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Antón Castro

VIAJE AL CORAZÓN DE LA PRENSA

VIAJE AL CORAZÓN DE LA PRENSA

VIAJE AL CORAZÓN DE LA PRENSA

 

Prólogo al libro 'Así nacen y mueren los periódicos en España'. Roberto Pardos. Doce Robles. Zaragoza, 2015.

 

Antón CASTRO

Hay hombres de carácter, sinceros, casi desabridos o provocadores, capaces de decirle a un ciclista como Miguel Induráin: “Tú nunca ganarás un Tour de Francia”. Y quedarse tan anchos, al menos al instante. Aunque luego, dándole vueltas a las cosas y a ese desaire que ha dado pie a más de un chascarrillo de redactores, serían capaces de descolgar el teléfono y decir: “Soy un patoso. Me he pasado tres pueblos y medio y algunas ciudades. Te pido disculpas”.

Roberto Pardos es un hombre de genio y a la vez un compañero ideal, cómplice, pero parece tener muy claro un principio: allí donde hay un conflicto, un malentendido, una sombra, va directamente a la comezón para que estalle. Lo hizo a menudo con esa aparente brutalidad que en Aragón se llama franqueza, como dijo Rafael Cansinos Asséns. Eso es algo que queda muy claro en este libro que es una historia de la prensa española y que es un formidable autorretrato, lleno de paradojas, de experiencias maravillosas, de compañeros de viajes, de sueños y también de tragedias difíciles de digerir. En un libro lleno de conmociones y escalofríos, uno se queda tieso al leer cómo una noche, al salir de la sala de fiestas Gala, un coche arrolló a su compañero Juan Molina Cobo; iba en un grupo en el que también estaba Roberto y este, como impulsado por un resorte de supervivencia, logró eludir el impacto. Luego tuvo que llamar a su mujer y contarle algo que supera a la ficción más dramática y brutal.

Hay otros hechos así, espeluznantes, pero también hay camaradería, fraternidad, travesías compartidas: el mejor ejemplo sería, sin duda, la relación de hermanos que mantuvieron y mantienen Roberto y su dilecto jefe de talleres Florencio Nogués; en una ocasión los dos pugnaban sin saberlo por un puesto en El Noticiero y eran estrechamente vigilados para saber a cuál debía hacerse jefe. El elegido fue Roberto y Florencio el primer en felicitarle: “Han acertado, Roberto, tú tienes cosas que yo nunca llegaré a tener”. Luego formarían “un tándem casi perfecto, porque nos entendíamos a las mil maravillas en pocas palabras”.

Este es un libro con nombres, con muchos nombres y cabeceras y con gratitud. Por ejemplo dice Roberto: “Mi trabajo en Egin fue una aventura formidable. (...) Los dos primeros años, que son los que conozco, fueron para enmarcar”. Y desliza una de las tesis centrales del volumen: “Estoy convencido de que los lectores compran los periódicos únicamente por los contenidos que escriben sus periodistas; el crecimiento de las tiradas se consigue con la credibilidad de los periódicos y estos solo se pueden mantener económicamente con la publicidad”.

Roberto Pardos amaba desde niño el papel impreso: los libros y la prensa. Aquí recuerda que su padre era responsable de pastelería en Panticosa y que él pasó veranos inolvidables en un tiempo en que Perico Chicote visitaba el balneario. Le gusta recordar que fue flecha de Falange, que fue actor de guiñol y que voceaba, cuando la gente salía del cine, la Hoja Deportiva por unas cuantas perras gordas. Fue un chico travieso y feliz. De repente, entró los talleres de Librería General, donde se editaban monografías científicas y Clásicos Ebro. “Desde el momento en que conocí la linotipia, ya no tuve otra aspiración que no fuera ir destinado a la sección de linotipias”, confiesa. Al abrigo de Sandalio Martínez, José Pablo y Félix Belloch aprendió el oficio y vio escenas que parecen de Berlanga: “Un año, durante las Navidades, llegó a la puerta del taller una furgoneta cargada con pollos vivos y coles, para repartir a cada uno de la plantilla. Al ser yo el último mono de la empresa, me ordenaron vaciar la furgoneta y atar a los pollos por las patas en una barandilla, a la entrada del local. El pollo, con las patas trabadas, te lo llevabas vivo a casa de tus padres, en el tranvía. Y nadie protestaba, aunque la presencia del pollo desataba la envidia general de los viajeros. Las coles más gordas eran para los oficiales y jefes de sección, y bajaban de tamaño hasta llegar a las de los aprendices, que nos llevábamos las peores”. La historia sigue y sigue, y deriva hacia un divertido capítulo de picaresca y apropiación indebida.

