ZARAGOZA. MUCHA ALEGRÍA LEJOS DEL MAR
En un otoño de cierzo enloquecido llegué a Zaragoza. Hace más de un cuarto de siglo. Fue al alba y olían a sudor los trenes. Sabía poco, muy poco de esta ciudad. Al principio, mis primeros amigos me llevaron al Pachá o a Bohemios. Años después me llevarían al Café Avenida de la Ópera, La Marioneta o al Café del Sur. Recuerdo que buscaba el mar de Galicia en el Casco Antiguo: primero en La taberna del mar, en Casta Álvarez, y luego en Lumpen (Javier Delgado estaba a punto de revelarme lo que andaba buscando en Zaragoza marina). Cuando se preparaba la apertura del local me dejaba caer, trabajaba un poco y luego comía pisto o fritada aragonesa que me sabía a gloria. En las calles sonaban Los Pecos y había un dispensario de pan que vendía leche Ato. Más tarde, en una de esas noches erráticas en que no vas a ningún sitio, entré en El Fuelle y conocí a Luis Alegre y a Mariano Gistaín, a quien leía con devoción. Recuerdo que mi suegro se tronchaba de risa leyendo su sección Las espinas de la rosa en El día de Aragón, donde contaba impresionantes historias de extrañas parejas que iban de aquí para allá, con su laborioso amor a cuestas, y acababan discutiendo en El Ángel Azul, que fue otro de mis bares. Allí conocí en el verano de 1987 a Pepe Melero, que me regaló un libro que había dedicado al nacimiento de su hija Iguácel conservo el volumen con una dedicatoria de copista exquisito que trabaja para Lastanosa en un oculto monasterio- y que me habló de su amigo del alma, el poeta, el editor y noctámbulo, Luciano Gracia, que acababa de fallecer.
Coincidía con Luis Felipe Alegre, con Ángel Guinda y con algunas hermosas muchachas que querían ser actrices. Para seducirlas, debías hacerte el interesante y oír sesudas reflexiones sobre August Strindberg, el método interpretativo de Stanilawski, el teatro pobre de Jerzy Grotrowski o el surrealismo escénico de García Lorca. A principios de los 80, un forastero que hubiese leído Comedia sin título o Así que pasen cinco años prometía dar mucho de sí. Luego, una vez que habías fracasado en el asedio, de nuevo anudado al cierzo de la madrugada, salía a Independencia y recitaba, como un pájaro solitario que ha perdido sus riberas, versos a la luna, versos a aquellas jóvenes que querían ser princesas y siempre preferían a otro. Luis Felipe Alegre me acompañaba en una de estas caminatas y de repente sacaba unos folios de su chaqueta y leía las últimas composiciones de Ángel Guinda. Era un poeta maldito, siempre de negro, que hacía tertulias en Balmoral y adoctrinaba a un pelotón de jóvenes discípulos. Tiempo después tendría un gato al que puso de nombre Baudelaire.
Cada día me gustaba más esta ciudad: Zaragoza siempre me ha parecido un territorio hospitalario, un ciudad que exige ser descubierta día a día, en sus garitos, en sus tiendas, en sus callejas angostas, en sus habitantes. De Aki Zaragoza (cumple 18 años y me ha pedido este texto; publica un lujoso catálogo de escritores y pintores y enamorados de la noche) siempre me ha sorprendido la cantidad de tribus urbanas que encontraba a cualquier hora y en cualquier sitio. Rostros para el mundo, gente feliz asomada a una barra de bar o a un objetivo discreto. Fui un halcón pasajero capaz de enamorarme de una prostituta de Lisboa en el Cosmos o de ir a ver las piernas interminables de un showgirl ucraniana en un local de Camino de las Torres. Mis bares luego se fueron haciendo más diurnos: El Emir, El Levante, El Voltaire, el Juan Sebastián Bar, el Babel, que es como un estudio de artista: Sergio Abraín. También fui de discotecas en mis años de bingo, ya casi no me acuerdo de los nombres: Scratch, Garden, tal vez. Navegué la noche brasileña de Caipirinha y al final, tras haber vivido casi una década lejos de Zaragoza, me he vuelto convencional: mi lugar preferido de cháchara, alcohol y muy poca malicia es Casa Emilio, aunque también me dejo caer, más bien poco, por el Azul, El Presidente (allí, sobre todo, espero. Espero a alguien que siempre se retrasa) o La caja de los hilos. O La factoría, que es como mioficina improvisada en un local ajeno y lleno de gente a la que desconozco.
