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Antón Castro

EDUARDO LABORDA: UN DIÁLOGO

[En el catálogo de la exposición de Eduardo Laborda, que se presentó en la Lonja de Zaragoza, entre octubre y noviembre, publicaba este extenso diálogo con él. La traigo aquí por si alguno de sus seguidores, que son muchos, tuvieran interés en poder leerla.]

“Soy un pintor contemporáneo e intemporal”

 

Antón CASTRO

Eduardo Laborda Gil (Zaragoza, 1952) es un manojo de nervios. La vida para él es pasión, inquietud y desvelo constante. Creación. Por eso hace tantas cosas: pinta y pinta con la lentitud del cartujo que encierra el tiempo y la belleza en cada pincela; colecciona cuadros, juguetes y fotografías; rastrea los pasos perdidos de artistas condenados al olvido; busca revistas; patrocina exposiciones de gentes casi inadvertidas como Pedro García Aznar, Luis Germán, Antonio Ruiz, entre otros; escribe libros sobre sí y sobre los otros, como es el caso de Manuel Bayo Marín o Zaragoza. La ciudad sumergida, y hace cine: casi una docena de películas de distinta índole. Igual se preocupa de José Bueno y Félix Burriel, del citado Bayo, una de sus criaturas más amadas, que del bar Bonanza o del músico Alfonso Isasi. Iris Lázaro, su compañera desde hace cuarenta años, es una cómplice silente y laboriosa: trabajan en cuartos contiguos, y la música –la del tocadiscos, la de la  ciudad- suena para ambos. A menudo comparten los maniquíes, algunos rostros y un retrato fetiche: el de Francisco Marín Bagüés, que parece tutelar sus trazos, sus emociones y dar, desde el más allá, el aprobado final a piezas como ‘Iris del Coso Alto’, ‘La ciudad blanca’, ‘Mediterráneo’ o ‘Belchite’. La vida para Eduardo es memoria e imaginación, sedimento y sueño. Y a la vez tiene algo de artista apuntalado con fantasmas: teme al viento, a los maizales y a las serpientes. Y de cuando en cuando, como un sortilegio, recibe mensajes del azar, embajadas del misterio. Quizá por ello, porque tiene intuiciones y habla con el envés de la realidad, le dedica esta exposición a su madre, Victorina Gil. Victorina de Trasobares, aquella mujer que tuvo un sueño: quería que su hijo menor fuese artista. Y lo es, claro: Eduardo Laborda Gil es un artista de los monstruos, de las máquinas, de las ciudades y sus tejados, un pintor de mitologías y de desnudos.

-Nací en la calle Cortes de Aragón y con unos meses mis padres me llevaron a la Ciudad Jardín –dice Eduardo-. De ahí tengo muchísimos recuerdos. Uno de los primeros es una instantánea pictórica e imprecisa: habían traído un bebé, una niña recién nacida, y me hizo mucha gracia porque la trajeron en una banasta de fruta. Nunca volví a Cortes de Aragón porque aquella atmósfera de campos y fábricas me parecía más bien peligrosa y triste. Tenía pánico a los sifones de agua y a las acequias.

¿Cómo era la Ciudad Jardín?

Era un espacio muy bonito. Tenía algo romántico. Estabas en la calles todo el día, controlado por los vecinos. Era fantástico. Muchas parcelas tenían en el jardincillo unos emparrados de moscatel y a mí me encantaba ver su evolución. En nuestro jardín, mi madre tenía sobre todo un gran rosal blanco en la verja, que lo cubría todo, tenía azucenas, que me encantaban porque olían muy bien, y había margaritas grandes y campanillas de un azul intenso. Y teníamos un albergero: me encantaba y me subía a él y me comía la fruta. Era mi refugio: allí me sentía como los monos y a menudo me disfrazaba de indio.

-¿Cómo era su niñez allí?

-Yo era el pequeño de seis hermanos. Estabas como en el campo. Me llamaron la atención detalles: cuando inauguraron la plaza de Santo Dominguito de Val pusieron fluorescentes verdes en los jardines, que duraron poco porque los rompieron pronto. Me acuerdo mucho de los regatos. Soltaban el agua e íbamos los críos locos perdidos con las maderas, con las que hacíamos barcos y seguíamos su curso. Estábamos esperando a que regaran al atardecer...

