MANUEL VIOLA, EL CICLÓN DEL ARTE
Manuel Viola (Zaragoza, 1916- Madrid, 1987) es uno de los grandes pintores aragoneses del siglo XX. Alcanzó una inicial notoriedad en París, en la inmediata posguerra, donde frecuentó a Hans Hartung, a Francis Picabia, André Breton, Benjamin Péret o Pablo Picasso, y conquistó una proyección internacional incuestionable en la década de los 60. Su fama, acompañada de éxitos, era tan nítida que mantuvo hasta cinco estudios abiertos en Ríos Rosa y El Escorial, donde murió en 1987, en Ginebra, en París y en Bruselas, ciudad en la cual residió ocho meses y desde donde hizo la escenografía para el espectáculo flamenco de Zambra.
Pero, además, fue poeta -dijo una vez: Soy un poeta fracasado. Esto de convertirme en pintor ha sido un accidente-, escenógrafo, teórico, un conversador infatigable, un buen bebedor, actor de televisión y, sobre todo, un personaje con sus tics teatrales, envuelto en un río desbordado de anécdotas y peripecias. En una de ellas, recogida por Jaime Esaín en la revista Artes Plásticas, en un especial dedicado a Aragón en 1979, se cuenta el famoso trueque con Luis Miguel Dominguín de un cuadro por un Cadillac, que luego regaló, como vivienda, a una familia calé. De ahí que también fuese conocido como el pintor gitano, de leonada melena al viento y voz rota. Escribió un cronista madrileño: Su voz es un caos, un estropicio de fonética.
Las fotos que conservaba Carlos Bartolomé (durante algún tiempo, galerista de su obra en cerámica) y que le cedió en un archivo de cartón a Pepe Cerdá, reflejan claramente su personalidad: apasionado ante el cuadro, vehemente, vital. Un puro torbellino de vida y de creación. En ese archivo Kanguros hay catálogos, tarjetas de inauguración de exposiciones, reproducción de revistas, recortes de prensas, artículos de fondo y varias entrevistas, entre ellas una muy jugosa de Fernando Huici en 1979, centrada en su relación con Francis Picabia (de quien se conmemoraba el centenario de su nacimiento) en los años de París.
Además de recordar que le gustaban sus paellas, señala el aragonés: Una vez que llovía copiosamente estábamos observando unas estatuas rococó. Entonces me dijo: Imagina que esas estatuas fueran de jabón. ¡Qué bella obra tendríamos ahora!. Otra vez me dijo que la mejor colección de pintores estaría formada por aquellos que, durante la noche, pintaran magníficos cuadros en la suela de sus zapatos y, al día siguiente, se pasearan con ellos puestos en el Louvre.
Nació Viola en una casa que estaba a orillas del Ebro, puerta con puerta casi con la Posada Salinas y muy cerca del amarre de la legendaria barca del Tío Toni. Se levantaba por la mañana y lo primero que veía era el Pilar, con su mole y sus torres desmayadas en la corriente del río. Se bautizó, como Manuel Alvar, en San Pablo, y pronto partió a la ciudad de su padre, Lérida. Allí, mientras estudiaba Bachillerato, convivía con sus tías y regresaba a Zaragoza en el verano.
Se inició en las artes como poeta. En la revista Art -que fundó con Gracia Llimona, Leandro Cristófol y Crous Vidal- desarrolló su aprendizaje de escritor: igual redactaba poemas, que aparecían al lado de otros de Lorca, Alberti, Paul Eluard o Cocteau, que escribía de música y de artes plásticas con notable erudición, e incluso firmaba -como José Viola a secas- unas Notas que eran como un decálogo de sus sueños o sus percepciones de la poesía. Por ejemplo, decía: La poesía pura es el procedimiento de dar luz a los espíritus. O, más genéricamente, observaba: Mostrar los tejidos internos del alma, es el objetivo final del arte. Ya se sentía surrealista (El surrealismo es a la vez nueva noción de la poesía y un método nuevo de conocimiento, anotó), y con ese impulso llegaría a Barcelona para cursar Filosofía y Letras y adscribirse al grupo barcelonés ADLAN.
