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Antón Castro

VIDA Y FICCIONES DE ÁNGEL FUENTES

VIDA Y FICCIONES DE ÁNGEL FUENTES

A PLENO SOL. Licenciado en Filología Hispánica y uno de los grandes maestros europeos de la restauración y de la conservación de patrimonio fotográfico, fallecía el pasado mes de junio. Ahora se publican los textos de uno de sus blogs más creativos: ‘Las pupilas del espejo’.

 

Ángel Fuentes, vida y ficciones

del protector de la foto antigua

 

 

Antón CASTRO

Ángel Fuentes de Cía (Pamplona, 1955-Zaragoza, 2014) ha sido un personaje un tanto inabarcable. Tenía alma de enciclopedista y en él se mezclaban a la perfección las palabras conocimiento, cultura, pasión y entrega. Fallecía el pasado ocho de junio en Zaragoza, la ciudad que lo había acogido desde 1973, cuando vino a estudiar Filología Hispánica. No tardaría en descubrir la fotografía, que ha sido una de las razones de su vida, con Gonzalo Bullón de maestro e incitador y con Ángel Carrera, entre otros, como compañero de viaje, al que se sumarían de diversos modos otros profesionales de Aragón como Julio Álvarez, Enrique Carbó o su esposa Cuca Pueyo.

Con ellos trabajó en la recuperación y exhibición de fotógrafos aragoneses como Ricardo Compairé, Ramón y Cajal, Jalón Ángel, Juan Mora Insa, los hermanos Faci, etc. Algunos de ellos fueron los primeros nombres de un aprendizaje que lo convertirían en una figura indiscutible de la restauración y conservación de fotos antiguas. El fotógrafo Ángel Carrera recordaba hace poco: “Los grandes maestros relacionados con la conservación y restauración fotográfica los tuvo en Rochester, Nueva York, cuando fue becado por la Diputación de Zaragoza para ampliar estudios, especialmente Grant Romer, conservador de la Eastman House, que fue también quien le introdujo en la masonería. Ángel Fuentes ha sido el mejor restaurador fotográfico en España y me atrevería a decir que uno de los mejores de Europa. Ha formado prácticamente a todos los conservadores y restauradores que actualmente hay en activo en España e Hispanoamérica”.

Al cabo de unos cuantos años, tras su estancia en Nueva York y Canadá, Ángel Fuentes se convertiría en un profesional reconocido, admirado y elogiado por doquier. Ha coordinado seminarios, ha dirigidos múltiples proyectos públicos y privados y ha impartido 300 cursillos. Era divertido, sabio, ingenioso, iconoclasta, de verbo fácil y envolvente; en cada una de sus charlas o talleres se acumulaban las anécdotas, las historias de fotógrafos y de fotografía, o los instantes de una existencia apasionada y tumultuosa. Ángel, entusiasta del rocanrol y de la poesía, recordaba que se pasó varias horas con su ídolo Leonard Cohen hablando de todo y de nada y fumando cigarrillos sin parar. Admiraba a Bob Dylan, a Lou Reed, a Janis Joplin, a King Crimson, uno de los grandes del rock sinfónico (llega a sugerir un cambio de letra en su canción ‘Epitafio’), a Van Morrison o al poeta Arthur Rimbaud, que era uno de sus dioses particulares.

Hace unos días, uno de sus mejores amigos, el médico, fotógrafo y masón Ricardo Falcón anunciaba otra faceta de Fuentes: su pasión por la literatura y, muy especialmente, por la escritura de ficción. Fuentes mantenía varios blogs, y de uno de ellos, ‘Las pupilas del espejo’, ha salido un libro del mismo título, que publica R. L. Santiago Ramón y Cajal nª 35 de Zaragoza, la logia masónica a la que pertenecía desde principios de los 90. Ese blog es un diario que comenzó en 2008 y que continuó hasta 2014. La selección de textos, que ha llevado a cabo Antonio Lacueva, se cierra con un artículo que publicó en HERALDO el pasado febrero, centrado en ‘El origen de la fotografía y la masonería’.

En el libro hay un poco de todo: diálogos nocturnos con el silencio y las estrellas, cuentos más o menos alegóricos, pensamientos, aforismos, confesiones, declaraciones de amor a la amada y poemas, a los que a menudo titula ‘haikus’, aunque no lo sean en un sentido estricto: “Pieles que se encuentran, / el roce nos comprime / y nos dilata”, escribe. O “Cambio de año; / por el amor al árbol, /podo sus ramas”. Todo ello ilustrado con arte oriental, fotos antiguas, dibujos y objetos simbólicos. Glosa un poema de Paul Éluard, el primer marido de Gala, y anota: “No imagino un cielo con una sola estrella; aprendí de los desiertos del norte de África que el viento une y separa los granos de arena, que por ello el desierto no cambia en su esencia, ni se duele. Todas las vidas están en mí”. El cielo también le subyuga en una noche íntima de Valparaíso.

Quizá uno de los momentos más emotivos sea esta texto autobiográfico: “Mi adolescencia, tenía 13 en el 68, fue mecida por Hesse y por Vian, por Whitman y Felipe, por Ucello y Van Gogh, por Hölderlin, De Quincey, Borges y Welles, por la mano izquierda de Hendrix, las hortensias de Casadios, los 113 gramos de las latas de Twinnings y por la rotunda imposibilidad de habitar las certezas. Así ha sido desde entonces; vivir para esquejar la duda y cultivarla. Saber que no podré saberte, excede a mi nihilismo”, anota.

El propio autor, que firma como Bartolomeo Malahora, se define a sí mismo como “conservador-restaurador de patrimonio, epicúreo, hedonista y perseguidor de la ataraxia”. Es decir, buscaba la serenidad del alma, de la razón y las emociones. Ricardo Falcón dice: “Ángel Fuentes practicaba el lado salvaje de la vida en relación con el pensamiento. Era transgresor, auténtico, de ideas claras. Y a la vez tímido. Creía en los valores de la fraternidad universal y era un hombre que esencialmente te acogía. Al pensar en su muerte, tan inesperada, tengo una doble sensación de pérdida: le echo de menos, desde luego, y me arrepiento de no haber hablado más con él”.

El ANECDOTARIO

 

Verano del 71. Lector incansable, incluso de clásicos como Dante Alighieri, Ángel Fuentes de Cía recuerda su intenso ‘Verano del 71’. Dice así: “Hay algo en los internados que recuerda a la cárcel; no poder decidir a dónde vas, es estar preso. En junio del 71 alcancé las cotas más altas de la excelencia académica, bacarrá, me suspendieron todas, nótese el hecho de que no fui yo quien suspendiera, sino que mis dudosos profesores del Redín de Pamplona decidieron que un prudente escarmiento podría corregir mi decidido apetito de ir por libre. Mis padres, preocupados por el rumbo de mi eclíptica, me internaron en Izarra, colegio especializado en casos que prometían ser perdidos...”

 

 

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