-¡Qué juguete tan sencillo!

Yo tenía un saxofón, el juguete más fascinante que he tenido nunca. Estaba obsesionado con todo lo que brillara. Sobre todo, el saxofón, que era de plástico duro. Se lo había traído a mi hermana María un compañero que adquiría juguetes de la Base Americana en navidades, a precios muy baratos. Aquel era un regalo excepcional, insólito, como un sueño. A mí siempre me regalaban lápices de colores, cuentos infantiles y cuadernos para pintar. A mi vecina Asunción le regalaron una caja de pasteles Goya: la vi y me pareció una maravilla.  En su casa tenía una piscina, que a mí me parecía fantástica pero que en realidad era una poza. Echábamos un palo a modo de barco y en una ocasión jugamos con un barco de plástico.

-¿Desde cuándo le gustaban tanto los barcos?

-Los barcos me encantaban no sé por qué. No sabría decírselo. Igual que las naves espaciales. [Eduardo se levanta y regresa con fotografías, papeles y un cuaderno]. Este era un librico, ‘Elementos de Aritmética y Geometría’, en el que están mis primeros dibujos, los más antiguos que tengo. Garabatos. Y curiosamente aquí ya se ven mis obsesiones. En primer lugar, el albergero. Otro asunto: las explosiones. Me llevaban al cine para no dejarme en casa y me chocaba que cuando explotaban las montañas, ponía siempre un cartel que decía ‘Dangerous’ o ‘Peligro’, y yo que no sabía leer ni escribir imitaban frases que no existían. Por ejemplo escribía ‘Danilo’. Se supone que era peligro de muerte o explosión. Más obsesiones: este era el robot famoso que yo debí ver en la Feria de Muestras, con una espada y los planetas. Aquel robot, que fue famoso, era un monstruo de hojalata, se le encendían unas luces y te quedabas petrificado de miedo. Este es un tren. Me han gustado las máquinas de viajar: el barco, el avión, el tren, un camión, artilugios... Qué bonitos. También están las ferias y los helicópteros. Alucinaba.

-¿Cree que ahí ya estaban sus temas, con cuatro o cinco o seis años?

-Desde luego. Parece extraño, pero lo miras con serenidad y es así. Y luego está la culebra, que es el animal al que más miedo le he tenido siempre. Les tenía terror: era una fobia heredada de mi madre, que a su vez la heredaba de la suya. Miedos ancestrales. El miedo a la serpiente. Me contaban leyendas... Y además estaba obsesionado con escribir; como veía a mi hermana María escribiendo siempre. No tardó en entrar en la Base Americana, y tomaba clases de taquigrafía.

Hablemos un poco de sus padres.

-Mi padre, Rosalío, era un personaje totalmente desconocido para mí, era un fantasma que aparecía y desaparecía. Era un misterio. Y cuando aparecía provocaba mucha angustia. Montaba broncas y era imprevisible. Era persona que no hablaba con nadie, era un solitario, no se comunicaba, aunque a veces estábamos con él en la torre del Abejar en Garrapinillos. Mi madre solía decir que antes de la Guerra Civil era diferente. Fue mi madre quien me inculcó la pasión por la pintura...

-¿Cómo lo hizo?

-Mi madre es la estrella de la exposición, porque con esta muestra, de alguna manera, se materializa el sueño de mi madre de tener un hijo pintor. Para ella, si viviera, sería lo máximo. Había nacido en 1912 y murió en 1994. Me vio una vez en la televisión y me dijo: “Ya me puedo morir tranquila. Ya sé que eres famosete”. Venía de Trasobares, era hija de labrador. Pero era una soñadora, de las pocas personas que estaban suscritas a Lecturas, al Hogar y Moda, a Heraldo de Aragón, también. Ella siempre me dijo que no se había casado enamorada, aunque mi padre sí, le echaba los tejos continuamente. Se casaron en 1936, y al poco tiempo se llevaron a mi padre a la guerra. Estuvo en Barcelona, en Galicia, y de ahí se trajo un libro del siglo XIX, el único libro que debió tener mi padre. Y estuvo en la zona del Ebro. Combatió en primera línea de fuego. Mi madre se quedó en el pueblo con mi hermano Higinio que ya había nacido...