En ésas andaba cuando estalló la Guerra Civil española. Manuel Viola se inclinó desde el principio por el bando republicano, se afilió como voluntario en el POUM y combatió en el frente de Aragón, en Mallorca y en la batalla del Ebro. Luego, derrotado el ejército constitucional, se marchó a Francia e ingresó en la Legión Extranjera. Estuvo en un campo de concentración y vivió todo tipo de aventuras y peligros.
En 1941, cuando ya había conocido a algunas de las figuras básicas de la cultura contemporánea en París, se trasladó a Normandía y allí inició su carrera de pintor. Había hecho algunos dibujos anteriormente, pero en medio del combate compaginó el arte y la literatura, y acabaría convirtiéndose en Manuel a secas, colaborador asiduo de La main à plume, que dirigía Eluard. Participa, más como testigo que como combatiente, en el desembarco de Normandía en 1944 y luego se las tuvo que ingeniar para sobrevivir en París. Ensancha el núcleo de sus amistades: Wols, Pierre Soulages, Schneider, y se suma claramente a la corriente del arte abstracto.
Realiza múltiples exposiciones. Dice Esaín: Son los tiempos en que Dora Maar, la compañera de Picasso, le da 2.000 pesetas en francos para que sobreviva. Dormía entonces Viola en una pensión con un negro zulú. Inspira la novela de César González-Ruano, Manuel de Montparnasse, y se enamora de Lorenza Iche, con la que se casaría y tendría una hija. Más tarde, estableció otra relación con María Asunción Arroyo. Participa en la colectiva Españoles de la Escuela de París y cosecha grandes elogios. Hacia 1949 regresa a España, en concreto a Zaragoza. Pronto fijaría su residencia en Torremolinos y más tarde en El Escorial. En 1957 realiza un cuadro expresionista e informalista casi legendario como La saeta, que ha hecho correr ríos de tinta. Y en 1958, se adscribe al grupo El Paso, en el que están otros dos aragoneses como Antonio Saura, uno de sus principales teóricos, y Pablo Serrano, que participó en la fundación pero luego siguió su camino en solitario junto a su delicada musa y esposa alicantina, Juana Francés.
A partir de entonces, este artista -que dijo una y mil veces: En pintura nadie es hijo de padre desconocido y que reivindicó la genialidad de Goya como motivo constante de referencia y de inspiración-, empezó a desarrollar su gran obra expresionista, de acusado sentido del color y de una rotunda condensación de tensiones, como señaló Carlos Areán. Una pintura apasionada y gestual, casi violenta, de una poderosa energía de ciclón en llamas, de una exaltación permanente de la vida y sus afueras.
En 1972, tras haber expuesto en medio mundo, desde Oslo a Nueva York, desde Venecia a Sao Paulo, fue objeto de una muestra antológica en el palacio de la Lonja de Zaragoza, que presentó con auténtico fervor José Camón Aznar. Aldo Pellegrini decía en el prólogo: Es indudable que, para Viola, lo poético es guía y factor provocador de su obra. ( ) Entre esas luces y sombras, colisiones y estallidos, Viola nos ofrece el gran espacio ideal para recorrer la libertad. En 1989, el palacio de Sástago, con Cristina Giménez como comisaria, acogió una antología póstuma del artista. En 1980, con Pablo Serrano, había recibido la medalla de Oro de Zaragoza.
Una frase de Robert Motherwell compendia una parte de su pensamiento de pintor de acción que había escandalizado a la burguesía española: Sin conciencia ética, un pintor es sólo un decorador. Y también se retrató así: El arte es una bella mentira. Aunque todo el mundo puede inventar su mentira. Y yo, como todo buen artista, puedo inventar la mía. ¿Mis influencias? La atmósfera de este país, la influencia básica de los cuadros negros de Goya y el aire de París.
