VISIONES DE UN EXTRAÑO DE SÍ MISMO
Aloma, desde París, le escribe una preciosa carta a su hermana Sara en un papel rosa con su caligrafía minuciosa y redonda, casi de amanuense que desafía el peligro de la ceguera. Aloma ha sido siempre como una hormiga paciente que confeccionaba amables y extensas notas, llenas de subrayados. Y en esta carta, tan delicada, hace lo mismo. Le dice a su hermana Sara que sea valiente y que no llore al entrar en el colegio.
Yo cojo la larga bufanda de Sara, amarilla y verde, casi infinita, y me la anudo al cuello. Y salgo a la explanada, al descampado, con la perra y sin cigarrillos. Llevo un libro de poemas, Esta luz. Poesía reunida (1947-2004) (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg), pero apenas repaso un par de poemas bajo el vómito de la niebla. Pienso en Aloma y Sara, y durante unos cuantos minutos pienso los capítulos de una novela familiar de cuando yo tenía seis años y mi padre iba y venía a Suiza. Entonces tenía miedo del aire, había espectros que nos visitaba cuando caía la noche, se ahorcaban algunas mujeres en las higueras, se extraviaban los marinos que, si volvían, decían que habían visto el Urco, el perro negro del mar, y las mujeres sin novio aprendían a bailar abrazadas a una escoba. Todo eso me cuento y reinvento Y al volver a casa, me digo: ¿Existe alguna razón para le des tantas vueltas al tiempo lejano, a la niñez, a aquel territorio que sólo existe dentro de uno como un refugio hacia la tormenta?.
Antes de volver a casa releo y me quedo con este poema:
Temes mis manos
Pero a veces sonríes y te extravías en ti misma
Y, sin saberlo, extiendes tu luz en torno a ti
Y yo adelanto mis manos y no llego a tocarte: únicamente
Acaricio tu voz.
Y luego descubro algo que me aplico estos días más que nunca:
"No quiero ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones. Es difícil poner luz todos los días en las venas..." Siempre me ha gustado Antonio Gamoneda:lo entrevisté hacia 1988 en Casa Emilio, y allí me contó la historia de su padre, poeta modernista, y años después me escribió una carta a La Iglesuela del Cid, una carta que me llegó con la nieve y que parecía un apéndice del "Libro del frío".
Yo cojo la larga bufanda de Sara, amarilla y verde, casi infinita, y me la anudo al cuello. Y salgo a la explanada, al descampado, con la perra y sin cigarrillos. Llevo un libro de poemas, Esta luz. Poesía reunida (1947-2004) (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg), pero apenas repaso un par de poemas bajo el vómito de la niebla. Pienso en Aloma y Sara, y durante unos cuantos minutos pienso los capítulos de una novela familiar de cuando yo tenía seis años y mi padre iba y venía a Suiza. Entonces tenía miedo del aire, había espectros que nos visitaba cuando caía la noche, se ahorcaban algunas mujeres en las higueras, se extraviaban los marinos que, si volvían, decían que habían visto el Urco, el perro negro del mar, y las mujeres sin novio aprendían a bailar abrazadas a una escoba. Todo eso me cuento y reinvento Y al volver a casa, me digo: ¿Existe alguna razón para le des tantas vueltas al tiempo lejano, a la niñez, a aquel territorio que sólo existe dentro de uno como un refugio hacia la tormenta?.
Antes de volver a casa releo y me quedo con este poema:
Temes mis manos
Pero a veces sonríes y te extravías en ti misma
Y, sin saberlo, extiendes tu luz en torno a ti
Y yo adelanto mis manos y no llego a tocarte: únicamente
Acaricio tu voz.
Y luego descubro algo que me aplico estos días más que nunca:
"No quiero ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones. Es difícil poner luz todos los días en las venas..." Siempre me ha gustado Antonio Gamoneda:lo entrevisté hacia 1988 en Casa Emilio, y allí me contó la historia de su padre, poeta modernista, y años después me escribió una carta a La Iglesuela del Cid, una carta que me llegó con la nieve y que parecía un apéndice del "Libro del frío".