-¿Qué hizo su madre estos tres años en casa?

-Mi padre aparecía unos días, tuvo algún permiso sí, y se volvía al frente. Después de Higinio, vinieron María, Carmen, Teresa, y luego Lola, la cantante de Los Napoli, que nació en Trasobares, como los demás, en 1944 y se murió, a golpes, en 1981, a los 37 años recién cumplidos. Mi madre escribía muy bien, tenía una letra preciosa, leía mucho, le gustaba la música, en la radio, y era una gran aficionada al cine. La volvía loca. En mi casa, aunque no tuviéramos un duro se las apañaba siempre para ir al cine, para que fuéramos mis hermanas y yo al cine. La primera película que vi fue ‘Luces de la ciudad’, sí que conservo el recuerdo, me llevaron al Cine Iris, lo supe después, un barracón de madera, me acuerdo sobre todo por la música. Y la segunda película que me impactó fue ‘Vacaciones en Roma’ de William Wyler, con Audrey Hepburn y Gregory Peck... Luego empecé a ir al cine Salamanca. Me gustaban las de romanos: ‘Maciste, el coloso’, ‘Los últimos días de Pompeya’. Las corazas de los soldados pasarían a mis cuadros. Mi madre y mis hermanas cosían, hacían trajes y vestidos para fuera y así forjaban una pequeña economía sumergida.

-¿Por qué le regalaba siempre lápices Alpino?

-Era un regalo general para la mayoría de los niños: era una forma de tenerlos quietos y yo era muy inquieto. Y a la vez era temeroso. Mi madre me contaba cuentos de brujas: era como su forma de hacerse querer también y sospecho que yo le pedía esas narraciones. Siempre me ha interesado lo fantástico, el terror, el romanticismo. Edgar Allan Poe es uno de mis escritores favoritos. Ella no me presionaba. Te dejaba hacer cosas. Te facilitaba el juguete y tú desarrollabas la habilidad, pero no te obligaba a dibujar. Te daba el instrumento. Creo que ese es un buen sistema educativo: no presionar al hijo.

-¿Fue ella quién lo matriculó en la Escuelas de Artes y Oficios?

-En el curso 1963-1964. Mi padre desapareció casi, se diluyó, se quedó en la torre y murió en 1978. Vivíamos más tranquilos en casa. Yo realmente no tuve la sensación de pasar apuros. Mi madre jugó la baza del hijo artista y conmigo ya quemaba el último cartucho. Yo iba con mucha pasión a clase. Me gustaba muchísimo. ¡Madre mía! Aquellas escayolas en el salón grande, todo de madera, impresionaba, el caballete, el tablero, el difumino. Yo salía de Escolapios, más tarde del Instituto Goya, e iba allí, me pegaba desde las seis hasta las nueve y media.

-¿Quiénes fueron sus profesores? 

-El primero que fue Luis Esteban y luego don Manuel Navarro López, que fue una especie de profesor protector.  Me cogió aprecio y me dedicaba mucho tiempo. Había una sala enorme de gente, sobre todo porque no existía el plan antiguo y había gente que trabajaba en joyería, eran artes aplicadas y oficios artísticos. Era la forma de iniciarte en los oficios artísticos. Las artes plásticas estaban muy vivas. Entre los profesores estaban Luis Pellejero, Virgilio Albiac, Manuel Navarro López, Luis Esteban, que creo que luego se fue a Galicia, y en modelado tenía a Luis Martínez Lafuente. Fui a su estudio y me quedé asombrado. Hacía tebeos, y los hacía en un mes.  Decía que tan importante es cuando dibujas el objeto como el vacío que generas a su alrededor. Tenía un mural grande, que iba avanzando muy lentamente, con unos desnudos de mujeres y hombres, nunca lo llegó acabar, y había cuadritos pequeños del Pirineo. Yo no había pintado nunca a óleo, el primer cuadro al óleo lo pinté allí. El primer pintor que yo conocí fue Murillo. Me acuerdo de que un maestro organizó un concurso, lo gané y dijo: “Aquí tenemos un futuro Murillo”. Es el primer nombre que oí. Estaba de moda, más que Velázquez. Y entre los artistas contemporáneos también le debo algo especial a mi madre: me llevó mi madre a la Fosa Común y allí conocí el trabajo de José Bueno.