Con apenas 18 años, en 1960, Roberto Pardo entró de linotipista en El Noticiero, sito en el Coso 71. Y algún tiempo después fue nombrado jefe de talleres y regente. Cuenta cómo era la redacción, cómo trabajaban los novatos y las bromas que les hacían Roberto y Florencio, habla del batallón de colaboradores. Dice, entre otras cosas, a propósito de los redactores que llegaban a media mañana a la sala de lectura: “Era un espectáculo verlos leyendo en silencio, fumando cigarrillos o algún puro por la mañana, para, al final, entablar sus discusiones diarias, que concluían con el vermú en cualquier bar de las calles más cercanas”. Y también extrae una conclusión general sobre la rentabilidad de la prensa: “Mi empresa disponía de espacio suficiente para, además, tener dentro del mismo recinto una editorial en marcha para componer e imprimir toda clase de trabajos comerciales. Esta era la muleta en la que se podían apoyar las empresas periodísticas para evitar pérdidas económicas”. Y eso también sucederá con El día de Aragón y con El Periódico de Aragón, donde volvería a ejercer de regente o director técnico, con ese sexto sentido que él tenía.

Tras el cierre de El Noticiero, Roberto Pardos participará en la aventura de “parir el Egin”, que nació el 29 de septiembre de 1977. Estuvo en dos etapas y en la primera le expuso al director Mariano Ferrer un decálogo para fundar un periódico. Antes de salir a la calle, recomendaba en el capítulo 7: “Tendremos que seguir haciendo más números cero mientras no estemos suficientemente preparados”. Salió el primer número y el director incluyó una dedicatoria inolvidable: “Roberto, gracias a ti, Egin ha nacido hoy”.

La vivencia de Egin es fascinante y compleja: de la felicidad inicial se pasó a la tensión, a las amenazas de ETA, al debate político puro y duro. “Presencié situaciones sorprendentes, al menos para mí. Igual nos venían a visitar los desterrados de ETA, los cuales pasaban tranquilamente delante de los guardias civiles de guardia, y no ocurría nada, que acudía a nuestras instalaciones Fran Aldanondo, que era el último preso que salió de la cárcel de Martutene, que fue aclamado por el camino durante el trayecto de su visita al diario”, confiesa.

Tras Egin trabajó en Barcelona, en Pamplona, en el Grupo Mundo, habla de la llegada del ‘offset’, “un sistema de impresión directa que daba mejor calidad, pero del que en España se desconocía casi todo”, y luego fue decisivo en la fundación de El Diario de Valencia, que, recuerda, fue voceado en las calles, en sus orígenes, por vendedores ciegos. Allí, entre otras peripecias, vivió la intentona de golpe de Estado de 1981. “Nunca olvidaré el impacto, la impotencia y el miedo que pasé dentro del periódico con el intento de golpe de Estado del 23-F. No niego que en el resto de España se tendrían estas sensaciones, pero había que estar allí, en Valencia, y dentro del periódico para sentirlas de verdad, de cerca”, dice y recuerda otro motivo para el pánico: tenía un ejemplar dedicado del libro Operación Ogro, cuyos autores eran, “al parecer miembros del comando etarra que asesinó a Carrero Blanco”.

De Diario de Valencia pasó a El Día de Aragón, que se abrió, con Fernando García Romanillos al frente, el 28 de mayo de 1982. Roberto permaneció allí hasta 1990 que se incorporaría a El Periódico de Aragón. En ambos dejó profunda huella y vivió sensaciones inolvidables con la redacción, en los talleres, con la distribución y en una intensa labor editorial. Dice Roberto: “El Día de Aragón fue, con el inestimable apoyo del consejero Vicente Sánchez, el primer periódico de España que puso en marcha un equipo de Macintosh en una redacción”; recuerda otras cosas: la rivalidad con Heraldo de Aragón, la importancia de Andalán, la creación de La Hoja del Lunes (por cierto, Roberto recomienda a los periódicos que dejen de salir un día) y de El Punto Deportivo, y glosa, sobre todo, a una redacción espectacular y variada, quizá la mejor y la más completa que conoció jamás, según sus declaraciones. El Día de Aragón daría para un libro. Roberto recuerda con cariño a sus hacedores, desde la administración y el sello empresarial, y a la redacción y a sus noctámbulos compañeros de taller.

Glosa sus vínculos con El Adelanto de Salamanca y se despide con El Periódico de Aragón y Equipo. Revela, por ejemplo, su nueva condición en el diario del Grupo Zeta de Antonio Asensio: “Mi papel en esta espectacular empresa, como se puede suponer, ya no sería como el que había desempeñado en otras hasta el momento. En todas las anteriores yo había sido la ‘estrella’ durante algún tiempo, y en esta había muchas personas importantes y preparadas que lo decidían todo. En nómina iba a ser el director técnico, pero, a la hora de la verdad, solamente era hombre de confianza de Zaragoza para el día a día”. 

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