9 comentarios
AIRA -
Hace un par de días alguien me escribió "...a veces mezclamos los recuerdos con los sentimientos, con los proyectos, con las alegrías y con las penas...y que entonces nos dan ganas de abrazar a alguien...". Esta forma de decir las cosas me recordó mucho a Antón, incluso este artículo coincide en hablar del recuerdo y también lo hace en que en cada comentario hay un abrazo, implícito o explícito, vaya el mío también, con el sólo gesto de abrazar se pueden expresar muchas cosas, aunque sea de manera virtual.
Amén amigo de la calle -
Teruel -
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¡ Dispara, Burton!
Un domingo lo maté tres veces. Una bajo el álamo seco de Tucson, en la pinada. Otra en el campamento navajo, en las canteras del río. La tercera en la mina abandonada de plata, donde las cañas. Mil veces lo perseguí y acorralé: nunca se entregó. Aguantaba duro hasta el último disparo. Nadie moría como él.
- ¡Ríndete, Foster! ¡Tira el revólver y sal con los brazos en alto! - gritaba yo apuntando con mi Colt 45.
- ¡ Tengo a la chica, Burton ¡ ¡Ven a buscarla ¡ - respondía, también voz en grito, desde su escondrijo.
- ¡ Suéltala, Foster, o me obligarás a matarte ¡
- ¡Dispara, Burton! ¡ Dispara!
Era el momento de salir a carrera descubierta. Rodaba tres veces de costado para impedir que hiciera puntería y me plantaba en lo alto del parapeto, disparando a dos manos mientras él repelía furiosamente el ataque. Una de sus balas me acertaba siempre. Plomo de Winchester corto.
- ¡Maldita sea, Foster, me has dado en el hombro ¡ - (siempre en el hombro)- ¡ Vas a morir! - rabiaba yo con amenaza.
Luego llegaba el cuerpo a cuerpo: ¡ Bang!, en el cuello. ¡ Bang! ¡ Bang!, en el pecho. ¡ Bang! ¡ Bang! ¡ Bang! ¡ Bang!, en el vientre, en el boca derecho a la frente. A cada disparo su cuerpo se retorcía en el aire, hasta caer sin vida sobre las piedras, boca abajo, con un brazo extendido y las piernas abiertas.
Entonces llegaba ella, asustada y convulsa. Desabrochaba nerviosa mi camisa y con un pañuelo de flores y de Heno de Pravia curaba el hombro lastimado.
- ¡Oh! ¡Estás herido, Foster!
Sus dedos tibios recorrían la piel baleada y yo sentía, como una brasa, el suave roce en mi mejilla de su ardiente melena de cobre.
- ¿Ya? - preguntaba él desde el sudario de polvo.
- Ya - respondía yo, devuelto al mundo entre vapores de Pravia.
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Llamó Julia llorando.
- Está muy grave. Le han amputado una pierna y tiene completamente destrozados los pulmones. Se va a morir.
Una de las fijaciones de la cadena se había roto y la máquina le había caído encima, aplastándolo casi entero.
Desde la turbidez del cristal, oculto su rostro por la maraña de tubos y cables, apenas pude reconocerle. Me quedé allí fuera sin saber qué hacer, sólo mirando. Ella estaba de espaldas, sentada en la silla; la cabeza inclinada, como rezando; las manos apretadas sobre el regazo. De pronto, él levantó pesadamente los párpados y clavó sus ojos en los míos. Desde la corta distancia adiviné el torpe movimiento de sus labios.
- ¡Tengo a la chica, Burton! - musitó.
Fue sólo un segundo: ella giró la cabeza, saltó de la silla, salió corriendo y se me abrazó llorando, llorando, llorando... La estreché con fuerza para robarle el dolor. El cabello de cobre quemaba en la vieja herida del hombro. Levanté la vista, sin soltar el abrazo. Esta vez no movió los labios, pero la luz de sus ojos ponientes alumbró el ramaje muerto del álamo seco, junto a la mina de plata del campamento navajo, donde las cañas. Me lo suplicó con los ojos:
- ¡ Dispara, Burton! ¡ Dispara ¡
M. amén -
Besos y caricias
Javier -
De Antón -
Mil gracias por tu nota. Y ánimo a ti, mamá futura, pronto, de nuevo. Un beso.
Marisancho -
De Anton -
Cide -
Decía el Werther de Goethe que el hombre sólo puede ser feliz antes de tener razón o después de perderla. Supongo que es una explicación razonable para esa cuestión. Precioso artículo Antón.