-¡Qué cosa más extraña!

-Curiosamente, yo la llevaría al Museo de Bellas Artes de Zaragoza y le enseñé el vaciado en escayola de esa escultura... Yo iba al museo por mi cuenta, y llevé a mi madre para que lo viera  y ella me llevó al cementerio para ver escultura contemporánea.

-¿El primer pintor, de su edad, que conoció?

-José Luis Madrazo. Era compañero mío del Instituto Goya. Compartía estudio con Antonio Cásedas, en la calle Santiago, y entonces visité el segundo estudio que conocí. Luego Madrazo se fue a Barcelona. Hacía algo que estaba de moda entonces: la nueva figuración. Un representante de esa nueva figuración sería Juan Barjola. Era una abstracción reconocible, como una especie de Francis Bacon español. Me dije: hay otras cosas que los bodegones, el cubismo de Vázquez Díaz, lo que conocía de Berdejo y Marín Bagüés. Marín Bagüés y Berdejo, que había sido profesor en la Escuela de Artes y Oficios, eran los pintores que más me gustaban del Museo de Zaragoza. Vi una exposición de Barjola en Libros, y ya me gustaba Bacon, que lo había visto sin saber quién era en una revista americana. Empezabas a empaparte de muchas cosas, tenías un cierto oficio y todo eso había que canalizarlo hacia algo que era un poco la clave de ser artista: tener un estilo propio.

-¿Cuánto tiempo estuvo en la Escuela de Artes?

-Desde 1963-1964 hasta 1971. Muchos años. Por libre. No me saqué nunca ningún título. Y tuve estudio propio en la calle Santa Cruz, en el Prior Hortal, con Carlos Roldán. Y luego con Iris Lázaro. Carlos se pasó con Valtueña a uno que había al lado.

-¿Cuándo practicó atletismo?

-Entre 69 y 71. Hacía 400 metros y luego pasé a 800. En 400 tenía una marca de 51.2. Y en 800 1.56. Fui campeón de Aragón junior varias veces. Tuve dos récords: uno de 1.000 metros junios, que era una carrera que se hacía pocas veces, y luego fui campeón de Aragón de 400 metros. No había ningún mérito: estábamos pocos. El atletismo fue algo muy importante: significó disciplina para superarme, luchar, mejorar, el atletismo es un deporte muy sano. Es un deporte muy especial, porque es un deporte solitario, y los deportes solitarios te ayudan a encontrarte contigo mismo. La superación no consiste en competir y vencer a los demás, sino en vencerte a ti mismo. Un día si haces 1.58, al día siguiente tienes que hacer 1.58, ganes o no ganes, tienes que ir superándote. No solo valen las cualidades, hay que entrenar, hay que esforzarse. La vida es eso. Y el arte también es así: si dedicas diez horas, con plenitud y conciencia, es mejor que si dedicas dos. 

-Sigamos. ¿Cómo iba el joven artista?

-Ya quería ser artista. Empecé a vender cuadros desde 1969. Cuadros comerciales, paisajes. Se los vendía a amigos de mi hermano Higinio que querían un paisaje, a una americana de la Base, casada con un militar, que me dio un cheque de 5.000 pesetas, 30 euros, todo un dineral....

-¿Cómo conoció a Iris Lázaro?

-Lo conocí en el curso 1971-1972, en la Escuela de Artes y Oficios, en la clase de modelado. Y en la clase de dibujo. Ella nació en 1952 como yo. Nos llevamos medio año. La conocí en la clase de modelado... Era mi primer amor correspondido. Cada vez que empezaba un nuevo curso, te fijabas en las chicas. Me fijé en su carácter: tímido, introvertido, y vi que tenía mucha habilidad. Me fijaba no solo en la belleza de las mujeres, no solo me enamoraba, sino que me fijaba en sus cualidades. Iris era la que mejor asimilaba todo. Me acerqué. Y sintonizamos. Ella vivía en casa de unos tíos en Vía Pignatelli y yo con mi madre y mis hermanos en la calle Tarragona... Compartimos estudio a partir de del año 1973 o 1974, cuando se fue Carlos Roldán... Yo le dije que se olvidara de la decoración: empezó a pintar en su pueblo, Trébago. Estaba muy marcada por la huella de su padre, del paisaje y de las nieves, e improvisó allí su primer estudio. Nos casamos en 1977...

