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Antón Castro

MANUEL VILAS: LOU REED Y AMÉRICA

Instantes épicos de Gran Vilas*

 

Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 1962) siempre ha tenido un mundo personal, con huella del romanticismo al principio, de Charles Baudelaire, que en el fondo lo ha acompañado siempre, de Luis Cernuda y de Jaime Gil de Biedma. Poco a poco, ha ido encontrando no solo su voz inconfundible y desacralizadora, sino eco, lectores, reconocimiento. Intenta ser un escritor libre, imaginativo e iconoclasta, irónico y sorprendente, tanto en su poesía como en su narrativa. Sus novelas son libros abiertos y sugerentes que exploran la realidad y sus contradicciones, con intuición, con una mirada crítica o ácida, pero también con esa ternura seca que no se relame, que siempre huye de lo sentimental, como sucedía especialmente en Aire nuestro (Alfaguara, 2009). Suele ahondar en aspectos poco conocidos, o ya tópicos, para otorgarles una dimensión un poco más cáustica o desinhibida.

En el fondo, le encanta desmitificar. Y a la vez, la palabra Amor –tan inabarcable como una flecha que se desmanda hacia mil direcciones y modalidades de afecto: tituló Amor su poesía reunida en Visor en 2012- es una de las más utilizadas por Vilas: en sus declaraciones, en su lírica o en su narrativa, que tiende a la fragmentariedad y a la ruptura de las secuencias espacio-temporales. Vilas es, no sé si a su pesar o por inclinación espontánea, anticonvencional. Como si el corsé de las cosas y su circunstancia nunca lograsen seducirlo o mitigar sus impulsos de fabulación y de extravío.

En los últimos meses, casi anteayer como quien dice, Manolo Vilas ha publicado dos libros: Lou Reed era español (Malpaso, 2016) y América (Círculo de tiza, 2017), que tienen bastantes conexiones. El primero es una biografía, más o menos crítica o con bastantes impugnaciones, del cantante norteamericano y a la vez una autobiografía de Manolo Vilas, quizá la mejor de las suyas hasta el momento (y ha ensayado unas cuantas, por ejemplo en el poemario Gran Vilas, Visor, 2012), y el segundo es un libro crónica, una road movie de una nueva y vieja existencia: al autor de El hundimiento (Visor, 2015) siempre le ha interesado mucho Norteamérica –a través del rock (Dylan, Zappa, Elvis Presley, Johnny Cash), de Walt Whitman, de la política, de las series norteamericanas…- y ahora vive seis meses allí, y realiza un viaje por el Midwest. Es un libro realista que ahonda en la fascinación del país, sus héroes y tumbas, sus bibliotecas, los grandes bosques que parecen un santuario de misterio y de sombra, y es, ante todo, un canto a la vida. Y eso para Manuel Vilas quiere decir contradicción, desconcierto, belleza, quiero decir la irrupción constante de lo inesperado. Como no podía ser de otro modo, es un libro de citas y de encuentros, de reflexiones y de muchos nombres propios: las cartas de los autores latinoamericanos en Iowa, la admiración por Dylan y Springsteen, “los polis buenos americanos”, la emigración, los Simpson o una charla con Paul Auster.

Tampoco deja de ser una autobiografía de perfil porque el lector se asoma a los Estados Unidos de Donald Trump –“pensé que podía ganar, porque la gente está votando de una forma nihilista, contradictoria y negativa. Hay una nueva gravitación del Mal sobre el mundo”, ha dicho- con sus ojos y con un estilo que a veces puede parecer cínico. Por otra parte, al escritor, que siempre siempre siempre escribe, le interesa desde hace unos años la primera persona, ese yo torrencial y desenfadado que llega a cualquier sitio y desde el que se siente tan seguro, cálido o provocador. Para Vilas la literatura es el territorio de la libertad y de la transgresión, el espacio donde se combate lo predecible: le dedica un poema extraordinario a su madre y de repente, cuando menos te lo esperas, la llama derrochadora, le “reprocha” que ni haya dejado dinero para el entierro. Lo previsible no va con él.

Lou Reed ha sido, quizá, el personaje que más le ha interesado, hasta el punto de que suele decir –más de veras que de bromas- que él es un catedrático en Lou Reed. Lo sigue desde 1975, con trece años, lo vio en Barcelona en 1980, con dieciocho, en un concierto que fue un poco una aventura iniciática, quizá la primera aventura inolvidable de la vida. Desde entonces oyó sus discos, se aprendió sus canciones, lo convirtió en sujeto y fantasma de su obra, y en el año 2000 volvió a verlo, esta vez en Zaragoza. Recuerda que le gustaba mucho Lorca, igual que a Leonard Cohen, y la cuajada navarra. Y viaja por su discografía, se aproxima a sus mujeres, descubre muchos rincones oscuros y concluye que Lou Reed fue “mil personajes”. Por supuesto que rara vez es complaciente. 

*Este texto ha aparecido en el último número de la revista ’Librújula’, que dirige Antonio Iturbe, premio Biblioteca Breve 2017.

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