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Antón Castro

RETRATO DE TRES ACTRICES

RETRATO DE TRES ACTRICES

RETRATO ENCADENADO DE 3 ACTRICES

 

 

I. PILAR DELGADO 

  

Hablé solo una vez con Pilar Delgado. Pero la vi y la oí muchas más. Quedamos en el hotel Royal Zaragoza: bajó, entre melancólica y herida, como quien se protege de las corrientes de aire; con frecuencia se llevaba la mano al busto o al cuello, cubiertos con una bufanda o un pañuelo. Había traído su álbum de fotos. Y así, a lo largo de tres horas, habló de todo: de su familia, de su condición de apuntadora de sus padres, de la vida nómada de teatro en teatro, de pueblo en pueblo. En uno de ellos, Albalate del Arzobispo, a orillas del río Martín, conoció a un joven: el torero poeta, Alfonso Zapater. En Madrid montaron El Corral de la Pacheca. Luego regresaron a Zaragoza y aquí fundaron La Taguara. Una compañía que iba a durar treinta años. Con su portentosa voz, con su capacidad de entender la poesía, sus enigmas y sus pájaros de música, se convirtió en la madrina y la musa de los poetas. La rapsoda del cierzo. Cantó con todos y para todos. Y se hizo imprescindible. Fue la madrina y madre de una generación de actores: Agustín, Rufino, Gabriel, Jesús, Marga Laura... Al final, vapuleada en el cuerpo y quizá en el alma, se centró en su condición de actriz. Y dio, de nuevo, lo mejor de sí misma: era sabia, sensible, honda. Se estremecía y palidecía el teatro; se encrespaba y temblaba el mundo. Poseía carácter y dulzura, podía ser otra sin dejar de ser ella misma. Era una diosa ferozmente humana que no se arrugaba ni con Góngora ni con Lorca ni con Brecht. Había nacido entre bambalinas y habría querido morir dando su última voz al teatro. 

 

PILAR LAVEAGA

Hablamos muchas veces. Podía ser cálida, amorosa o un vendaval de furia. Y a veces lo sigue siendo. Exigía siempre atención, afecto, era capaz de suplicar con sus ojos incendiados rigor y entendimiento para su esfuerzo y el de los suyos. Le interesaba todo. Viajaba, aprendía, leía, traducía, adaptaba: llevaba la ficción y sus personajes en la sangre. El teatro era en ella un estado de ánimo, un grito o un alarido, una forma consciente de arte y compromiso. Una búsqueda, una rebelión y quizá su rasgo de identidad más definitivo. Como el teatro, Pilar siempre estaba en crisis: esa era, o parecía serlo, su actitud. Como si fuese a parir. Y paría. Y alimentaba sus espectáculos de todo: de luz, de alegría, de vestuario, de osadía plástica y conceptual, de furia y de terciopelo. La Ribera, de Pilar Laveaga y de los hermanos Anós, se convirtió en una compañía de referencia nacional. En un grupo de riesgo. Pilar, además, mimaba a sus actores, cuidaba a sus actrices y, a veces, las exasperaba. Era una primera actriz de genio. Nada fácil. Un volcán. Un torbellino incesante. Un día se cruzó con Pilar Delgado y se batieron ante el público como Electra y Clitemnestra: con los gestos, con las palabras, con la mirada, con ese atributo indecible y misterioso que solo tienen las auténticas damas del teatro. El Principal registró, como un seísmo, aquella ‘Electra’.

 

PILAR DOCE

Actriz por encima de todo. Actriz desde niña, a la sombra itinerante de sus padres. Es de esas intérpretes que son capaces de clavar su personaje, de fijarlo para siempre: su maestría sigilosa era y es tal que parecía no llamar la atención. Lo suyo es talento y oficio, convicción y autenticidad, sutileza y vocación. Recuerdo que reparé por primera vez en su nombre, y en sus rasgos, en ‘Bodas de sangre’ del Teatro de la Ribera. No desentonó nunca. Ajustó su papel, algo que había aprendido a hacer con contención y elegancia. Y allí, en aquella fiesta de color y tragedia, de amores locos y luna de sangre, se cruzaba con otras dos Pilares. Pilar Delgado y Pilar Laveaga. Para mí aquel montaje, que vi tres o cuatro veces, encarna un momento inolvidable de nuestro teatro: la pasión pura por la interpretación, el concepto de profesionalidad, la fuerza indesmayable del teatro, el impulso de la imaginación. Ellas, en el patio del Museo Provincial o en este mismo escenario, estaban allí: enérgicas, maternales, locas de amor, anudadas a la tierra como mujeres telúricas. Aquel ‘Bodas de sangre’, tan equilibrado en el reparto, tan intenso en la vecindad de la muerte, reunió a tres mujeres de seda y de fuego, de risa y de lágrimas. Las reunió entonces como las reúne hoy el cariño de sus compañeros de sueños. Mil gracias a las tres Pilares. Y a otros pilares de la escena.

Y gracias a Blanca Resano y a sus actrices y a su equipo técnico por invitarnos a recordarlas. El teatro es una forma de sobrevivir y de vencer el olvido.

 

*Pilar Laveaga en un montaje del Teatro de la Ribera.

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