-¿Qué pintaban entonces?

-Los famosos paisajes cubistas. ¿Por qué? Porque estaban de moda, sí, estaba la Escuela de Madrid. Exponía Agustín Redondela, en la sala Libros, era cubista. Y todo ese tipo de pintura: paisaje cubista, estructurado en planos, como el de Redondela... Y en Zaragoza teníamos a Virgilio Albiac, que me gustaba mucho, tenía un escaparate en su tienda de marcos de la calle de Fuenclara con sus cuadros y los iba cambiando continuamente. Empecé por un cierto cubismo, empecé a considerarlo como algo mío, era algo que estaba muy presente en la pintura española...

-Yo no he visto esta tipo de pintura por ahí. Era muy zaragozana...

-Eso es algo que no se ha estudiado y algún día alguien tendrá que hacerlo... Si ha existido una escuela zaragozana de pintura en general. Yo creo que sí... Si existe esa escuela estaría formada partiendo un poco de Marín Bagüés, Berdejo, Martín Durbán, del Estudio Goya, todos estos pintores que usaban colores terrosos y esa pincelada suelta, plana, como de espátula. Decía don Manuel Navarro que “la pincelada plana nos hundió a los pintores. Hizo mucho daño”. Nos salía una pintura muy fría...

-¿Por qué le apasiona tanto Francisco Marín Bagüés?

-Ese cubismo paisajista -en esa presumible escuela de artistas aragoneses- tiene su origen en esa admiración que siempre se ha sentido hacia Marín Bagüés, sobre todo... Al final de su vida, le montaron una salita en el Museo de Zaragoza y era nuestra referencia. Todos los pintores pasábamos por allí. O pasábamos muchos. Yo iba al museo a ver para aprender. Yo iba directamente a los pintores del siglo XIX. Me encantaban ‘El príncipe de Viana’, de Moreno Carbonero y ‘La copla alusiva’ de Gárate, entre otros. De los cuadros de historia me impresionaban muchísimo el tamaño, me parecía desbordante. No pensaba yo que eso se pudiera pintar. El ritual consistía en bajar las escaleritas, meterte en una salita abajo, en la planta calle, que no estaba nada organizada, llena de cuadros por todas partes, y era de Marín Bagüés. Podía haber 60, 80, 100 cuadros, todo amontonado. Tenía todo allí... Hablo de 1967, 1968 y 1969. No sabía nada de su vida... Antes había ido a ver a Berdejo, sus cuadros de las bañistas, que eran mis favoritos, hermosísimos. En una ocasión, el bedel me dijo: “Hace un momentico ha estado el pintor viendo los cuadros”. Yo siempre he respetado mucho a mis antepasados. En Marín Bagués captabas una energía especial, lo veías todo con autenticidad. Pasan los años y me sigue gustando igual. Y curiosamente tengo, tenemos, su mejor autorretrato en casa. Es el premio a nuestra admiración por él.

-A la par iba usted a Barcelona... ¿Le marcó de alguna manera?

-Me marcó mucho. Aprovechaba para ver museos, el Museo de Arte de Cataluña, ahí descubrí a Pablo Gargallo. No sabía si era o no era aragonés, y me encantaban sobre todo las figuras, los desnudos académicos. Esa estética mediterránea de mujeres macizas, que también es lo que yo he intentado hacer en la pintura... Y luego me atraían Joaquín Sunyer, Isidre Nonell, que era un pintor de drama, de las gitanas, de cuadros oscuros, bohemio... Creía que el arte auténtico era el sufrimiento. Lo que transmitiera cierto dolor. Vi el museo de Picasso recién inaugurado, y me decepcionó... Picasso no me interesa nada como pintor y, en cambio, me parece un extraordinario grabador. Y me pasa un poco parecido con Goya: lo que más me gusta de él son los grabados, bueno, y las Pinturas Negras. Creo que si no hubiera hecho los grabados no tendría la dimensión universal que tiene en la actualidad. Ni mucho menos. Los grabados de Goya son algo fantástico.