*Este artículo apareció el domingo 24 de octubre en las páginas de HERALDO. Doy desde aquí las gracias a Pepe Cerdá y a Carlos Bartolomé. Sin su generosidad, estas notas no hubieran aparecido.
Pero, además, fue poeta -dijo una vez: Soy un poeta fracasado. Esto de convertirme en pintor ha sido un accidente-, escenógrafo, teórico, un conversador infatigable, un buen bebedor, actor de televisión y, sobre todo, un personaje con sus tics teatrales, envuelto en un río desbordado de anécdotas y peripecias. En una de ellas, recogida por Jaime Esaín en la revista Artes Plásticas, en un especial dedicado a Aragón en 1979, se cuenta el famoso trueque con Luis Miguel Dominguín de un cuadro por un Cadillac, que luego regaló, como vivienda, a una familia calé. De ahí que también fuese conocido como el pintor gitano, de leonada melena al viento y voz rota. Escribió un cronista madrileño: Su voz es un caos, un estropicio de fonética.
Las fotos que conservaba Carlos Bartolomé (durante algún tiempo, galerista de su obra en cerámica) y que le cedió en un archivo de cartón a Pepe Cerdá, reflejan claramente su personalidad: apasionado ante el cuadro, vehemente, vital. Un puro torbellino de vida y de creación. En ese archivo Kanguros hay catálogos, tarjetas de inauguración de exposiciones, reproducción de revistas, recortes de prensas, artículos de fondo y varias entrevistas, entre ellas una muy jugosa de Fernando Huici en 1979, centrada en su relación con Francis Picabia (de quien se conmemoraba el centenario de su nacimiento) en los años de París.
Además de recordar que le gustaban sus paellas, señala el aragonés: Una vez que llovía copiosamente estábamos observando unas estatuas rococó. Entonces me dijo: Imagina que esas estatuas fueran de jabón. ¡Qué bella obra tendríamos ahora!. Otra vez me dijo que la mejor colección de pintores estaría formada por aquellos que, durante la noche, pintaran magníficos cuadros en la suela de sus zapatos y, al día siguiente, se pasearan con ellos puestos en el Louvre.
Nació Viola en una casa que estaba a orillas del Ebro, puerta con puerta casi con la Posada Salinas y muy cerca del amarre de la legendaria barca del Tío Toni. Se levantaba por la mañana y lo primero que veía era el Pilar, con su mole y sus torres desmayadas en la corriente del río. Se bautizó, como Manuel Alvar, en San Pablo, y pronto partió a la ciudad de su padre, Lérida. Allí, mientras estudiaba Bachillerato, convivía con sus tías y regresaba a Zaragoza en el verano.
Se inició en las artes como poeta. En la revista Art -que fundó con Gracia Llimona, Leandro Cristófol y Crous Vidal- desarrolló su aprendizaje de escritor: igual redactaba poemas, que aparecían al lado de otros de Lorca, Alberti, Paul Eluard o Cocteau, que escribía de música y de artes plásticas con notable erudición, e incluso firmaba -como José Viola a secas- unas Notas que eran como un decálogo de sus sueños o sus percepciones de la poesía. Por ejemplo, decía: La poesía pura es el procedimiento de dar luz a los espíritus. O, más genéricamente, observaba: Mostrar los tejidos internos del alma, es el objetivo final del arte. Ya se sentía surrealista (El surrealismo es a la vez nueva noción de la poesía y un método nuevo de conocimiento, anotó), y con ese impulso llegaría a Barcelona para cursar Filosofía y Letras y adscribirse al grupo barcelonés ADLAN.
En ésas andaba cuando estalló la Guerra Civil española. Manuel Viola se inclinó desde el principio por el bando republicano, se afilió como voluntario en el POUM y combatió en el frente de Aragón, en Mallorca y en la batalla del Ebro. Luego, derrotado el ejército constitucional, se marchó a Francia e ingresó en la Legión Extranjera. Estuvo en un campo de concentración y vivió todo tipo de aventuras y peligros.