Esta ciudad es otra: la misma y distinta. Multirracial y acogedora. Como una concha para refugiarte, como un tiovivo que gira a su capricho. Como un observatorio hacia el mundo que, a su vez, contiene el mundo. He visto, en la gente de todos los colores y latitudes que pasa, muchos mares de vida, mucha alegría lejos del mar.
Coincidía con Luis Felipe Alegre, con Ángel Guinda y con algunas hermosas muchachas que querían ser actrices. Para seducirlas, debías hacerte el interesante y oír sesudas reflexiones sobre August Strindberg, el método interpretativo de Stanilawski, el teatro pobre de Jerzy Grotrowski o el surrealismo escénico de García Lorca. A principios de los 80, un forastero que hubiese leído Comedia sin título o Así que pasen cinco años prometía dar mucho de sí. Luego, una vez que habías fracasado en el asedio, de nuevo anudado al cierzo de la madrugada, salía a Independencia y recitaba, como un pájaro solitario que ha perdido sus riberas, versos a la luna, versos a aquellas jóvenes que querían ser princesas y siempre preferían a otro. Luis Felipe Alegre me acompañaba en una de estas caminatas y de repente sacaba unos folios de su chaqueta y leía las últimas composiciones de Ángel Guinda. Era un poeta maldito, siempre de negro, que hacía tertulias en Balmoral y adoctrinaba a un pelotón de jóvenes discípulos. Tiempo después tendría un gato al que puso de nombre Baudelaire.
Cada día me gustaba más esta ciudad: Zaragoza siempre me ha parecido un territorio hospitalario, un ciudad que exige ser descubierta día a día, en sus garitos, en sus tiendas, en sus callejas angostas, en sus habitantes. De Aki Zaragoza (cumple 18 años y me ha pedido este texto; publica un lujoso catálogo de escritores y pintores y enamorados de la noche) siempre me ha sorprendido la cantidad de tribus urbanas que encontraba a cualquier hora y en cualquier sitio. Rostros para el mundo, gente feliz asomada a una barra de bar o a un objetivo discreto. Fui un halcón pasajero capaz de enamorarme de una prostituta de Lisboa en el Cosmos o de ir a ver las piernas interminables de un showgirl ucraniana en un local de Camino de las Torres. Mis bares luego se fueron haciendo más diurnos: El Emir, El Levante, El Voltaire, el Juan Sebastián Bar, el Babel, que es como un estudio de artista: Sergio Abraín. También fui de discotecas en mis años de bingo, ya casi no me acuerdo de los nombres: Scratch, Garden, tal vez. Navegué la noche brasileña de Caipirinha y al final, tras haber vivido casi una década lejos de Zaragoza, me he vuelto convencional: mi lugar preferido de cháchara, alcohol y muy poca malicia es Casa Emilio, aunque también me dejo caer, más bien poco, por el Azul, El Presidente (allí, sobre todo, espero. Espero a alguien que siempre se retrasa) o La caja de los hilos. O La factoría, que es como mioficina improvisada en un local ajeno y lleno de gente a la que desconozco.
Esta ciudad es otra: la misma y distinta. Multirracial y acogedora. Como una concha para refugiarte, como un tiovivo que gira a su capricho. Como un observatorio hacia el mundo que, a su vez, contiene el mundo. He visto, en la gente de todos los colores y latitudes que pasa, muchos mares de vida, mucha alegría lejos del mar.
10 comentarios
Otro anónimo -
Antón -
Cide -
matilde -
Al contrario que usted, yo hace años que abandoné Zaragoza y me ha gustado recordar los lugares por los que me movía.
Cambiando de historia,me gustaría que me enviase el programa de Cantavieja. Gracias
Anónimo -
De Antón, para Victoriño -
Mil gracias polo que dis do artigo. Es un sol constante e protector do ceo de Aragón: outro rei da amizade. Outra aperta. Xa sei que o Zaragoza lle deu a volta o partido e gañou 4-3. Que ledicia tan fonda para os nosos amigos do Zaragoza...
víctor -
Sobre cómo decidiste echar el ancla en este puerto, he leído algo sobre el beso que te regaló una chica en la estación, pero no voy a abundar en esa parte de la historia porque enseguida empezaremos a hablar de coches, y el blog se llenará de mujeres que te han besado, que dirán ser -o que quisieran haber sido- la mujer que aquel día te besó en la estación.
v; )
De Anton -
Victoriño -
Anónimo -
No importa si te trajo hasta esta esta tierra sin mar un naufragio, o si llegaste empujado por un viento favorable. Zaragoza no sería lo mismo sin ti.