-¿No le gusta el Goya retratista de mujeres y de niños?

-Reconozco que hay retratos de Goya que son extraordinarios, me gusta ‘La maja desnuda’. Goya hacía maravillas cuando quería, era un pintor irregular, pero tenía rasgos geniales. Mis dos pintores del siglo XX son Anglada Camarasa y Zuloaga. Y por supuesto Francisco Pradilla, que es mi ídolo: soy más de Pradilla que de Goya. Si miramos en la historia del arte, tengo que citar a dos genios: Rembrandt y Vermeer. Son insuperables.

-Sigamos: se une con Iris Lázaro y hace cubismo matérico, estructurado, delicado y lírico, con toda esa poética de las rocas... ¿Cómo evoluciona?

-Siempre he querido transmitir algo poético. El paisaje abstracto de rocas fue mi primera exposición, en la CAI. Fue en la sala Barbasán y en el Pilar. La gente no iba a la exposición... Paisajes rocosos, casas, nocturnos; un día le di la vuelta al lienzo, y al poner el horizonte al revés ya lo titulé ‘Abstracción’. Este es el origen de la etapa de los relieves a la manera de Salvador Victoria o de Amadeo Gabino. Lo que se llamaba Escultopintura, lo que hacía también Lucio Muñoz, y como era joven la moda te influía. Quería estar a la moda como todos los jóvenes, y ya me pasé a la abstracción cuyo origen eran estos paisajes cubistas invertidos.

-En 1978 siempre habla de un viaje con Iris a Londres...

-Sí, con Iris. Le daban la beca del Bartolomé Esteban Murillo y nos vamos los dos. Hemos viajado muy poco. Entonces: descubrimos otro mundo, la pintura simbolista, de los prerrafaelitas, nos gustaba mucho, a todos los pintores, y al escultor Henry Moore; me gustaron la potencia, la fuerza y la monumentalidad de su obra, esos bronces tan fantásticos. De repente, descubrí una cosa que me ha influido, el Museo de Ciencias Naturales, los fósiles en vitrinas fue un poco lo que me inspiró hacer esos monstruos que yo hago, aunque tuviera influencia de otros pintores concretos como José Hernández. En su obra todo es muy carnoso, muy cálido y humano, y yo había optado por la frialdad, por los tonos azules, por las cabezas de gato… José Hernández era una referencia fundamental para mí: era el pintor que más me gustaba esos años. Y Luis Sáez también.

-Esa etapa de los monstruos se prolongó casi una década.

-Sin casi. La etapa de los monstruos dura desde 1977 a 1987. Una década. Que es mucho. Me llevé los premios de casi toda España. La Bienal de Zamora, Burgos, Pontevedra, gané un montón de premios en Pego, Andújar, Sevilla, etc. Nos pasábamos a lo mejor tres meses danzando de un sitio para otro. En el aspecto económico, las ciudades y premios que más me apuntalaron el poder ser pintor y dedicarme a la pintura fue Pontevedra y Logroño. La ciencia ficción siempre me ha encantado. La historia de las naves espaciales, las catástrofes, los fósiles, todo eso. Las momias me impresionan. Y también he querido hacer una reflexión sobre el paso del tiempo y nuestra condición efímera. Las momias es la vanitas barroca llevada ya al extremo. El miedo a la muerte siempre me ha impresionado. Soy un poco paranoico, un poco neurótico, un poco paranoico crítico como Dalí. ja, ja, ja, que me interesa mucho como personaje. Hay algún cuadro de sus primeras etapas que es maravilloso. Me interesa mucho más que Picasso. Dalí y Buñuel me han parecido los más brillantes de esa generación, sin duda. Los dos genios intelectualmente. Dalí supo crear el prototipo popular de artista. Él se creó su personaje, lo diseñó, lo desarrolló, se le apoderó y popularmente la gente piensa que un artista tiene que ser un poco como Dalí: un pirado. Eso ha quedado ahí. Esta fase del monstruo estaba basada también en el cine fantástico y de terror. La obra clave de esta serie, ‘La muerte en el aire’, es Androide (1984).