En 1941, cuando ya había conocido a algunas de las figuras básicas de la cultura contemporánea en París, se trasladó a Normandía y allí inició su carrera de pintor. Había hecho algunos dibujos anteriormente, pero en medio del combate compaginó el arte y la literatura, y acabaría convirtiéndose en Manuel a secas, colaborador asiduo de La main à plume, que dirigía Eluard. Participa, más como testigo que como combatiente, en el desembarco de Normandía en 1944 y luego se las tuvo que ingeniar para sobrevivir en París. Ensancha el núcleo de sus amistades: Wols, Pierre Soulages, Schneider, y se suma claramente a la corriente del arte abstracto.
Realiza múltiples exposiciones. Dice Esaín: Son los tiempos en que Dora Maar, la compañera de Picasso, le da 2.000 pesetas en francos para que sobreviva. Dormía entonces Viola en una pensión con un negro zulú. Inspira la novela de César González-Ruano, Manuel de Montparnasse, y se enamora de Lorenza Iche, con la que se casaría y tendría una hija. Más tarde, estableció otra relación con María Asunción Arroyo. Participa en la colectiva Españoles de la Escuela de París y cosecha grandes elogios. Hacia 1949 regresa a España, en concreto a Zaragoza. Pronto fijaría su residencia en Torremolinos y más tarde en El Escorial. En 1957 realiza un cuadro expresionista e informalista casi legendario como La saeta, que ha hecho correr ríos de tinta. Y en 1958, se adscribe al grupo El Paso, en el que están otros dos aragoneses como Antonio Saura, uno de sus principales teóricos, y Pablo Serrano, que participó en la fundación pero luego siguió su camino en solitario junto a su delicada musa y esposa alicantina, Juana Francés.
A partir de entonces, este artista -que dijo una y mil veces: En pintura nadie es hijo de padre desconocido y que reivindicó la genialidad de Goya como motivo constante de referencia y de inspiración-, empezó a desarrollar su gran obra expresionista, de acusado sentido del color y de una rotunda condensación de tensiones, como señaló Carlos Areán. Una pintura apasionada y gestual, casi violenta, de una poderosa energía de ciclón en llamas, de una exaltación permanente de la vida y sus afueras.
En 1972, tras haber expuesto en medio mundo, desde Oslo a Nueva York, desde Venecia a Sao Paulo, fue objeto de una muestra antológica en el palacio de la Lonja de Zaragoza, que presentó con auténtico fervor José Camón Aznar. Aldo Pellegrini decía en el prólogo: Es indudable que, para Viola, lo poético es guía y factor provocador de su obra. ( ) Entre esas luces y sombras, colisiones y estallidos, Viola nos ofrece el gran espacio ideal para recorrer la libertad. En 1989, el palacio de Sástago, con Cristina Giménez como comisaria, acogió una antología póstuma del artista. En 1980, con Pablo Serrano, había recibido la medalla de Oro de Zaragoza.
Una frase de Robert Motherwell compendia una parte de su pensamiento de pintor de acción que había escandalizado a la burguesía española: Sin conciencia ética, un pintor es sólo un decorador. Y también se retrató así: El arte es una bella mentira. Aunque todo el mundo puede inventar su mentira. Y yo, como todo buen artista, puedo inventar la mía. ¿Mis influencias? La atmósfera de este país, la influencia básica de los cuadros negros de Goya y el aire de París.
*Este artículo apareció el domingo 24 de octubre en las páginas de HERALDO. Doy desde aquí las gracias a Pepe Cerdá y a Carlos Bartolomé. Sin su generosidad, estas notas no hubieran aparecido.
15 comentarios
JOSE ZARO -
victor -
Maika -
Jesús -
jose luis -
María Laborda -
Susana -
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Álex -
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luis -
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Washington Iza y Maritza Zanipatin -
cordialmente
Washington Iza
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