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Antón Castro

FRANCIS BACON, UN PERFIL

FRANCIS BACON, UN PERFIL

Francis Bacon, el hombre

a solas o la baba del caracol

 

Historia de uno de los grandes pintores del siglo XX, atormentado y figurativo, que llega en septiembre al Museo Guggenheim de Bilbao.

 

Antón CASTRO

El pintor Lucian Freud y el escritor y viajero Paul Bowles coincidían en un juicio sobre Francis Bacon (Dublín, 1909-Madrid, 1992): “Es la persona más sabia y salvaje que conozco”. El gran pintor, que haría el grueso de su carrera en Londres, fue casi siempre extremado y ambivalente, violento y tierno, partidario de los abismos de la noche y del sexo más turbulento y a la vez desesperadamente romántico y tierno. Admiró a Picasso por encima de todo, y fue su guía, la llama airada que marcó su vocación, a Rembrandt y a Velázquez, con quien dialogó una y otra vez: a su manera torva, sensible, estremecida de lucidez y búsqueda, hizo hasta 40 variaciones de su cuadro ‘Inocencio X’, la cifra de una obsesión capital en el arte contemporáneo. En su última visita al Museo del Prado, según contó en ‘ABC’ la periodista de arte Natividad Pulido, quiso ver especialmente dos cuadros: ‘La Venus del espejo’ del sevillano y ‘La familia de Carlos IV’ de Francisco de Goya.

Francis Bacon tuvo una niñez y una adolescencia desdichadas. Sufría asma crónica y fue maltratado por su burlón padre: entrenador de caballos de carrera y apasionado de la caza, era insensible a la enfermedad de su hijo, que, según sus biógrafos, estaba enamorado de él. Un día lo sorprendió poniéndose la ropa interior de su madre y el joven le confesó su homosexualidad. El padre lo expulsó de casa y buscó a un buen amigo suyo para que le ayudase a cambiar en un viaje por el mundo: el joven Bacon, de mirada frágil y honda, brillantísima y melancólica, lo sedujo igual que había hecho con algunos mozos de las caballerías. El viaje lo llevó a Berlín, donde vio la obra de Otto Dix y George Grosz, y luego a París, donde descubrió  a Picasso. De vuelta a Londres, decidió hacer dibujo y acuarela. En 1937 formó parte de la muestra de ‘Jóvenes Pintores Británicos’ y en 1944, tras algunos años de autodidactismo feroz y una existencia en algunos márgenes, pintó un cuadro emblemático: ‘Tríptico con tres figuras al pie de la crucifixión’, que se expondrá al año siguiente en el Museo de Nueva York en ‘Maestros de la Pintura Británica’.

Ese lienzo era una revelación: la poética del pintor atormentado y figurativo, que ha asimilado elementos del surrealismo y del expresionismo, y que propone la deformación grotesca de los rostros, la convulsión y el desgarro, y la presencia del monstruo. La suya es la pintura de la soledad existencial, del dolor físico, de la carne apaleada o desfigurada, del grito. Algunos años más tarde, cuando pocos le negaban la supremacía del arte con Lucian Freud, Margaret Thatcher dijo que pintaba “asquerosos trozos de carne”. Es una forma de ver esa acumulación de matices, próximos a la repelencia en ocasiones, que hablan del deseo, de la obsesión, del miedo, de la frustración, del vacío de existir. Pintó sus series sobre ‘Inocencio X’ de Velázquez, desde 1949, constantes retratos y autorretratos, y numerosos trípticos. Contaba que había elegido esta forma porque tenía algo de secuencia cinematográfica y el cine era una de sus aficiones. Solía inspirarse en las imágenes en movimiento del fotógrafo Edward Muybridge y en fotogramas de películas de S. M. Eisenstein y de Luis Buñuel.“Quisiera que mis pinturas se vieran como si un ser humano hubiera pasado por ellas, como un caracol, dejando un rastro de la presencia humana y un trazo de eventos pasados, como el caracol que deja su baba”.

Francis Bacon tuvo una agitada vida amorosa. Era un cazador nocturno en puertos, clubs nocturnos, un hombre que vivía peligrosamente, de exceso en exceso, embrujado por los cuerpos y por la pasión. Algunos de sus amantes fueron sus mejores modelos. Al principio, tuvo una relación extensa con Eric Hall, banquero y padre de familia, que fue su amante y mecenas durante quince años. Luego apareció Peter Lacy, piloto de vuelo. Vivieron una pasión destructora durante una década: hubo broncas, puñetazos, celos, cuadros acuchillados. Bacon le diría a su fotógrafo Michael Peppiatt: “Estar enamorado de esta forma tan extrema es como tener una enfermedad espantosa”. Lacy murió poco antes de que inaugurase en la Tate Gallery. Después vivió otra tortuosa relación con George Dyer; se pelearon, se amaron, Dyer lo denunció por consumo de estupefacientes, y finalmente, en 1971, cuando Bacon inauguraba en el Grand Palais de París, se suicidó. Bacon aún tuvo otras dos pasiones: John Edwards, su heredero, y el ingeniero español José Capelo, dedicado a las finanzas. Se conocieron en 1988 en Londres y vivieron tres intensos años con diversos viajes alrededor del mundo. Bacon murió de un ataque al corazón en Madrid, en la clínica Rúber, cuando vino a verlo. Fue su último gesto romántico. Antes le había hecho y regalado algunos cuadros. Cinco de ellos, de pequeño formato, los robaron en Madrid a febrero de 2016 y se buscan en medio mundo. Capelo no ha dicho nada. Él fue la última pasión española de un hombre que amaba a los toreros, a los boxeadores, el vino, Madrid, y la belleza caliente y luminosa de Andalucía, por donde anduvo en 1972. Dentro de poco, a partir del 30 de septiembre, su obra se instalará en el Museo Guggenheim.

 

 

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