-A partir entra en crisis. ¿O no?

-En cierto modo. A raíz de la compra de unos libros de elementos clásicos y decorativos, empecé a mezclar los monstruos, los elementos fósiles, con los motivos clásicos. Fundí lo clásico y lo futurista, y fueron naciendo obras como ‘La dama de Fuentes’, que es una de las piezas claves de la serie ‘Alegorías en piedra y bronce’. La fecha es algo tardaría, está realizada en 1996. Al final de esta etapa, por un lado, quedé saturado, quemado, fue una etapa prolífica de casi diez años. Pinté muchos cuadros. Por otro lado veía que era un camino agotado: en el creativo y en el económico, hablando claro. Me encontré en una encrucijada. O renovarse o morir. Y aprovechando esos libros que me salieron, aprovechando esos elementos decorativos, clásicos, me dije: vuelvo a los orígenes. A la escultura. Era como un volver a empezar. Vi que en la mitología tenía mucha salida. Y era original, por primera vez no me parecía a nadie. Me dejó de interesar la moda y me dediqué a pintar lo que me apetecía. Fue una cuestión de búsqueda y de estrategia. Estoy cómodo, disfruto, me planteo retos, me planteo conseguir calidades de piel, abordo el desnudo. Y ahí sigo.

-Algunos le reprochan que realiza una obra muerta, arqueológica.  ¿Cómo se defiende de eso?

-No me tengo que defender. En primer lugar cada obra tiene un lector, un intérprete, un punto de vista, una crítica... Con los desnudos no creo que sea arqueológico precisamente. No dejan de ser vanitas barrocas, donde está esa muerte esencial que es lo que yo persigo. Es la moralidad, la constante barroca... Los monstruos son vanitas.

-Perdone la insolencia o la provocación. ¿Tiene la sensación de que es un pintor contemporáneo?

-Totalmente. Un pintor de mi tiempo. Soy contemporáneo intemporal. El pintor no debe tener complejos. El artista –y no me gusta esta palabra– debe hacer lo que le produzca placer, lo que sienta, lo que mejor le defina. Si además ese trabajo, esa obra le da de comer, mejor todavía. Yo me considero realizado en el sentido de que llevo años viviendo de lo que me gusta y haciendo lo que me gusta, con los condicionamientos que todos tenemos. Nadie es absolutamente libre.

 

-Llegamos a ‘La ciudad herida’: en esa serie están sus visiones y alegorías de Zaragoza.

-Empecé pintando desde la zona de la Estación del Norte. Y ahí jugué con el simbolismo y con lo arqueológico: la ciudad como una ruina, y luego me pasé a los tejados... Me subí a las terrazas más bonitas del centro. Primero fue una visión industrial de las fábricas y luego una visión casi aérea desde las terrazas del centro... Y ahí, se alzaban los tejados y las torres. Siempre es así: arriba y abajo, nunca al nivel de calle. Está así a nivel medio es ‘Iris del Coso Alto’.  Desde abajo, desde la Estación del Norte, la arqueología, el tiempo, porque ya me había interesado. Ya había metido en ‘Lluvia ácida’ las ciudades... La contaminación, la fábrica, la industrialización frente a lo bucólico y al mito clásico, y había metido ese sentido arqueológico...

-¿Hay como un intento de darle a la ciudad una dimensión más noble, más grandiosa?

-Sí, hay unos guiños a la pintura orientalista del siglo XIX. A Eugene Delacroix, a Jean-León Gerome, a los pintores que captaron las ruinas de la Guerra de la Independencia, el mundo de Piranesi, el mundo de los esqueletos. La ciudad como vanitas, como un bodegón o un cuerpo que se descompone...

-En los últimos tiempos se ha obsesionado mucho con los desnudos que conforman ‘El mito humanizado’. ¿Por qué?

-Es un género difícil. Muy difícil. Pienso que hay poca gente que haga buenos desnudos. Y me puse a hacer desnudos mitológicos. ¿Por qué? Por lo mismo, por esa identificación con el Barroco español, que utiliza mucho la mitología.

-En esta exposición habrá bastante obras que no se han visto: ‘Iris del Coso Alto’, ‘Mediterráneo’...

