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Antón Castro

LA GRAN NOVELA ORAL DE PEPE CERDÁ

He hecho hoy algunas cosas raras. He ido a Villamayor al centro Rosacruz de Oro con Vicente Sánchez, donde nos recibió Francisco Casanueva Freijo, y luego visité por primera vez la casa de Pepe Cerdá. Quedé embrujado: qué formidable casa, llena de vitalidad y de creación, que espléndidos talleres repartidos arriba y abajo. Abajo, tras superar el patio, están sus talleres de artesano, aficionado a los juguetes y a la madera. Pepe –definido por Félix Romeo como “el mejor narrador oral del mundo”- dice que compra libros de arte para fabricar estanterías de madera, “que es lo que me gusta”. Y arriba, posee dos talleres que comunican, llenos de sus obras, de sus tentativas infinitas. Pepe Cerdá es irónico y sabio: irá a Cantavieja a impartir un taller de pintura y hablará de su propio arte. Algo que en realidad no tendría que costarle mucho, lo está llevando por una deleitosa amargura. Busca libros, busca cuadros, busca pintores, y ha llenado varios discos con sus hallazgos, con las sugerencias que quiere hacer a sus alumnos, con el pretexto que fundamente sus intuiciones.

Estaba con él José Ignacio, uno de sus grandes amigos. Surgió, cómo no, la figura de Ignacio Mayayo, cuya vida y cuyo arte glosa una y otra vez Pepe, los glosa y los reinventa, y convierte al artista en un personaje de la gran novela oral del artista. Vemos su catálogo de Cajalón y nos sorprendemos con su sentido del color, con la intensidad de su mirada, con su gusto por una voluptuosidad a menudo violenta, a menudo abrasadora. Mayayo nos conduce a Lucian Freud (también a alguna cosa de Edward Hopper), y hojeamos una retrospectiva completa del británico: al principio Freud –que arranca en algunas cosas de Egon Schiele, de los dibujos de Klimt también- era bastante malo, pero fue capaz de hacer del defecto virtud, y de la virtud genialidad, y de la genialidad un mundo propio de cuerpos desnudos, de expresividad, de paso del tiempo nada complaciente, surcado de arrugas.

Estar con Pepe Cerdá es un placer. Una delicia. Te asomas a un manantial de incitaciones y de sabiduría, y quedas saciado. En realidad, quedas con hambre: quieras más. Más cerveza, otro Marlboro, más catálogos de arte, más vida en turbión. Mientras hablábamos lo llamó Ana, Ana Isabel Bendicho, la magnífica diseñadora, una de las modernas inadvertidas (o no advertidas en todo su potencial) de Zaragoza. La casa está llena de fotos, de dibujos de ella. Si Pepe es un narrador incontenible, un poeta de los detalles con alma de charlatán de aldea, Ana tiene algo de actriz, de musa de cabello al viento que le lame la cara y la nimba de misterio...

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