–. Qué ojos y qué boca. Eso no cambia, ¿eh? Siem­pre tan hermosa. Siempre mucha mujer –se soltó de mi padre, lo dejó atrás y, con gran delicadeza, como para no estropear nada, besó las mejillas de mi madre al tiempo que murmuraba en un catalán muy catalán–: Tranquila, Montse, que hoy ya no traigo pistola. Se acabaron las pistolas. Ya no tenemos edad.

Ella me miró de reojo, con aquella expresión tan suya de que no lo oiga el chico, y eso desvió la atención de Víctor Luys hacia mí. Me tendió la mano y, de la misma forma que, cuando había atendido a mi padre, no había nadie más en el recibidor y, cuando besó a mi madre, ella era la única protagonista en su vida, al acercarse a mí me sentí valorado, acogido, animado, vivo. El apretón fue calloso, de hierro, lleno de promesas y lealtad.

–Y tú eres el chaval. Coño, el chaval. Todo un hombre. ¿Qué edad tienes ahora?

–Treinta y uno.

Òstima, treinta años. Cuando te conocí, acababas de nacer. Te­nías meses. Eras un renacuajo –dijo–. Te vi antes yo que tu padre. Òstima, òstima. ¿Cómo te llamas?

Jordi. I ja pots parlar català, que en aquesta casa parlem català.

–Imposible –se rió él. Dio un paso atrás para abarcar a los tres a la vez con la mirada y el gesto y, como mi padre quedaba incluido en el ámbito de su auditorio, continuó hablando en su castellano acata­lanado–. Yo a tu padre lo conocí hablando en español. Qué digo es­pañol. En argentino. En auténtico lunfardo –parodiaba–: Este, vihte, que sos un sofica siempre con el camandulaje, che... –era una caricatura espantosa, pero él se reía de sí mismo y volvía a pasar su brazo por encima de los hombros de mi padre, que había cerrado la puerta, y le daba un achuchón cómplice–: ¿Te acuerdas? Le llamábamos el Fueye, ¿te acuerdas? El Fueye.

Replicaba mi padre:

–Y tú Victorino.

–Los Tres del Pompeya –remataba el otro, orgulloso de su pasado.

Siguió un parpadeo simultáneo, significativo y doloroso. Yo me pregunté quién sería el tercero del Pompeya. Avanzábamos hacia el comedor.

–Bueno, ¿cuál es el último? –preguntó.

–¿El último?

–Coño, el último chiste.

–Huy –hizo mi padre, como avergonzado.

Víctor lo observaba con un brillo expectante en los ojillos y un anuncio de risa en la boca fruncida. Mi padre se animó:

–Dice que era un hombre tan pequeño, tan pequeño, tan peque­ño que no le cabía la menor duda.

Víctor estalló en una carcajada espléndida, un premio exagerado para un chiste tan viejo, pero tan generosa, limpia, espontánea y llena de vida que mi madre y yo permitimos que se nos contagiara, aunque me conste que, hasta aquel momento, nos habíamos estado resistiendo a la alegría.

–Tendremos que abrir una botella de champán, que esto hay que celebrarlo –dijo mi padre mientras nos sentábamos alrededor de la mesa–. Montse: saca otra botella de champán, que ésta está esbrava­da. ¿Has cenado?

–Bueno, me he tomado un bocadillo en el bar de abajo. No sabía si subir a estas horas. He visto que la portería estaba abierta y me he dicho: «Qué coño». Pero vosotros cenad, cenad.

–Qué joder. Íbamos por el primer plato y tú también comerás un poco. Ah, a las diez, dentro de un momento, van a dar el parte del equipo médico habitual. A ver si hoy hablan de las cacas en forma de melena... ¿Pero dónde coño te habías metido?

–En un pueblo de la sierra del Cadí, cerca de Andorra –respon­dió el visitante–. Tengo una casa, un terreno, cuatro vacas, cuatro ovejas, gallinas, conejos, una mujer, dos hijos... ¿Sabes quién se vino a vivir conmigo? Xavi, el hijo de Teresa.

Evocaciones de este tipo conseguían llenar de lágrimas los ojos otra vez. A mi padre se le curvaba la boca de ternura:

–Xavi... Javierito.

–Al final, lo encontré. Lo estuve buscando, lo localicé y, en fin, una vida nueva –resumía Víctor–. Ya te contaré.

–No te imagino de payés.

–Bah, no es difícil. Se trabaja de sol a sol, pero al menos come­mos bien. Y, mientras trabajas, no piensas.

–Pero, por fin, has venido.

–Son momentos muy importantes y tenía que pasarlos contigo. Como si hubiéramos llegado al último capítulo, ¿no te parece? No quería pasarlo allí solo. No tenemos tele y los chavales no han vivido nada. He venido a recordar los viejos tiempos. Que no se nos olviden.

–Cómo se nos van a olvidar.

–¿Cómo era aquel de la nena que llevaba la vaca al toro?

–Ah, sí. La niña que va con una vaca por el campo, y se encuentra con dos de ciudad que le dicen: «¿Dónde vas, nena?». Dice ella: «A llevar la vaca al toro». Y le dicen: «¿Y esto no puede hacerlo tu pa­dre?». Y la niña: «No: tiene que ser el toro».

–¡Ja ja ja ja ja!

Iniciaron una larga, larguísima, interminable conversación sobre los viejos tiempos.

Y yo escrutaba el rostro de mi madre como si fuera la prime­ra vez que lo veía, y descubrí que efectivamente tenía una mirada hermosa y poderosa y unos labios gruesos, de línea delicada. Y me preguntaba cómo podía haber vivido con aquella mujer toda mi vida sin darme cuenta de ello, fijándome únicamente en sus arrugas y su papada y en su cabello despeinado y su mueca despectiva que, si uno se fijaba bien, eran meros añadidos que no conseguían arrebatar la belleza al conjunto. De pronto, comprendía por qué mi padre podía haberse enamorado un día de ella.

En ese momento me dije que siempre debería estar agradecido a Víctor Luys por haberme ayudado a ver a mi madre de aquella manera.

 

*En la foto, Mary Garby, en el Argensola de Zaragoza. Foto cedida por Rafael Castillejo.

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