-‘Iris del Coso Alto’ refleja uno de los lugares más emblemáticos y simbólicos de Zaragoza. Es un cuadro muy cinematográfico. Hay muchas películas dentro y homenajes explícitos. A Iris Lázaro, claro, y a Francisco Pradilla, que fue rechazado para pintar en el Palacio de Sástago. Zaragoza está herida con escorchones que hablan de su degradación y de un cierto aire de catástrofe. Con ‘Mediterráneo’ por primera vez meto tres figuras femeninas juntas. Dos de carne y hueso y la esfinge, otro de mis personajes. Ese contraste de la carne con el bronce visualmente choca mucho, inquieta...

-Hablemos de ‘Belchite’. ¿Qué ha querido hacer ahí?

-‘Belchite’ es el argumento del documental. El cine es una de las pasiones de mi vida. Como protagonista de mi propia obra, ha sido muy agradable, está siendo un proyecto muy gratificante. José Antonio Fandos y Javier Estella, los Nanuk, son amigos y grandes profesionales. Nadie me había visto pintar un cuadro desde el principio, todo el proceso. Empezaron desde el encargo; luego me fui a hacer fotos a Belchite con el artista Oscar Sanmartín. Lo van captando todo: el boceto, el collage, el fotomontaje, la cuadrícula, ese proceso intelectual y mecánico... Empiezo a dibujar como los antiguos: encuadrando con lápiz blanco en el lienzo y luego empiezo a dibujarlo. Y a colorearlo. Y paralelamente viene Óscar a casa, y me reprocha que no utilice el photoshop, las nuevas tecnologías... Hace una portada con el ordenador, y es muy chulo ese contraste, es la clave de la película...  Yo estoy en otro mundo, todavía, y él en el actual. Eso me define. Al final de la película yo destruyo el collage. ‘Belchite’ es otra vanitas. Es un homenaje al cielo de Pradilla sacado del cuadro de Juana la Loca y a los pintores que hacían ruinas. Ha sido muy agradable y a la vez intenso y laborioso: han sido por lo menos 40 días de grabación.

-¿Qué es lo que más le emociona ante la muestra? ¿Qué balance hace de 40 años de trabajo?

-La gente me da la enhorabuena. Hay expectación. No he notado ningún síntoma de recelo o de envidia... Tengo la sensación de que los pintores desde que escribó ‘Zaragoza. La ciudad sumergida’ (Onagro, 2008) me miran de otra forma: con mi libro he reivindicado a esos pintores que hemos estado ahí, en la trastienda, en los años 70, que no se nos ha hecho mucho caso, y ha reforzado a una “generación perdida” y su autoestima. Y no solo eso: creo que es un viaje hacia una porción de la historia del arte de Zaragoza y Aragón.

-Ha dicho en alguna ocasión que esta muestra sería la última en Zaragoza...

-Quiero que sea mi última: no tanto una despedida como una llegada a la meta. Una metáfora de los 400 metros o de los 40 años de trabajo. Está dedicada a Victorina de Trasobares. Victorina Gil, mi madre. Recuerdo que, mientras se recuperaba de un infarto cerebral, me dijo: “Chico: ¿sabes lo que te digo? Zaragoza me ha decepcionado. A mí lo que me gusta es mi pueblo”. Me quedé helado. Me impresionó. Siempre me había dicho lo contrario. Tengo sueños con ella. Hace pocos días fui a verla a la casa del pueblo. Y ella estaba allí, feliz, como si no se hubiera muerto en 1994. Me pareció un sueño muy bonito. Por eso a veces le digo que me llegan mensajes desde los oscuros confines.

 

*La primera foto es de Apudepa; la tercera de Trébago. La segunda, con Eduardo tumbado en el suelo, es de Vicente Almazán.

1 comentario

CASA VIDEIRA -

Gracias Eduardo por ser tan fiel a tu palabra. Hoy recibí , tal como me prometiste un manuscrito con toda tu trayectoria " retrospectiva 1972 - 2013.
No sabes que ilusión me hizo esta entrega. Gracias por ser tan humilde y humano. Casa Videira no te olvidara.
Un gran abrazo.
Rosa Maquieira